Carlos Fazio
El movimiento desencadenado por Javier Sicilia ha colocado la guerra de Felipe Calderón en el debate estratégico de México. Sin entramparnos en las contradicciones ideológicas y de liderazgo propias de un proceso surgido a partir del dolor de las víctimas, ni entrar a analizar la metodología, la disputa por los símbolos, la demagogia oficial y la manipulación mediática, o la gravedad de la sordera, la ceguera y los golpes de mano autoritarios de Calderón en el encuentro de Chapultepec, cabe destacar la visibilidad alcanzada por algunos aspectos claves de la guerra negados por la retórica gubernamental, que aluden a la militarización, paramilitarización y mercenarización del país y a sus consecuencias más palpables: la irrupción de una violencia caótica y la reaparición de la tortura sistemática, la desaparición forzada de personas y las ejecuciones sumarias extrajudiciales, practicadas por o al amparo de los organismos de seguridad del Estado.
A partir de los testimonios recogidos por la Caravana del Consuelo, refrendados en el alcázar de Chapultepec, las demandas del movimiento: alto a la guerra y desmilitarización gradual de la sociedad mexicana, vienen a desmitificar y exhibir la reduccionista y perversa lógica oficial que remite la violencia en México a un pleito entre pandillas o cárteles rivales bajo la presión del Estado bueno.
Los cárteles de la economía criminal existen y practican una violencia reguladora que utiliza a los organismos coercitivos del Estado para garantizar los mercados y las rutas de la ilegalidad. Al amparo de la desregulación neoliberal de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari, los cárteles criminales capturaron el Estado. Más allá de la teoría sobre las ligas sexenales entre un cártel y la Presidencia de la República (el del Chapo Guzmán sería el cártel de los dos gobiernos de Acción Nacional), la estrategia de Calderón forma parte de un engranaje que intenta invisibilizar a un Estado cleptocrático como mecanismo único de la corrupción entre la economía y la política. La violencia reguladora es ejercida a partir de las conexiones oligopólicas y monopólicas con el clientelismo político, cuyo resultado es un neopatrimonialismo oligárquico como forma histórica del poder invisible de las sociedades contemporáneas.
Los casos Raúl Salinas de Gortari, Diego Fernández de Cevallos y Jorge Hank Rhon exhiben las tensiones continuas en las cúpulas colusivas, entre clanes partidarios y empresariales mafiosos. De allí que reducir la responsabilidad en el uso de la violencia a la abstracción crimen organizado, como reiteran el renegado Joaquín Villalobos y el inspector Alejandro Poiré, sea un despropósito con fines diversionistas.
Con su fría racionalidad, la comprensión de las causas de la violencia empresarial, política y criminal se dificulta por un manejo mediático encubridor que hace ver la violencia tradicional como una patología o una suerte de salvajismo cultural, que soslaya o censura la lógica de un sistema de dominación basado en una economía capitalista con base criminal, que tiene como antecedente la normalidad salvaje de la Europa y los Estados Unidos del siglo XX, generadora del fascismo, el nazismo y las guerras neocoloniales de Vietnam a Libia.
Desde el fin de la contradicción Este-Oeste (capitalismo-comunismo), las guerras ya no tienen límites temporales ni espaciales (son infinitas, diría George W. Bush), y por sus asimetrías se parecen a las de la Edad Media. La violencia estatal difumina los límites entre lo externo y lo interno, adoptando la forma de expediciones policiaco-militares justicieras, que violan alegremente el derecho internacional y practican el crimen de guerra. Y que, como la guerra de Calderón, están fuera de la ley.
Desde un principio, el objetivo de la cruzada de Caderón se ahogó en la vaguedad de mentiras manipuladoras destinadas a confundir a una opinión pública intimada a ser servil o infiel: los buenos y los malos mexicanos de la maniquea jerga presidencial. Como acto regulador, la técnica de gestión permanente de la matanza selectiva o masiva, ejecutada en caliente por tropas de élite del Ejército y la Marina o paramilitares, fue decidida fríamente. El liderazgo imperial trasnacional –Estados Unidos como regulador del desorden– exige la persistencia de una violencia caótica que hoy, en México, está en todas partes.
Como ocurre con el terrorismo, que no es un enemigo sino tan sólo una forma de violencia política, la supresión militar de los cárteles de la economía criminal no es un objetivo político clausewitziano que pueda terminar con una victoria y una paz. Aún más cuando, en medio de una situación de ilegalidad, desorden, anarquía y caos, las acciones de tipo contrainsurgente del México actual están ligadas al terrorismo de Estado y a violaciones flagrantes de derechos humanos.
Los testimonios de familiares de víctimas del horror han develado que con mucha frecuencia la violación y la violencia criminales fueron perpetradas por comandos de militares y paramilitares asesinos, servidores de una lógica financiera desarraigada o mafiosa. De allí los imperativos de verdad y justicia. Pero si no se atacan las causas y bases patrimoniales de la criminalidad, ese ciclo se refuerza. Con el agregado de que tropas de élite estadunidenses realizan actividades encubiertas desestabilizadoras en el territorio nacional, para profundizar el caos.
Imbuido de una visión extremadamente conductista, neodarwinista y autista, Felipe Calderón, como instrumento del imperio y del moderno neopatrimonialismo invisible extralegal mexicano, persistirá en su estrategia de guerra policial-militar punitiva. Ergo, en la generalización del horror represivo, a semejanza de un caos medieval con cadáveres descuartizados, degollados y torturados, trivializados en los medios. De allí que el alto a la guerra, el no más muertes y la desmilitarización gradual del país sean la prioridad de la hora.
