Ricardo Raphael
Los comicios de ayer prueban que el Partido Revolucionario Institucional está dispuesto a hacer cualquier cosa por recuperar el poder. Poco importa si esta fuerza política se renovó durante la última década, si pesan acusaciones de corrupción sobre sus gobiernos, o la viabilidad de sus propuestas de campaña. Un mensaje principal han colocado los priístas por encima de todo lo anterior: son los únicos capaces de producir victoria.
El PRI no escatimó en costos cuando se trató de pagar brigadas que hicieran proselitismo, calle por calle, desde hace ya más de un año en el Estado de México. A golpe de inauguraciones de obra pública se convenció a los electores de que en ese partido trabajan mucho. Se repartieron también, sin recato, despensas y apoyos económicos en las zonas rurales y las colonias más pobres, sobre todo para que los líderes de esas comunidades no se atrevieran jugar en favor de los adversarios.
Ganaron también la mayoría de los espectaculares, las paredes, los puentes, los árboles y los cristales de los automóviles. La imagen tricolor estuvo en todas partes. En propaganda y clientelismo, los priístas se han hecho más eficaces. Pertenecen al viejo PRI, en la medida en que conservan muchas prácticas de antes. Sin embargo, también son el nuevo PRI porque —en condiciones de libre competencia electoral— se han revelado insuperables.
Avanzan donde las circunstancias les son adversas y arrasan donde les son más cómodas. Ayer brindaron sólo una probada de su nueva constitución física. De cuatro estados con elecciones, el carro se lo llevaron prácticamente completo.
El recado es nítido: los priístas han dejado atrás el ánimo derrotado. Una narrativa que, vale hacer notar, no tiene desperdicio cuando se vive en una época social tan deprimida. Hoy es oro molido.
Si la vida se pone difícil, el espíritu humano crece en su hambre por acariciar historias de éxito. Es el instinto natural del sobreviviente. Los buenos logros, propios o ajenos, terminan siendo más importantes que la identidad, las creencias o la coherencia ideológica.
La reflexión puede ser poco sofisticada pero es poderosamente movilizadora: ¡si a mi me va a ir como al PRI le va de bien, mejor por este partido voto!
Del otro lado del paisaje político la oferta contrasta. Tanto el Partido de la Revolución Democrática como Acción Nacional parecieran tener adicción hacia el fracaso. Ahí de todo se hace y se dice para salir perdedor.
Los hay quienes siguen creyendo que la supuesta pureza de sus intensiones es aceptada sin crítica por los electores. En tal caso la vanidad se nota más que la moral incorrupta. Porque así actúan, la fallida alianza PAN-PRD en el Estado de México fue responsabilidad de Andrés Manuel López Obrador y de Alejandro Encinas.
Ayer el candidato del sol azteca se llevó sólo una cuarta parte de la votación en la entidad más poblada del país. No obtuvo más voluntades que Yeidckol Polevnsky en la jornada de hace seis años. La candidatura de Encinas —como tanto le gustaba a la izquierda mexicana en otros tiempos— fue practicamente testimonial. Si al resultado logrado por el PRD en el Estado de México se suma lo sucedido en Coahuila, Nayarit e Hidalgo, el balance es rudísimo: la izquierda no posee vocación para ganar.
Por razones distintas, en el caso del Partido Acción Nacional el talante se parece. Diez años en el ejercicio del poder nacional han aparentemente agotado las fuerzas dentro de tal instituto político. Fue evidente en la reciente campaña. Luis Felipe Bravo Mena no pudo encender pasiones en el Estado de México, ni sus correligionarios lo hicieron en los demás comicios en disputa.
Nada de nuevo hubo desde la oferta panista. Se escucharon, eso sí, discursos muy éticos que después de una década ya han gastado su lustre. No es la primera, ni la segunda, ni la séptima vez que el electorado les atiende. Una superioridad espiritual que, por cierto, no ha sido demostrada en el tiempo. El ánimo de sufrido mártir de la democracia con el que quiso Bravo Mena conquistar en las plazas, no contagió porque el hartazgo es mucho entre los ciudadanos después de haber sacrificado tanto.
Acaso no sea el PRI la mejor opción para México, pero ayer ese partido demostró que es el único referente político que quiere gobernar al país y para ello trae ánimos de victoria. Sus adversarios panistas y perredistas pueden todavía sacar provecho del episodio. Estos comicios no son destino manifiesto.
¿Seguirán PAN y PRD teniendo tanto miedo al éxito como parecen no tenerlo hacia el fracaso? México quiere que le cuenten una historia más inspiradora en las campañas políticas. Para las elecciones presidenciales del año próximo, ¿conservará el PRI el monopolio de tal inspiración?
