Jacobo Zabludovsky / Bucareli
Cumplo instrucciones de arriba: dar buenas noticias.
En efecto, si uno busca, encuentra. Por ejemplo: se habla mucho del aspecto negativo de la guerra contra el narcotráfico, de los 40 mil muertos y de los daños colaterales entre los que se colocan miles de inocentes que tuvieron la mala suerte de estar en mal lugar en mal momento. Pero nada se dice de los beneficios, colaterales también, que la omnipresente guerra ha traído a muchos mexicanos.
Nadie ha mencionado a los embalsamadores. Periodistas mañosos ocultan el bienestar que el manejo de tanto cadáver ha repartido, como maná del cielo en plena crisis, entre licenciados en ciencias funerarias con especialidad en la conservación de cuerpos urgidos de ser reconocidos o autopsiados. Hace poco, no recuerdo si fue cuando se descubrieron las narcofosas en Durango, o en Zacatecas, o en Tamaulipas, o en Nuevo León, etcétera, los cadáveres fueron traídos al Distrito Federal y entregados a la Procuraduría de Justicia capitalina, que llenó su depósito y distribuyó los sobrantes entre las empresas de inhumaciones cercanas para que los embalsamaran. Todos recordamos las fotos de los cuerpos envueltos como tamales, esperando pacientemente en la banqueta ser tasajeados en carpas de lona improvisadas como quirófanos. Técnicos en la materia se hincharon de ganar dinero llenando los cuerpos muertos con sustancias que evitan la putrefacción.
El oficio de embalsamar no era muy popular en México. Ante su auge y prometedor futuro, los jóvenes ambiciosos, deseosos de forjarse un porvenir en este país de la educación, acuden a las academias y facultades y se topan con un vacío en los planes de estudio: no hay maestría en eso de la embalsamada. Acuden a los veteranos y es más fácil encontrar a un taxidermista de viles animales que a un conservador de respetables fiambres humanos.
Las dos grandes escuelas de perpetuación física de los cadáveres están una en Egipto, cerrada hace 40 siglos, y otra en Moscú, abierta hace 80 años y aún en operación. En la primera se inventó una técnica cuya eficiencia tiene como muestra a un tal Tutankhamen. La segunda fue creada para conservar eternamente el cuerpo del santo con el que arranca la liturgia laica comunista y prueba su eficacia al exhibir, en la plaza pública más grande del planeta, los restos incorruptos de Vladimir Ilich Ulianoff, mejor conocido como Lenin.
Un libro fascinante y difícil de conseguir, traducido del francés al inglés, ofrece después de décadas de silencio el testimonio de Ilya Sbarsky, último miembro de la familia que embalsamó y ha mantenido hasta hoy el cuerpo del fundador de la Unión Soviética. Lenin’s embalmers, editada por The Harvill Press, London, es la historia del padre del autor, Boris Sbarsky, y del profesor Vladimir Vorobiov, biólogos que dos meses después de la muerte de Lenin en 1924, fueron encargados por los máximos jerarcas del nuevo régimen de una tarea sin precedentes: mantener un cadáver a perpetuidad con la apariencia de un hombre dormido.
El cuerpo comenzaba a descomponerse al inicio de esta increíble aventura. Algunos expertos recomendaban la congelación y otros el embalsamamiento. Los dos comisionados empezaron sumergiendo el cadáver en una solución a base de glicerina y acetato de potasio. La meta planeada llevó a la construcción de un enorme laboratorio subterráneo bajo el mausoleo que primero fue de madera y luego el de mármol que conocemos en la Plaza Roja, con elevadores para mover los restos de Lenin sin necesidad de trasladarlos a otro edificio. La historia científica de este esfuerzo supera la imaginación más desatada. Pero la suerte de los embalsamadores deja chico cualquier logro de la ciencia.
Los dos biólogos se convirtieron en personajes favorecidos y protegidos. Gozaron de todos los privilegios, empezando por el de salvar sus vidas durante las purgas y la paranoia antijudía de Stalin. Durante la Segunda Guerra Mundial el cuerpo fue conducido en un tren blindado a Tiunmen, en Siberia, al cuidado de los conservadores que junto con sus familias libraron así los peligros y tal vez la muerte durante la ofensiva de los nazis.
En la paz regresaron con Lenin a Moscú y fueron solicitados para embalsamar cadáveres de varios comunistas famosos, como el de Stalin, y fuera de la URSS los de Georgi Dimitrov, de Bulgaria; Klement Gottwald, de Checoslovaquia; Ho Chi Min, de Vietnam del Norte; Agostinho Neto, de Angola, entre otros, y el laboratorio oculto alcanzó reputación y clientela. Al desaparecer la Unión Soviética lo contratan familiares de mafiosos asesinados.
La prosperidad capitalista florece hoy bajo la tumba de Lenin.
