Miguel Ángel Granados Chapa
El próximo martes se festeja una vez más el Día del Abogado, establecido hace más de medio siglo a iniciativa del licenciado Rolando Rueda de León, que recibió el auspicio del periódico Diario de México, de la familia Bracamontes, que en 1965 cerró sus operaciones y sólo pudo reanudarlas años después. Quizá movió el ánimo a los fundadores de esa celebración el combatir la imagen popular de los abogados como personas indignas de confianza, misma imagen generadora del refrán “entre abogados te veas” como un mal deseo.
Por supuesto, un juicio general sobre los practicantes de la abogacía es falso. Es imposible que a la totalidad se les apliquen juicios peyorativos o se les tenga como profesantes pulquérrimos del derecho, en cualquiera de sus expresiones. Lo mismo puede decirse de las apreciaciones genéricas sobre cualquier profesión.
Aunque los abogados son licenciados en derecho, como lo son los agentes del Ministerio Público, los actuarios judiciales, los defensores y asesores públicos, los secretarios, los jueces, magistrados y ministros, suele reservarse aquella denominación a los postulantes a título privado, quienes ofrecen su saber y experiencia a particulares que cubren honorarios por tal servicio: los hay a miríadas en todo el país, y cada nueva generación que egresa de las escuelas y facultades de derecho engrosa el muy concurrido mercado de trabajo en el que es extraordinariamente difícil permanecer y sobresalir. Por añadidura, algunos terrenos profesionales son competidos por personas carentes de la preparación académica exigida sobre todo en los tribunales civiles, mercantiles, penales, administrativos, de amparo, etcétera. En los ámbitos de la justicia laboral y agraria, la muy sana decisión del legislador de favorecer la práctica legal a los propios interesados suscita al mismo tiempo la presencia de gestores no acreditados, denominados popularmente “coyotes” que, lo digo obviamente sin generalizar, son proclives a abandonar los intereses de sus representados cuando no a traicionarlos. Constituyen con esa conducta uno de los factores de la corrupción judicial; pero este fenómeno está lejos de limitarse a esos terrenos, donde también es notoria la apostólica existencia de abogados de pobres.
Sería oportuno que los colegios de abogados en todo el país aprovecharan esta celebración, se sumen o no a ella, para reflexionar desde la perspectiva de sus afiliados, es decir, con ánimo autocrítico, acerca de juicios recientes y frecuentes sobre la conducta de los jueces en su relación con los abogados. El presidente Calderón dijo conocer casos específicos de juzgadores que reciben dinero de los defensores de narcotraficantes para dejarlos en libertad. Alguien se los da.
La reflexión que propongo podría partir de un caso específico, con nombres y apellidos, que acaso resume uno de los aspectos menos documentados de la corrupción judicial. Se trata de la suspensión por tiempo indefinido del juez IX de Distrito en Materia Administrativa con residencia en el Distrito Federal, Álvaro Tovilla León, y el proceso que se sigue a uno de sus secretarios, Esiquio Martínez Hernández. Sin que la acusación toque al juzgador, su subalterno fue hallado en posesión de 50 millones de pesos, remanente en el momento de su aprehensión, hace cinco semanas, de movimientos inusuales en cualquier cuenta bancaria, y con mayor razón en la de un miembro de segundo nivel de la administración de justicia. Por esa cuenta han pasado en cinco años recientes más de 430 millones de pesos. No pocos depositantes han contribuido a ese movimiento, que tiene en el otro extremo, el de quienes reciben transferencias de Martínez Hernández, a por lo menos un empleado del Consejo de la Judicatura
El Juzgado IX, encabezado hasta hace un mes por Tovilla León, es un juzgado de lujo. Los litigantes llevan allí asuntos delicados, que involucran millones de pesos. Supongo que lo hacen porque saben o suponen que pueden recibir un buen servicio, ya sea por una correcta aplicación de la ley o por lo contrario. Por una razón o por otra, abogados de despachos caros han hecho depósitos a un secretario por razones distantes de la probidad que debe esperarse de los abogados y de los asistentes de un juzgador que en este momento está sólo fuera de su oficina pero contra el cual no se han fincado responsabilidades.
