Martha Anaya / Crónica de Política
Después de muchos años nos reencontramos de nuevo. Vive en la misma casa, en la Condesa, donde su madre nos ofrecía té y bocadillos mientras nos aprestábamos a escuchar alguna obra de teatro, música, o algún pasaje literario extraído de su maravillosa biblioteca.
Recuerdo singularmente aquella tarde en que Raúl Ortiz y Otriz, mi maestro –nuestro maestro– de literatura francesa en la Universidad Nacional Autónoma de México nos convocó a su casa a escuchar Relaciones Peligrosas.
El vívido sonido de la lengua francesa llenó el pequeño espacio de la sala de estar. No éramos más de seis alumnos los que nos encontrábamos ahí. Raúl Ortiz levantó suavemente su mano, inclinó levemente su cabeza para concentrarse mejor y no dijo más. La cinta corrió, atrapándonos en aquella historia de intriga y perversidad, protagonizada por la marquesa de Merteuil y el Vizconde Valmont, bajo la pluma de Pierre Choderlos de Laclos.
Nos quedamos inmóviles, asombrados. Té y bocadillos quedaron olvidados sobre la mesilla de centro. Raúl Ortiz ni siquiera nos miraba. Parecía deambular absorto por aquella Francia de finales del siglo XVIII y no perdía detalle de las cartas de Madame de Volanges.
Dos horas después, cuando la historia concluyó, el maestro preguntó: ¿Qué piensan?
Ya no recuerdo qué ocurrió después, sólo sé que fue una de las clases más bellas que recibí y que partir no sólo inició por mi admiración por Raúl Ortiz como maestro sino que comencé a devorar literatura francesa sin el mayor reparo.
De Raúl Ortiz y Ortiz apenas sabía en ese entonces que era un hombre elegante –siempre ha usado corbata de moño y calzado zapatos de dos colores, como los negros de Nueva Orleans–, distinguido; con una pronunciación del francés y el inglés envidiable; que había sido el célebre traductor de Bajo el Volcán, de Malcolm Lowry; que era un hedonista y un apasionado de Proust, de Céline, de Joyce, de T.S.Elliot, de Shakespeare. Y es también especial admirador de Rosario Castellanos.
Desconocía que su andar le había llevado a dejar la UNAM en la que trabajaba al lado del rector Javier Barros Sierra para convertirse en el traductor del Presidente Gustavo Díaz Ordaz; que luego, tras los sucesos de Tlatelolco en 1988, se expresó con rudeza del Mandatario durante una cena diplomática (le llamó son of a bitch) y tuvo que abandonar el país. Fue a dar a Ginebra y más adelante a París y Londres donde se desempeñó como Consejero Cultural.
Pero más que otra cosa, Raúl Ortiz recorría la geografía de sus autores y novelas predilectos o se iba a cenar Meudon, con Lucette, la viuda de Jean Ferdinand Céline, el profeta de la decadencia.
De estas historias me he ido enterando en las últimas semanas, a partir del reencuentro.
Fue en ocasión de sus 80 años que volvimos a vernos. Sigue dando cursos: de cine en Club de Industriales una vez por semana, veladas literarias cotidianamente en su casa a partir de las ocho y media de la noche. Y es, como antaño. O quizás mejores, pues ahora, además del sonido de obras de teatro, cuenta con la enorme pantalla de la computadora en la nos exhibe películas sobre tal o cual tema. (Actualmente estamos viendo el nazismo)
A veces le noto cansado (le han diagnosticado Parkinson), pero no falla a sus compromisos. Ahí está, con la agudeza que le caracteriza, advirtiéndonos errores difícilmente apreciables, como el que en un pasaje de la película que veíamos no era posible que en tal momento se tocara esa pieza en un antro berlinés puesto que el autor de la música era judío.
Y si hay alguna duda, en tal rincón está el diccionario de Historia del Nazismo; en tal rincón, la película sobre los SA, en este otro anaquel, el viejo disco de los himnos…etcétera, etcétera. Es su casa, todo en ella, una biblioteca integral maravillosa. Cerca de 20 mil volúmenes elegidos con exquisitez.
Precisamente de ahí, de los miles y miles de cartas y textos inéditos que además guarda, nació precisamente el libro que presentó en el museo de San Carlos hace una semana: Archivo Lowry. Un tesoro para la cofradía de los que profesan pasión por el autor inglés. Cofradía, por supuesto, de la que Ortiz y Ortiz es el gran sacerdote.
Pero lo que es la vida. Hace unos días caí por su casa sin avisar. Ahí, recorriendo sus anaqueles, se encontraba un valuador de Conaculta… Sí, estaba valuando biblioteca. Plantee una de esas preguntas obvias que tanto detesta Rafael Pérez Gay: ¿vas a vender tu biblioteca?
-Sí, respondió, soy un hombre rico con todo esto, pero vivo al día. He tenido la fortuna de no ser un hombre exitoso financieramente. Y todo eso que ahora ven es la reserva que ahora me permite seguir ganándome la vida como un saltimbanqui que va de pueblo en pueblo, de actividad en actividad, una conferencia aquí, una película allá…
Este es Raúl Ortiz y Ortiz, mi maestro.
