Miguel Ángel Granados Chapa
Cada vez con mayor frecuencia los gobiernos municipales encaran la oposición de sectores de la población a obras que las autoridades juzgan indispensables. Hasta hace no mucho tiempo el autoritarismo imperante permitía la adopción de decisiones unilaterales que la sociedad no tenía más que acatar. Eso no es posible en épocas en que la participación ciudadana se abre paso aunque sea en ámbitos restringidos y respecto de situaciones específicas. Ciertamente es difícil satisfacer a todos los ciudadanos, pues lo que para una porción de la sociedad puede ser una obra necesaria, otra la impugna por considerarla innecesaria o perjudicial.
No se trata de un problema insoluble. El mejor modo de emprender un proyecto de obra pública es sometiéndolo a consulta en que participen las personas o grupos directamente afectados y el público en general. Es preciso, además, que los gobiernos municipales expliquen los fundamentos técnicos y financieros de sus proyectos, y los contrasten con el punto de vista enterado de los especialistas respectivos. No proceder de esa manera tensa la relación entre gobernantes y gobernados y lastra la generación de condiciones adecuadas para la convivencia.
En la ciudad de México se han planteado varios conflictos de esta índole. El más notorio de todos es la Supervía poniente, un proyecto severamente cuestionado social, técnica y financieramente, que se ha complicado por la renuencia de las autoridades a cumplir las formalidades de ley y, posteriormente, a aceptar una recomendación de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. Actualmente, la obra está suspendida en los tramos en que deben respetarse normas federales que no fueron atendidas de manera pertinente por la empresa que al obtener la ventajosa concesión ha reemplazado al Gobierno capitalino, al mismo tiempo que cuenta con él. Un aspecto adyacente en este conflicto ha sido la eventual represión de manifestantes a manos de la fuerza pública.
Mucho peor es la situación que hace ya semana y media priva en Mérida a causa de la oposición de grupos ciudadanos a un paso a desnivel subterráneo en un punto de confluencia de tránsito rodado que genera estrangulamientos, característicos de las ciudades que rinden culto al automóvil. El gobierno priísta de la capital yucateca emprendió esa obra, tenida como innecesaria por sus objetores, sin someter su proyecto a la atención y consulta públicas.
El 4 de julio varios centenares de personas opuestas a la realización de tal obra estorbaron el movimiento de la maquinaria pesada que allí se emplea. Es una conocida y muy difundida práctica de resistencia civil ante la cerrazón de una autoridad. La manifestación ciudadana fue súbitamente agredida por golpeadores que acudieron al lugar mediante una convocatoria expresa cuyo origen no se ha establecido pero que muy probablemente se halla en el gobierno municipal. Por lo pronto, uno de los dirigentes del grupo agresor, empleado del rastro meridano, fue despedido de su trabajo para facilitar, según se dijo, la averiguación sobre los hechos. Es la primera admisión de que el ataque, en el que resultaron muchas personas lesionadas, algunas de ellas de consideración, no fue espontáneo sino que obedeció a intereses identificables.
Por añadidura, la policía estatal se abstuvo de impedir la agresión contra los manifestantes. La gobernadora Ivonne Ortega ha explicado que a su juicio era más conveniente la omisión policiaca, pues de lo contrario se hubieran desprendido daños superiores a los que se produjeron. Pero la explicación no satisface a los agredidos ni a una gran parte de la sociedad meridana.
El hecho en sí mismo, y la contumacia del ayuntamiento encabezado por la arquitecta Angélica Araujo, que persiste en construir el paso deprimido se han sumado a las tensiones que surcan a Yucatán y a su capital. Desde que el PRI recuperó el gobierno estatal que Acción Nacional ejerció durante seis años, y sobre todo a partir de que la administración municipal volvió a manos priístas después de varios trienios, se vive un clima de desazón que no se concentra sólo en los partidos involucrados, sino que se extienda al resto de la sociedad.
El ataque del cuatro de julio es visto y examinado desde miradores que lo caracterizan de modos radicalmente opuestos. Los gobiernos estatal y municipal, y los grupos sociales que los acompañan insisten en responsabilizar de los hechos al PAN y a agrupaciones cercanas a ese partido, mientras que del otro lado se aduce que el autoritarismo que la entidad y la capital han padecido por décadas es la causa del actual estado de ánimo.
Las organizaciones empresariales se han manifestado en contra de la obra y, por consecuencia y con mayor énfasis, indignadas por la represión practicada por grupos de golpeadores. No se trató de un acto de autoridad en que se apela al uso legítimo de la fuerza pública, sino que fueron organizados y dejados sueltos grupos de golpeadores. Es grave la agresión en sí misma, pero quizá lo es más la decisión que revela haber acudido a halcones que pueden aparecer en cualquier otro momento, con grave quebranto de la democracia y la legalidad.
En el Distrito Federal el Gobierno agranda o simula apoyos civiles a favor de sus decisiones. En Mérida se llega al extremo de practicar la violencia en apariencia espontánea pero claramente originada en fuentes gubernamentales. Ése es un modo típico de actuación fascista. Es preciso salir al paso de esa fractura del orden legal.