A diferencia de otros casos, la averiguación previa que sirvió para encausar al secretario Martínez Hernández halló evidencia de quiénes hicieron depósitos a la insólita, multimillonaria cuenta de ese servidor público. No se les señala por nada ilegal, y acaso en la comparecencia a que fueron convocados dejaron en claro la razón de su trámite bancario, que por lo pronto tiene la cara de un soborno para lograr una decisión favorable o el pago agradecido de quien ya la obtuvo.
Entre la lista de esos abogados llaman la atención dos nombres, provenientes del expediente oficial y publicados por el diario Reforma el 1 de julio. Ni en esa publicación ni en esta se dice de ellos nada más que hicieron depósitos llamativos en la cuenta del secretario del noveno administrativo. Se trata de Manuel Corona Artigas, Santiago Francisco Rosario Torres, Gustavo Maldonado Santiago y Alberto Campbell Farell. Por lo menos los dos primeros son socios de despachos de gran renombre e influencia. Uno es Manuel Corona Artigas, graduado en Querétaro y doctorado en la universidad de Georgetown, de Washington, lo que lo puso en comunicación con empresas estadunidenses a las que lleva asuntos el despacho del que es uno de los socios principales, Cervantes Sainz, S.C. Según Gustavo Cantú, director de Nextel, empresa afectada por esa resolución, Corona Artigas es abogado de Iusacell que en el juzgado de Tovilla consiguió amparo contra la licitación 21, que había dado a Nextel-Televisa en condiciones suculentas un trozo no menos apetecible del espectro radioeléctrico.
El otro abogado en cuya presencia quiero detenerme es Santiago Francisco Rosario Torres, miembro del Bufete Becerra Pocoroba, S.C. Su socio director, Mario Alberto Becerra Pocoroba, anunció a fines de octubre de 2009 su retiro de ese despacho que fundó hacia 1983. La causa de su decisión consistió en que, habiendo sido elegido diputado de representación proporcional en la planilla del PAN, se le había hecho un mes atrás presidente de la Comisión de Hacienda de la Cámara de Diputados. A juicio de algunos legisladores que lo dijeron entre invectivas, ese cargo generaba un conflicto de intereses con su despacho particular, que dirigía en 2006, cuando su socio Rosario Torres hizo 12 depósitos en un solo día a la cuenta de Esiquio Martínez Hernández.
Becerra es un abogado típico de grandes negocios. Se graduó en la Escuela Libre de Derecho, a donde ingresó en 1973, a los 18 años de edad, pues nació el 10 de agosto de 1955, en algún lugar de Guerrero. Después de ser profesor de derecho fiscal en ese plantel durante muchos años, fue elegido rector de su alma máter, de 1998 a 2004. Desde estudiante se incorporó a despachos de alto relieve, como Basham Ringe and Correa, el de Ignacio Morales Lechuga y el de Francisco Plancarte García Naranjo. Luego se independizó y desde su especialidad asistió a otros abogados más conocidos, como Diego Fernández de Cevallos y Fauzi Hamdan.
Está temporalmente ausente de su bufete. No lo estaba cuando presumiblemente un abogado de ese despacho corrompió o fue víctima de corrupción. Debido a su posición pública ahora, tan eminente, Becerra debería mostrar el código ético de su espacio profesional, y suscitar una discusión sobre la conducta de los abogados que con tal de ganar causas difíciles no reparan en los medios. Podría partir del principio sentado por su correligionario Felipe Calderón, que habla mal de jueces corruptos, pero soslaya que la corrupción requiere la participación de dos partes, quienquiera que sea el que inicie la acción.
¡Feliz día del abogado!