Cumplo instrucciones de arriba: dar buenas noticias.
En efecto, si uno busca, encuentra. Por ejemplo: se habla mucho del aspecto negativo de la guerra contra el narcotráfico, de los 40 mil muertos y de los daños colaterales entre los que se colocan miles de inocentes que tuvieron la mala suerte de estar en mal lugar en mal momento. Pero nada se dice de los beneficios, colaterales también, que la omnipresente guerra ha traído a muchos mexicanos.
Nadie ha mencionado a los embalsamadores. Periodistas mañosos ocultan el bienestar que el manejo de tanto cadáver ha repartido, como maná del cielo en plena crisis, entre licenciados en ciencias funerarias con especialidad en la conservación de cuerpos urgidos de ser reconocidos o autopsiados. Hace poco, no recuerdo si fue cuando se descubrieron las narcofosas en Durango, o en Zacatecas, o en Tamaulipas, o en Nuevo León, etcétera, los cadáveres fueron traídos al Distrito Federal y entregados a la Procuraduría de Justicia capitalina, que llenó su depósito y distribuyó los sobrantes entre las empresas de inhumaciones cercanas para que los embalsamaran. Todos recordamos las fotos de los cuerpos envueltos como tamales, esperando pacientemente en la banqueta ser tasajeados en carpas de lona improvisadas como quirófanos. Técnicos en la materia se hincharon de ganar dinero llenando los cuerpos muertos con sustancias que evitan la putrefacción.
El oficio de embalsamar no era muy popular en México. Ante su auge y prometedor futuro, los jóvenes ambiciosos, deseosos de forjarse un porvenir en este país de la educación, acuden a las academias y facultades y se topan con un vacío en los planes de estudio: no hay maestría en eso de la embalsamada. Acuden a los veteranos y es más fácil encontrar a un taxidermista de viles animales que a un conservador de respetables fiambres humanos.
Las dos grandes escuelas de perpetuación física de los cadáveres están una en Egipto, cerrada hace 40 siglos, y otra en Moscú, abierta hace 80 años y aún en operación. En la primera se inventó una técnica cuya eficiencia tiene como muestra a un tal Tutankhamen. La segunda fue creada para conservar eternamente el cuerpo del santo con el que arranca la liturgia laica comunista y prueba su eficacia al exhibir, en la plaza pública más grande del planeta, los restos incorruptos de Vladimir Ilich Ulianoff, mejor conocido como Lenin.
Un libro fascinante y difícil de conseguir, traducido del francés al inglés, ofrece después de décadas de silencio el testimonio de Ilya Sbarsky, último miembro de la familia que embalsamó y ha mantenido hasta hoy el cuerpo del fundador de la Unión Soviética. Lenin’s embalmers, editada por The Harvill Press, London, es la historia del padre del autor, Boris Sbarsky, y del profesor Vladimir Vorobiov, biólogos que dos meses después de la muerte de Lenin en 1924, fueron encargados por los máximos jerarcas del nuevo régimen de una tarea sin precedentes: mantener un cadáver a perpetuidad con la apariencia de un hombre dormido.
El cuerpo comenzaba a descomponerse al inicio de esta increíble aventura. Algunos expertos recomendaban la congelación y otros el embalsamamiento. Los dos comisionados empezaron sumergiendo el cadáver en una solución a base de glicerina y acetato de potasio. La meta planeada llevó a la construcción de un enorme laboratorio subterráneo bajo el mausoleo que primero fue de madera y luego el de mármol que conocemos en la Plaza Roja, con elevadores para mover los restos de Lenin sin necesidad de trasladarlos a otro edificio. La historia científica de este esfuerzo supera la imaginación más desatada. Pero la suerte de los embalsamadores deja chico cualquier logro de la ciencia.
Los dos biólogos se convirtieron en personajes favorecidos y protegidos. Gozaron de todos los privilegios, empezando por el de salvar sus vidas durante las purgas y la paranoia antijudía de Stalin. Durante la Segunda Guerra Mundial el cuerpo fue conducido en un tren blindado a Tiunmen, en Siberia, al cuidado de los conservadores que junto con sus familias libraron así los peligros y tal vez la muerte durante la ofensiva de los nazis.
En la paz regresaron con Lenin a Moscú y fueron solicitados para embalsamar cadáveres de varios comunistas famosos, como el de Stalin, y fuera de la URSS los de Georgi Dimitrov, de Bulgaria; Klement Gottwald, de Checoslovaquia; Ho Chi Min, de Vietnam del Norte; Agostinho Neto, de Angola, entre otros, y el laboratorio oculto alcanzó reputación y clientela. Al desaparecer la Unión Soviética lo contratan familiares de mafiosos asesinados.
La prosperidad capitalista florece hoy bajo la tumba de Lenin.
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