Los comicios de ayer prueban que el Partido Revolucionario Institucional está dispuesto a hacer cualquier cosa por recuperar el poder. Poco importa si esta fuerza política se renovó durante la última década, si pesan acusaciones de corrupción sobre sus gobiernos, o la viabilidad de sus propuestas de campaña. Un mensaje principal han colocado los priístas por encima de todo lo anterior: son los únicos capaces de producir victoria.
El PRI no escatimó en costos cuando se trató de pagar brigadas que hicieran proselitismo, calle por calle, desde hace ya más de un año en el Estado de México. A golpe de inauguraciones de obra pública se convenció a los electores de que en ese partido trabajan mucho. Se repartieron también, sin recato, despensas y apoyos económicos en las zonas rurales y las colonias más pobres, sobre todo para que los líderes de esas comunidades no se atrevieran jugar en favor de los adversarios.
Ganaron también la mayoría de los espectaculares, las paredes, los puentes, los árboles y los cristales de los automóviles. La imagen tricolor estuvo en todas partes. En propaganda y clientelismo, los priístas se han hecho más eficaces. Pertenecen al viejo PRI, en la medida en que conservan muchas prácticas de antes. Sin embargo, también son el nuevo PRI porque —en condiciones de libre competencia electoral— se han revelado insuperables.
Avanzan donde las circunstancias les son adversas y arrasan donde les son más cómodas. Ayer brindaron sólo una probada de su nueva constitución física. De cuatro estados con elecciones, el carro se lo llevaron prácticamente completo.
El recado es nítido: los priístas han dejado atrás el ánimo derrotado. Una narrativa que, vale hacer notar, no tiene desperdicio cuando se vive en una época social tan deprimida. Hoy es oro molido.
Si la vida se pone difícil, el espíritu humano crece en su hambre por acariciar historias de éxito. Es el instinto natural del sobreviviente. Los buenos logros, propios o ajenos, terminan siendo más importantes que la identidad, las creencias o la coherencia ideológica.
La reflexión puede ser poco sofisticada pero es poderosamente movilizadora: ¡si a mi me va a ir como al PRI le va de bien, mejor por este partido voto!
Del otro lado del paisaje político la oferta contrasta. Tanto el Partido de la Revolución Democrática como Acción Nacional parecieran tener adicción hacia el fracaso. Ahí de todo se hace y se dice para salir perdedor.
Los hay quienes siguen creyendo que la supuesta pureza de sus intensiones es aceptada sin crítica por los electores. En tal caso la vanidad se nota más que la moral incorrupta. Porque así actúan, la fallida alianza PAN-PRD en el Estado de México fue responsabilidad de Andrés Manuel López Obrador y de Alejandro Encinas.
Ayer el candidato del sol azteca se llevó sólo una cuarta parte de la votación en la entidad más poblada del país. No obtuvo más voluntades que Yeidckol Polevnsky en la jornada de hace seis años. La candidatura de Encinas —como tanto le gustaba a la izquierda mexicana en otros tiempos— fue practicamente testimonial. Si al resultado logrado por el PRD en el Estado de México se suma lo sucedido en Coahuila, Nayarit e Hidalgo, el balance es rudísimo: la izquierda no posee vocación para ganar.
Por razones distintas, en el caso del Partido Acción Nacional el talante se parece. Diez años en el ejercicio del poder nacional han aparentemente agotado las fuerzas dentro de tal instituto político. Fue evidente en la reciente campaña. Luis Felipe Bravo Mena no pudo encender pasiones en el Estado de México, ni sus correligionarios lo hicieron en los demás comicios en disputa.
Nada de nuevo hubo desde la oferta panista. Se escucharon, eso sí, discursos muy éticos que después de una década ya han gastado su lustre. No es la primera, ni la segunda, ni la séptima vez que el electorado les atiende. Una superioridad espiritual que, por cierto, no ha sido demostrada en el tiempo. El ánimo de sufrido mártir de la democracia con el que quiso Bravo Mena conquistar en las plazas, no contagió porque el hartazgo es mucho entre los ciudadanos después de haber sacrificado tanto.
Acaso no sea el PRI la mejor opción para México, pero ayer ese partido demostró que es el único referente político que quiere gobernar al país y para ello trae ánimos de victoria. Sus adversarios panistas y perredistas pueden todavía sacar provecho del episodio. Estos comicios no son destino manifiesto.
¿Seguirán PAN y PRD teniendo tanto miedo al éxito como parecen no tenerlo hacia el fracaso? México quiere que le cuenten una historia más inspiradora en las campañas políticas. Para las elecciones presidenciales del año próximo, ¿conservará el PRI el monopolio de tal inspiración?
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