El movimiento desencadenado por Javier Sicilia ha colocado la guerra de Felipe Calderón en el debate estratégico de México. Sin entramparnos en las contradicciones ideológicas y de liderazgo propias de un proceso surgido a partir del dolor de las víctimas, ni entrar a analizar la metodología, la disputa por los símbolos, la demagogia oficial y la manipulación mediática, o la gravedad de la sordera, la ceguera y los golpes de mano autoritarios de Calderón en el encuentro de Chapultepec, cabe destacar la visibilidad alcanzada por algunos aspectos claves de la guerra negados por la retórica gubernamental, que aluden a la militarización, paramilitarización y mercenarización del país y a sus consecuencias más palpables: la irrupción de una violencia caótica y la reaparición de la tortura sistemática, la desaparición forzada de personas y las ejecuciones sumarias extrajudiciales, practicadas por o al amparo de los organismos de seguridad del Estado.
A partir de los testimonios recogidos por la Caravana del Consuelo, refrendados en el alcázar de Chapultepec, las demandas del movimiento: alto a la guerra y desmilitarización gradual de la sociedad mexicana, vienen a desmitificar y exhibir la reduccionista y perversa lógica oficial que remite la violencia en México a un pleito entre pandillas o cárteles rivales bajo la presión del Estado bueno.
Los cárteles de la economía criminal existen y practican una violencia reguladora que utiliza a los organismos coercitivos del Estado para garantizar los mercados y las rutas de la ilegalidad. Al amparo de la desregulación neoliberal de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari, los cárteles criminales capturaron el Estado. Más allá de la teoría sobre las ligas sexenales entre un cártel y la Presidencia de la República (el del Chapo Guzmán sería el cártel de los dos gobiernos de Acción Nacional), la estrategia de Calderón forma parte de un engranaje que intenta invisibilizar a un Estado cleptocrático como mecanismo único de la corrupción entre la economía y la política. La violencia reguladora es ejercida a partir de las conexiones oligopólicas y monopólicas con el clientelismo político, cuyo resultado es un neopatrimonialismo oligárquico como forma histórica del poder invisible de las sociedades contemporáneas.
Los casos Raúl Salinas de Gortari, Diego Fernández de Cevallos y Jorge Hank Rhon exhiben las tensiones continuas en las cúpulas colusivas, entre clanes partidarios y empresariales mafiosos. De allí que reducir la responsabilidad en el uso de la violencia a la abstracción crimen organizado, como reiteran el renegado Joaquín Villalobos y el inspector Alejandro Poiré, sea un despropósito con fines diversionistas.
Con su fría racionalidad, la comprensión de las causas de la violencia empresarial, política y criminal se dificulta por un manejo mediático encubridor que hace ver la violencia tradicional como una patología o una suerte de salvajismo cultural, que soslaya o censura la lógica de un sistema de dominación basado en una economía capitalista con base criminal, que tiene como antecedente la normalidad salvaje de la Europa y los Estados Unidos del siglo XX, generadora del fascismo, el nazismo y las guerras neocoloniales de Vietnam a Libia.
Desde el fin de la contradicción Este-Oeste (capitalismo-comunismo), las guerras ya no tienen límites temporales ni espaciales (son infinitas, diría George W. Bush), y por sus asimetrías se parecen a las de la Edad Media. La violencia estatal difumina los límites entre lo externo y lo interno, adoptando la forma de expediciones policiaco-militares justicieras, que violan alegremente el derecho internacional y practican el crimen de guerra. Y que, como la guerra de Calderón, están fuera de la ley.
Desde un principio, el objetivo de la cruzada de Caderón se ahogó en la vaguedad de mentiras manipuladoras destinadas a confundir a una opinión pública intimada a ser servil o infiel: los buenos y los malos mexicanos de la maniquea jerga presidencial. Como acto regulador, la técnica de gestión permanente de la matanza selectiva o masiva, ejecutada en caliente por tropas de élite del Ejército y la Marina o paramilitares, fue decidida fríamente. El liderazgo imperial trasnacional –Estados Unidos como regulador del desorden– exige la persistencia de una violencia caótica que hoy, en México, está en todas partes.
Como ocurre con el terrorismo, que no es un enemigo sino tan sólo una forma de violencia política, la supresión militar de los cárteles de la economía criminal no es un objetivo político clausewitziano que pueda terminar con una victoria y una paz. Aún más cuando, en medio de una situación de ilegalidad, desorden, anarquía y caos, las acciones de tipo contrainsurgente del México actual están ligadas al terrorismo de Estado y a violaciones flagrantes de derechos humanos.
Los testimonios de familiares de víctimas del horror han develado que con mucha frecuencia la violación y la violencia criminales fueron perpetradas por comandos de militares y paramilitares asesinos, servidores de una lógica financiera desarraigada o mafiosa. De allí los imperativos de verdad y justicia. Pero si no se atacan las causas y bases patrimoniales de la criminalidad, ese ciclo se refuerza. Con el agregado de que tropas de élite estadunidenses realizan actividades encubiertas desestabilizadoras en el territorio nacional, para profundizar el caos.
Imbuido de una visión extremadamente conductista, neodarwinista y autista, Felipe Calderón, como instrumento del imperio y del moderno neopatrimonialismo invisible extralegal mexicano, persistirá en su estrategia de guerra policial-militar punitiva. Ergo, en la generalización del horror represivo, a semejanza de un caos medieval con cadáveres descuartizados, degollados y torturados, trivializados en los medios. De allí que el alto a la guerra, el no más muertes y la desmilitarización gradual del país sean la prioridad de la hora.
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