El próximo martes se festeja una vez más el Día del Abogado, establecido hace más de medio siglo a iniciativa del licenciado Rolando Rueda de León, que recibió el auspicio del periódico Diario de México, de la familia Bracamontes, que en 1965 cerró sus operaciones y sólo pudo reanudarlas años después. Quizá movió el ánimo a los fundadores de esa celebración el combatir la imagen popular de los abogados como personas indignas de confianza, misma imagen generadora del refrán “entre abogados te veas” como un mal deseo.
Por supuesto, un juicio general sobre los practicantes de la abogacía es falso. Es imposible que a la totalidad se les apliquen juicios peyorativos o se les tenga como profesantes pulquérrimos del derecho, en cualquiera de sus expresiones. Lo mismo puede decirse de las apreciaciones genéricas sobre cualquier profesión.
Aunque los abogados son licenciados en derecho, como lo son los agentes del Ministerio Público, los actuarios judiciales, los defensores y asesores públicos, los secretarios, los jueces, magistrados y ministros, suele reservarse aquella denominación a los postulantes a título privado, quienes ofrecen su saber y experiencia a particulares que cubren honorarios por tal servicio: los hay a miríadas en todo el país, y cada nueva generación que egresa de las escuelas y facultades de derecho engrosa el muy concurrido mercado de trabajo en el que es extraordinariamente difícil permanecer y sobresalir. Por añadidura, algunos terrenos profesionales son competidos por personas carentes de la preparación académica exigida sobre todo en los tribunales civiles, mercantiles, penales, administrativos, de amparo, etcétera. En los ámbitos de la justicia laboral y agraria, la muy sana decisión del legislador de favorecer la práctica legal a los propios interesados suscita al mismo tiempo la presencia de gestores no acreditados, denominados popularmente “coyotes” que, lo digo obviamente sin generalizar, son proclives a abandonar los intereses de sus representados cuando no a traicionarlos. Constituyen con esa conducta uno de los factores de la corrupción judicial; pero este fenómeno está lejos de limitarse a esos terrenos, donde también es notoria la apostólica existencia de abogados de pobres.
Sería oportuno que los colegios de abogados en todo el país aprovecharan esta celebración, se sumen o no a ella, para reflexionar desde la perspectiva de sus afiliados, es decir, con ánimo autocrítico, acerca de juicios recientes y frecuentes sobre la conducta de los jueces en su relación con los abogados. El presidente Calderón dijo conocer casos específicos de juzgadores que reciben dinero de los defensores de narcotraficantes para dejarlos en libertad. Alguien se los da.
La reflexión que propongo podría partir de un caso específico, con nombres y apellidos, que acaso resume uno de los aspectos menos documentados de la corrupción judicial. Se trata de la suspensión por tiempo indefinido del juez IX de Distrito en Materia Administrativa con residencia en el Distrito Federal, Álvaro Tovilla León, y el proceso que se sigue a uno de sus secretarios, Esiquio Martínez Hernández. Sin que la acusación toque al juzgador, su subalterno fue hallado en posesión de 50 millones de pesos, remanente en el momento de su aprehensión, hace cinco semanas, de movimientos inusuales en cualquier cuenta bancaria, y con mayor razón en la de un miembro de segundo nivel de la administración de justicia. Por esa cuenta han pasado en cinco años recientes más de 430 millones de pesos. No pocos depositantes han contribuido a ese movimiento, que tiene en el otro extremo, el de quienes reciben transferencias de Martínez Hernández, a por lo menos un empleado del Consejo de la Judicatura
El Juzgado IX, encabezado hasta hace un mes por Tovilla León, es un juzgado de lujo. Los litigantes llevan allí asuntos delicados, que involucran millones de pesos. Supongo que lo hacen porque saben o suponen que pueden recibir un buen servicio, ya sea por una correcta aplicación de la ley o por lo contrario. Por una razón o por otra, abogados de despachos caros han hecho depósitos a un secretario por razones distantes de la probidad que debe esperarse de los abogados y de los asistentes de un juzgador que en este momento está sólo fuera de su oficina pero contra el cual no se han fincado responsabilidades.