Cada vez con mayor frecuencia los gobiernos municipales encaran la oposición de sectores de la población a obras que las autoridades juzgan indispensables. Hasta hace no mucho tiempo el autoritarismo imperante permitía la adopción de decisiones unilaterales que la sociedad no tenía más que acatar. Eso no es posible en épocas en que la participación ciudadana se abre paso aunque sea en ámbitos restringidos y respecto de situaciones específicas. Ciertamente es difícil satisfacer a todos los ciudadanos, pues lo que para una porción de la sociedad puede ser una obra necesaria, otra la impugna por considerarla innecesaria o perjudicial.
No se trata de un problema insoluble. El mejor modo de emprender un proyecto de obra pública es sometiéndolo a consulta en que participen las personas o grupos directamente afectados y el público en general. Es preciso, además, que los gobiernos municipales expliquen los fundamentos técnicos y financieros de sus proyectos, y los contrasten con el punto de vista enterado de los especialistas respectivos. No proceder de esa manera tensa la relación entre gobernantes y gobernados y lastra la generación de condiciones adecuadas para la convivencia.
En la ciudad de México se han planteado varios conflictos de esta índole. El más notorio de todos es la Supervía poniente, un proyecto severamente cuestionado social, técnica y financieramente, que se ha complicado por la renuencia de las autoridades a cumplir las formalidades de ley y, posteriormente, a aceptar una recomendación de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. Actualmente, la obra está suspendida en los tramos en que deben respetarse normas federales que no fueron atendidas de manera pertinente por la empresa que al obtener la ventajosa concesión ha reemplazado al Gobierno capitalino, al mismo tiempo que cuenta con él. Un aspecto adyacente en este conflicto ha sido la eventual represión de manifestantes a manos de la fuerza pública.
Mucho peor es la situación que hace ya semana y media priva en Mérida a causa de la oposición de grupos ciudadanos a un paso a desnivel subterráneo en un punto de confluencia de tránsito rodado que genera estrangulamientos, característicos de las ciudades que rinden culto al automóvil. El gobierno priísta de la capital yucateca emprendió esa obra, tenida como innecesaria por sus objetores, sin someter su proyecto a la atención y consulta públicas.
El 4 de julio varios centenares de personas opuestas a la realización de tal obra estorbaron el movimiento de la maquinaria pesada que allí se emplea. Es una conocida y muy difundida práctica de resistencia civil ante la cerrazón de una autoridad. La manifestación ciudadana fue súbitamente agredida por golpeadores que acudieron al lugar mediante una convocatoria expresa cuyo origen no se ha establecido pero que muy probablemente se halla en el gobierno municipal. Por lo pronto, uno de los dirigentes del grupo agresor, empleado del rastro meridano, fue despedido de su trabajo para facilitar, según se dijo, la averiguación sobre los hechos. Es la primera admisión de que el ataque, en el que resultaron muchas personas lesionadas, algunas de ellas de consideración, no fue espontáneo sino que obedeció a intereses identificables.
Por añadidura, la policía estatal se abstuvo de impedir la agresión contra los manifestantes. La gobernadora Ivonne Ortega ha explicado que a su juicio era más conveniente la omisión policiaca, pues de lo contrario se hubieran desprendido daños superiores a los que se produjeron. Pero la explicación no satisface a los agredidos ni a una gran parte de la sociedad meridana.
El hecho en sí mismo, y la contumacia del ayuntamiento encabezado por la arquitecta Angélica Araujo, que persiste en construir el paso deprimido se han sumado a las tensiones que surcan a Yucatán y a su capital. Desde que el PRI recuperó el gobierno estatal que Acción Nacional ejerció durante seis años, y sobre todo a partir de que la administración municipal volvió a manos priístas después de varios trienios, se vive un clima de desazón que no se concentra sólo en los partidos involucrados, sino que se extienda al resto de la sociedad.
El ataque del cuatro de julio es visto y examinado desde miradores que lo caracterizan de modos radicalmente opuestos. Los gobiernos estatal y municipal, y los grupos sociales que los acompañan insisten en responsabilizar de los hechos al PAN y a agrupaciones cercanas a ese partido, mientras que del otro lado se aduce que el autoritarismo que la entidad y la capital han padecido por décadas es la causa del actual estado de ánimo.
Las organizaciones empresariales se han manifestado en contra de la obra y, por consecuencia y con mayor énfasis, indignadas por la represión practicada por grupos de golpeadores. No se trató de un acto de autoridad en que se apela al uso legítimo de la fuerza pública, sino que fueron organizados y dejados sueltos grupos de golpeadores. Es grave la agresión en sí misma, pero quizá lo es más la decisión que revela haber acudido a halcones que pueden aparecer en cualquier otro momento, con grave quebranto de la democracia y la legalidad.
En el Distrito Federal el Gobierno agranda o simula apoyos civiles a favor de sus decisiones. En Mérida se llega al extremo de practicar la violencia en apariencia espontánea pero claramente originada en fuentes gubernamentales. Ése es un modo típico de actuación fascista. Es preciso salir al paso de esa fractura del orden legal.
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