Antonio Navalón
Y el mañana llegó. A un año justo hasta la elección presidencial, todo lo bueno y lo malo de la democracia salió a la calle.
Quienes fueron a votar, y por seguir con la definición del sexenio “haiga sido como haiga sido”, establecieron un vencedor claro: el PRI encabezó las elecciones. Ganó contra todo pronóstico, a favor de las encuestas y en contra de un gobierno decidido a todo.
Al presidente Calderón nadie le puede negar su determinación en acertar o equivocarse hasta el final. Está tan seguro de su misión —la histórica, la humana y la sagrada— que jamás duda. Ya la historia lo juzgará, mientras tanto, parece haber olvidado que en 2009 en las elecciones intermedias se lanzó frontalmente también contra el PRI acusándoles de colaborar con el narco y haciendo el gambito de “conmigo o contra mí” con los criminales y perdió.
Ahora, después de algunas de las guerras más sucias y suicidas que se recuerdan en la historia política reciente, el PRI volvió a ganar. El pueblo nunca se equivoca —aunque se equivoque—, no lo hizo el día que eligió a Calderón por la mínima diferencia, ni se equivocó el domingo.
Naturalmente, con independencia de por quién haya votado usted o yo, los que votaron el otro día —si damos por bueno el IFE que nos ha dado este gobierno y le seguimos por simpatía o por malo y nos da el gobierno local de nuestro partido—, tenemos que reconocer que, por lo menos de momento, robarnos el voto a cara abierta es difícil.
Lo importante no es saber lo que es obvio: el PRI ganó y Peña Nieto ya parece el candidato indiscutible. En política sólo es verdad aquello que pasó hace 24 horas, porque al final no hay nada más humano que la política y todo el mundo que haya vivido más de dos minutos debe saber que hasta el último momento casi todo puede pasar.
Pero mientras se llega allí, es importante hacer el recuento de daños, de las víctimas directas e indirectas y de las colaterales. Hay un desprendimiento y deterioro de las instituciones que debe preocuparnos profundamente. Felipe Calderón no es el primer mandatario que se enfrenta a una Corte Suprema, ha habido otros que han tenido problemas con los jueces; pero lo que no se recuerda es un presidente que dé clases de criminología y que después de decir, nada más ni nada menos que en la inauguración del Consejo Nacional de Seguridad “con retorcido lenguaje, dan la libertad a delincuentes”, al día siguiente continúe con las lecciones en un laboratorio de criminología explicando que si existe la bala y la pistola, entonces lo lógico es que el dueño de la pistola sea el criminal.
Es demasiado. En política no sólo basta con la convicción, y en la justicia no debe bastar con la sospecha.
El Estado tiene límites y éstos son el equilibrio de los tres poderes —Ejecutivo, Legislativo y Judicial. No puede ser que el resultado de la frustración nacional sea siempre el de los demás, sobre todo cuando esos “demás” son pilares fundamentales de esta democracia enferma e insuficiente, que nos preocupa pero que sigue siendo el sistema menos malo de los conocidos para gobernarnos.
¿Y ahora qué? ¿Será que AMLO empezó el sexenio como perdedor —por la mínima, pero perdedor— diciendo “al diablo con las instituciones” y vamos a terminar lo que queda del mandato presidencial con la constatación de que uno lo declaró pero el que le ganó lo hace?
Es muy importante a partir de aquí saber que no puede ser que todo el mundo esté equivocado —en Michoacán, en Tijuana, en cualquier otro sitio—, sino que sencillamente una de dos: o los procesos se instruyen muy mal o sencillamente no había causa.
Esta reflexión de la guerra de las instituciones es lo que marcará este año. Me parece fundamental que todas las fuerzas políticas —PRI, PAN, PRD—, así como los líderes y el Presidente a la cabeza, hagan las cosas como se deben para no tener que volver a decir ante la devastación total: “haiga sido como haiga sido”.