A diferencia de otros casos, la averiguación previa que sirvió para encausar al secretario Martínez Hernández halló evidencia de quiénes hicieron depósitos a la insólita, multimillonaria cuenta de ese servidor público. No se les señala por nada ilegal, y acaso en la comparecencia a que fueron convocados dejaron en claro la razón de su trámite bancario, que por lo pronto tiene la cara de un soborno para lograr una decisión favorable o el pago agradecido de quien ya la obtuvo.
Entre la lista de esos abogados llaman la atención dos nombres, provenientes del expediente oficial y publicados por el diario Reforma el 1 de julio. Ni en esa publicación ni en esta se dice de ellos nada más que hicieron depósitos llamativos en la cuenta del secretario del noveno administrativo. Se trata de Manuel Corona Artigas, Santiago Francisco Rosario Torres, Gustavo Maldonado Santiago y Alberto Campbell Farell. Por lo menos los dos primeros son socios de despachos de gran renombre e influencia. Uno es Manuel Corona Artigas, graduado en Querétaro y doctorado en la universidad de Georgetown, de Washington, lo que lo puso en comunicación con empresas estadunidenses a las que lleva asuntos el despacho del que es uno de los socios principales, Cervantes Sainz, S.C. Según Gustavo Cantú, director de Nextel, empresa afectada por esa resolución, Corona Artigas es abogado de Iusacell que en el juzgado de Tovilla consiguió amparo contra la licitación 21, que había dado a Nextel-Televisa en condiciones suculentas un trozo no menos apetecible del espectro radioeléctrico.
El otro abogado en cuya presencia quiero detenerme es Santiago Francisco Rosario Torres, miembro del Bufete Becerra Pocoroba, S.C. Su socio director, Mario Alberto Becerra Pocoroba, anunció a fines de octubre de 2009 su retiro de ese despacho que fundó hacia 1983. La causa de su decisión consistió en que, habiendo sido elegido diputado de representación proporcional en la planilla del PAN, se le había hecho un mes atrás presidente de la Comisión de Hacienda de la Cámara de Diputados. A juicio de algunos legisladores que lo dijeron entre invectivas, ese cargo generaba un conflicto de intereses con su despacho particular, que dirigía en 2006, cuando su socio Rosario Torres hizo 12 depósitos en un solo día a la cuenta de Esiquio Martínez Hernández.
Becerra es un abogado típico de grandes negocios. Se graduó en la Escuela Libre de Derecho, a donde ingresó en 1973, a los 18 años de edad, pues nació el 10 de agosto de 1955, en algún lugar de Guerrero. Después de ser profesor de derecho fiscal en ese plantel durante muchos años, fue elegido rector de su alma máter, de 1998 a 2004. Desde estudiante se incorporó a despachos de alto relieve, como Basham Ringe and Correa, el de Ignacio Morales Lechuga y el de Francisco Plancarte García Naranjo. Luego se independizó y desde su especialidad asistió a otros abogados más conocidos, como Diego Fernández de Cevallos y Fauzi Hamdan.
Está temporalmente ausente de su bufete. No lo estaba cuando presumiblemente un abogado de ese despacho corrompió o fue víctima de corrupción. Debido a su posición pública ahora, tan eminente, Becerra debería mostrar el código ético de su espacio profesional, y suscitar una discusión sobre la conducta de los abogados que con tal de ganar causas difíciles no reparan en los medios. Podría partir del principio sentado por su correligionario Felipe Calderón, que habla mal de jueces corruptos, pero soslaya que la corrupción requiere la participación de dos partes, quienquiera que sea el que inicie la acción.
¡Feliz día del abogado!
Comentarios