Disfunción pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Hace medio siglo, cuando el Senado de la República era una casa de reposo de políticos en retiro, Vicente Lombardo Toledano se preguntaba qué hacer con esa cámara: ¿La cerramos, la vendemos, la rifamos? Una interrogación semejante cabría hacer respecto de la Secretaría de la Función Pública (SFP), con el agravante de que cuando se pretendió poner fin a sus días, los legisladores rehusaron hacerlo. Y allí está, viendo pasar el tiempo. Sólo eso.

El miércoles pasado la Comisión permanente del Congreso de la Unión demandó de la PGR y de la SFP lo que ahora vemos como misión imposible en relación con las cuentas del ISSSTE, el órgano de pensiones y seguridad social del extenso personal burocrático federal. El Poder Legislativo pidió a esas dependencias del Ejecutivo que “instrumenten de inmediato las acciones necesarias a fin de salvaguardar los recursos públicos que fueron destinados a dicho organismo descentralizado y se lleven a cabo las investigaciones correspondientes para deslindar y sancionar las responsabilidades administrativas y penales a que haya lugar”.

Se ignora si la Sfp acusó recibo del pedido del Congreso, que generalmente son inocuos (llamadas a misa, se les considera, porque las atiende quien quiere) y si respondió, no sabemos en qué términos. Pero ayer, como de paso, el titular de esa secretaría, Salvador Vega Casillas, arrojó un balde de agua fría sobre las pretensiones de información de los legisladores. Dijo que no practica auditorías y análisis a pedido, y menos aun sobre la gestión de nadie en particular. Mañana sabremos si lo mismo respondió a la Permanente. El resultado neto es que Miguel Ángel Yunes y Jesús Villalobos, a quienes Elba Esther Gordillo tiene en la mira por presuntos malos manejos en esa institución, pueden ya respirar tranquilos si es que el resuello se les había alterado. Nadie indagará entre los pliegues de la administración y las finanzas del ISSSTE, y por lo tanto a nadie se fincarán responsabilidades.

La Sfp suele generar así el punto anticlimático de situaciones que escandalizan a la opinión pública. Ése ha sido el triste destino de sus tareas. Si bien desde el virreinato la corona instauró un mecanismo de visitas a los administradores locales para medir su probidad, la tendencia patrimonialista de los gobernantes mexicanos no ha podido ser jamás contenida. En los primeros tiempos de “la revolución hecha gobierno” se creó una Contraloría General de la República, de corta vida, y luego la peregrina misión de que desde el Ejecutivo se vigile al Ejecutivo fue arrinconada en covachas de segundo orden. No iba mejor a la función fiscalizadora confiada por la Constitución al Congreso. Intentaba ejercerla desde la modesta Contaduría Mayor de Hacienda que no era, como su nombre daba a entender, una oficina del ministerio de finanzas. Durante décadas se llegó al colmo de que el contador formalmente dependiente del legislativo era en los hechos una persona que gozaba de la confianza presidencial.

Como expresión burocrática de su proclama sobre la renovación moral de la sociedad, Miguel de la Madrid creó la Secretaría de la Contraloría General de la Federación. Llamada después Secretaría de la Contraloría y Desarrollo Administrativo, hoy es la inocua SFP, que incumple sistemáticamente sus funciones. Después de la alternancia, el presidente Fox designó titular a una importante figura dentro de su partido, Francisco Barrio, que contaba con prestancia política propia. Pero lo reemplazó quien había estado siempre a su vera, Eduardo Romero, que sin proyección propia contaba al menos con el empaque jurídico que debería servir en su tarea. A su turno, Calderón nombró a su amigo y paisano Germán Martínez quien se retiró sin dejar huella a administrar el PAN. Legó el cargo a otro michoacano, carente como él de experiencia administrativa y ayuno por lo tanto de las capacidades para fiscalizar el desempeño público de las dependencias del Ejecutivo.

Vega Casillas está contagiado de la negligencia de su jefe y paisano Felipe Calderón. Así como él demora en publicar decretos sobre reformas cuya aprobación urgió al Legislativo, o deja sin titular la Subsecretaría de Comunicaciones de la SCT durante más de un año, así también Vega Casillas es tardo en la designación de sus colaboradores en puestos clave.

El 30 de mayo pasado, por ejemplo el diputado verde Pablo Escudero denunció una situación que no generó escándalo ni preocupación pese a su trascendencia. En 30 dependencias gubernamentales, incluidas cuatro secretarías de Estado, no hay contralor interno, o para decirlo con la formalidad del caso, titular del órgano interno de fiscalización. Se trata de las delegaciones de la SFP en las oficinas dependientes del Ejecutivo. Falta ese funcionario, y por lo tanto es de suponerse disminuidas de calidad y autoridad las acciones de vigilancia en las secretarías de Hacienda, de Salud, de Gobernación y de Economía. Y no los hay tampoco en organismos de tal relevancia como la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, el Servicio de Administración y Enajenación (el colosal depósito de los bienes que llegan al Ejecutivo por aseguramientos o decomisos), la Financiera Rural, Caminos y Puentes Federales de Ingresos, Aeropuertos y Servicios Auxiliares. Si de suyo la fiscalización practicada desde dentro padece ineficacia porque el controlado y el contralor tienen el mismo jefe, la gravedad de ese defecto se abulta por abulias como la de Vega Casillas. Así, nadie sacará en claro lo que pasa en el ISSSTE.

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