Y el mañana llegó. A un año justo hasta la elección presidencial, todo lo bueno y lo malo de la democracia salió a la calle.
Quienes fueron a votar, y por seguir con la definición del sexenio “haiga sido como haiga sido”, establecieron un vencedor claro: el PRI encabezó las elecciones. Ganó contra todo pronóstico, a favor de las encuestas y en contra de un gobierno decidido a todo.
Al presidente Calderón nadie le puede negar su determinación en acertar o equivocarse hasta el final. Está tan seguro de su misión —la histórica, la humana y la sagrada— que jamás duda. Ya la historia lo juzgará, mientras tanto, parece haber olvidado que en 2009 en las elecciones intermedias se lanzó frontalmente también contra el PRI acusándoles de colaborar con el narco y haciendo el gambito de “conmigo o contra mí” con los criminales y perdió.
Ahora, después de algunas de las guerras más sucias y suicidas que se recuerdan en la historia política reciente, el PRI volvió a ganar. El pueblo nunca se equivoca —aunque se equivoque—, no lo hizo el día que eligió a Calderón por la mínima diferencia, ni se equivocó el domingo.
Naturalmente, con independencia de por quién haya votado usted o yo, los que votaron el otro día —si damos por bueno el IFE que nos ha dado este gobierno y le seguimos por simpatía o por malo y nos da el gobierno local de nuestro partido—, tenemos que reconocer que, por lo menos de momento, robarnos el voto a cara abierta es difícil.
Lo importante no es saber lo que es obvio: el PRI ganó y Peña Nieto ya parece el candidato indiscutible. En política sólo es verdad aquello que pasó hace 24 horas, porque al final no hay nada más humano que la política y todo el mundo que haya vivido más de dos minutos debe saber que hasta el último momento casi todo puede pasar.
Pero mientras se llega allí, es importante hacer el recuento de daños, de las víctimas directas e indirectas y de las colaterales. Hay un desprendimiento y deterioro de las instituciones que debe preocuparnos profundamente. Felipe Calderón no es el primer mandatario que se enfrenta a una Corte Suprema, ha habido otros que han tenido problemas con los jueces; pero lo que no se recuerda es un presidente que dé clases de criminología y que después de decir, nada más ni nada menos que en la inauguración del Consejo Nacional de Seguridad “con retorcido lenguaje, dan la libertad a delincuentes”, al día siguiente continúe con las lecciones en un laboratorio de criminología explicando que si existe la bala y la pistola, entonces lo lógico es que el dueño de la pistola sea el criminal.
Es demasiado. En política no sólo basta con la convicción, y en la justicia no debe bastar con la sospecha.
El Estado tiene límites y éstos son el equilibrio de los tres poderes —Ejecutivo, Legislativo y Judicial. No puede ser que el resultado de la frustración nacional sea siempre el de los demás, sobre todo cuando esos “demás” son pilares fundamentales de esta democracia enferma e insuficiente, que nos preocupa pero que sigue siendo el sistema menos malo de los conocidos para gobernarnos.
¿Y ahora qué? ¿Será que AMLO empezó el sexenio como perdedor —por la mínima, pero perdedor— diciendo “al diablo con las instituciones” y vamos a terminar lo que queda del mandato presidencial con la constatación de que uno lo declaró pero el que le ganó lo hace?
Es muy importante a partir de aquí saber que no puede ser que todo el mundo esté equivocado —en Michoacán, en Tijuana, en cualquier otro sitio—, sino que sencillamente una de dos: o los procesos se instruyen muy mal o sencillamente no había causa.
Esta reflexión de la guerra de las instituciones es lo que marcará este año. Me parece fundamental que todas las fuerzas políticas —PRI, PAN, PRD—, así como los líderes y el Presidente a la cabeza, hagan las cosas como se deben para no tener que volver a decir ante la devastación total: “haiga sido como haiga sido”.
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