Después de muchos años nos reencontramos de nuevo. Vive en la misma casa, en la Condesa, donde su madre nos ofrecía té y bocadillos mientras nos aprestábamos a escuchar alguna obra de teatro, música, o algún pasaje literario extraído de su maravillosa biblioteca.
Recuerdo singularmente aquella tarde en que Raúl Ortiz y Otriz, mi maestro –nuestro maestro– de literatura francesa en la Universidad Nacional Autónoma de México nos convocó a su casa a escuchar Relaciones Peligrosas.
El vívido sonido de la lengua francesa llenó el pequeño espacio de la sala de estar. No éramos más de seis alumnos los que nos encontrábamos ahí. Raúl Ortiz levantó suavemente su mano, inclinó levemente su cabeza para concentrarse mejor y no dijo más. La cinta corrió, atrapándonos en aquella historia de intriga y perversidad, protagonizada por la marquesa de Merteuil y el Vizconde Valmont, bajo la pluma de Pierre Choderlos de Laclos.
Nos quedamos inmóviles, asombrados. Té y bocadillos quedaron olvidados sobre la mesilla de centro. Raúl Ortiz ni siquiera nos miraba. Parecía deambular absorto por aquella Francia de finales del siglo XVIII y no perdía detalle de las cartas de Madame de Volanges.
Dos horas después, cuando la historia concluyó, el maestro preguntó: ¿Qué piensan?
Ya no recuerdo qué ocurrió después, sólo sé que fue una de las clases más bellas que recibí y que partir no sólo inició por mi admiración por Raúl Ortiz como maestro sino que comencé a devorar literatura francesa sin el mayor reparo.
De Raúl Ortiz y Ortiz apenas sabía en ese entonces que era un hombre elegante –siempre ha usado corbata de moño y calzado zapatos de dos colores, como los negros de Nueva Orleans–, distinguido; con una pronunciación del francés y el inglés envidiable; que había sido el célebre traductor de Bajo el Volcán, de Malcolm Lowry; que era un hedonista y un apasionado de Proust, de Céline, de Joyce, de T.S.Elliot, de Shakespeare. Y es también especial admirador de Rosario Castellanos.
Desconocía que su andar le había llevado a dejar la UNAM en la que trabajaba al lado del rector Javier Barros Sierra para convertirse en el traductor del Presidente Gustavo Díaz Ordaz; que luego, tras los sucesos de Tlatelolco en 1988, se expresó con rudeza del Mandatario durante una cena diplomática (le llamó son of a bitch) y tuvo que abandonar el país. Fue a dar a Ginebra y más adelante a París y Londres donde se desempeñó como Consejero Cultural.
Pero más que otra cosa, Raúl Ortiz recorría la geografía de sus autores y novelas predilectos o se iba a cenar Meudon, con Lucette, la viuda de Jean Ferdinand Céline, el profeta de la decadencia.
De estas historias me he ido enterando en las últimas semanas, a partir del reencuentro.
Fue en ocasión de sus 80 años que volvimos a vernos. Sigue dando cursos: de cine en Club de Industriales una vez por semana, veladas literarias cotidianamente en su casa a partir de las ocho y media de la noche. Y es, como antaño. O quizás mejores, pues ahora, además del sonido de obras de teatro, cuenta con la enorme pantalla de la computadora en la nos exhibe películas sobre tal o cual tema. (Actualmente estamos viendo el nazismo)
A veces le noto cansado (le han diagnosticado Parkinson), pero no falla a sus compromisos. Ahí está, con la agudeza que le caracteriza, advirtiéndonos errores difícilmente apreciables, como el que en un pasaje de la película que veíamos no era posible que en tal momento se tocara esa pieza en un antro berlinés puesto que el autor de la música era judío.
Y si hay alguna duda, en tal rincón está el diccionario de Historia del Nazismo; en tal rincón, la película sobre los SA, en este otro anaquel, el viejo disco de los himnos…etcétera, etcétera. Es su casa, todo en ella, una biblioteca integral maravillosa. Cerca de 20 mil volúmenes elegidos con exquisitez.
Precisamente de ahí, de los miles y miles de cartas y textos inéditos que además guarda, nació precisamente el libro que presentó en el museo de San Carlos hace una semana: Archivo Lowry. Un tesoro para la cofradía de los que profesan pasión por el autor inglés. Cofradía, por supuesto, de la que Ortiz y Ortiz es el gran sacerdote.
Pero lo que es la vida. Hace unos días caí por su casa sin avisar. Ahí, recorriendo sus anaqueles, se encontraba un valuador de Conaculta… Sí, estaba valuando biblioteca. Plantee una de esas preguntas obvias que tanto detesta Rafael Pérez Gay: ¿vas a vender tu biblioteca?
-Sí, respondió, soy un hombre rico con todo esto, pero vivo al día. He tenido la fortuna de no ser un hombre exitoso financieramente. Y todo eso que ahora ven es la reserva que ahora me permite seguir ganándome la vida como un saltimbanqui que va de pueblo en pueblo, de actividad en actividad, una conferencia aquí, una película allá…
Este es Raúl Ortiz y Ortiz, mi maestro.
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