José Gil Olmos
En el mundo de Felipe Calderón hay una lógica de poder que, en la medida de los resultados y de frente ante la realidad, es todo lo contrario. Algo así como Alicia en el país de las maravillas.
A lo largo de su gobierno hay señales que marcan este estilo de pensar y de gobernar. Por ejemplo, ahora que se alza como un presidente demócrata, contrario a las viejas formas del presidencialismo priista, que es capaz de abrir las puertas del poder para que entre la sociedad civil a dialogar en la misma mesa, se olvida que su primer pacto político lo hizo con Elba Esther Gordillo, quien le alzó la mano ungiéndolo como el triunfador en el 2006, a pesar de que el Instituto Federal Electoral (IFE) aún no daba los resultados finales de los comicios.
Otro ejemplo igualmente memorable es la declaración de guerra que Calderón hizo al narcotráfico y que ahora niega rotundamente, a pesar de que en varios medios salieron a relucir sus propias palabras aludiendo a esta afirmación que hoy ha corregido, al señalar que se trata de una lucha contra la inseguridad.
Pero quizá lo más reciente sea el diálogo que tuvo en el Castillo de Chapultepec con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que encabeza el poeta Javier Sicilia.
Al concluir ese encuentro, Calderón ha querido capitalizarlo a través de entrevistas y en varios eventos como el mejor momento de su gobierno, sin ver que fue lo contrario: el momento en que la sociedad civil, las víctimas de su guerra absurda, hicieron el reclamo más fuerte de seguridad y justicia, que son las principales deficiencias de su gobierno.
En su mundo, Calderón vio el encuentro de Chapultepec como una oportunidad de lucimiento y no como el diálogo al que está obligado con un sector de la sociedad lastimado por su empecinamiento.
Es decir, en su mundo, Calderón tomó el reclamo de las víctimas para que cambie su política militar y policiaca de combate al crimen organizado, como una oportunidad para ratificar su voluntad de seguir el mismo camino de la guerra con miles de muertes civiles a las que ha llamado “daños colaterales”.
Desde su lógica de poder, tomó el encuentro con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad como un gesto bondadoso de su parte, como una buena acción de samaritano, como una señal de buena fe ante quienes no están de acuerdo con él.
Así, de la tragedia relatada en la misma mesa que compartió con mujeres y hombres dolidos por la muerte de uno de los suyos, vio la oportunidad de salir airoso como el presidente de la democracia y que, a diferencia de los mandatarios autoritarios del Partido Revolucionario Institucional (PRI), él si es capaz de sentarse a escuchar a sus adversarios, aunque sin tomar en cuenta lo que éstos propusieron.
Desde los jardines de Los Pinos, Felipe Calderón mira al país con un talante distinto. Por ejemplo, de las historias de terror, abandono e impunidad que fueron expuestas en Chapultepec, al día siguiente dijo que se había tratado de un diálogo “franco, emotivo y muy difícil”, sin darle el sentido real al reclamo que le plantaron en la cara, entre ellos y uno de los más fuertes, el que hizo Julián Le Barón, quien pidió en vano que modificara la estrategia anticrimen para no pasar a la historia como “el presidente de los 40 mil muertos”.
Desde su burbuja, Calderón tomó con aires de héroe la tarea histórica de ser el responsable de estas miles de muertes, como lo hiciera Gustavo Díaz Ordaz en 1968, cuando, al dejar la Presidencia, asumió la responsabilidad por la matanza de Tlatelolco. Sólo la muerte lo salvó de ser llevado a juicio por tribunales internacionales.
Desde su posición, Calderón mira todo a su conveniencia y cuando explica la evolución del poder de los narcotraficantes mexicanos, cobrando impuestos, dominando territorio, imponiendo su ley frente a las autoridades, lo que describe sin darse cuenta es el fracaso del Estado ante el crimen organizado.
Pero quizá lo más grave es que, queriendo pasar como demócrata, se cierra ante la demanda ciudadana de cambiar su estrategia militar y policial de combate al crimen organizado, y sostiene que, “hasta con piedras”, enfrentaría a los malos, echando mano de la violencia en lugar de la inteligencia.
En el mundo de Felipe Calderón hay una lógica de poder que, en la medida de los resultados y de frente ante la realidad, es todo lo contrario. Algo así como Alicia en el país de las maravillas.
A lo largo de su gobierno hay señales que marcan este estilo de pensar y de gobernar. Por ejemplo, ahora que se alza como un presidente demócrata, contrario a las viejas formas del presidencialismo priista, que es capaz de abrir las puertas del poder para que entre la sociedad civil a dialogar en la misma mesa, se olvida que su primer pacto político lo hizo con Elba Esther Gordillo, quien le alzó la mano ungiéndolo como el triunfador en el 2006, a pesar de que el Instituto Federal Electoral (IFE) aún no daba los resultados finales de los comicios.
Otro ejemplo igualmente memorable es la declaración de guerra que Calderón hizo al narcotráfico y que ahora niega rotundamente, a pesar de que en varios medios salieron a relucir sus propias palabras aludiendo a esta afirmación que hoy ha corregido, al señalar que se trata de una lucha contra la inseguridad.
Pero quizá lo más reciente sea el diálogo que tuvo en el Castillo de Chapultepec con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que encabeza el poeta Javier Sicilia.
Al concluir ese encuentro, Calderón ha querido capitalizarlo a través de entrevistas y en varios eventos como el mejor momento de su gobierno, sin ver que fue lo contrario: el momento en que la sociedad civil, las víctimas de su guerra absurda, hicieron el reclamo más fuerte de seguridad y justicia, que son las principales deficiencias de su gobierno.
En su mundo, Calderón vio el encuentro de Chapultepec como una oportunidad de lucimiento y no como el diálogo al que está obligado con un sector de la sociedad lastimado por su empecinamiento.
Es decir, en su mundo, Calderón tomó el reclamo de las víctimas para que cambie su política militar y policiaca de combate al crimen organizado, como una oportunidad para ratificar su voluntad de seguir el mismo camino de la guerra con miles de muertes civiles a las que ha llamado “daños colaterales”.
Desde su lógica de poder, tomó el encuentro con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad como un gesto bondadoso de su parte, como una buena acción de samaritano, como una señal de buena fe ante quienes no están de acuerdo con él.
Así, de la tragedia relatada en la misma mesa que compartió con mujeres y hombres dolidos por la muerte de uno de los suyos, vio la oportunidad de salir airoso como el presidente de la democracia y que, a diferencia de los mandatarios autoritarios del Partido Revolucionario Institucional (PRI), él si es capaz de sentarse a escuchar a sus adversarios, aunque sin tomar en cuenta lo que éstos propusieron.
Desde los jardines de Los Pinos, Felipe Calderón mira al país con un talante distinto. Por ejemplo, de las historias de terror, abandono e impunidad que fueron expuestas en Chapultepec, al día siguiente dijo que se había tratado de un diálogo “franco, emotivo y muy difícil”, sin darle el sentido real al reclamo que le plantaron en la cara, entre ellos y uno de los más fuertes, el que hizo Julián Le Barón, quien pidió en vano que modificara la estrategia anticrimen para no pasar a la historia como “el presidente de los 40 mil muertos”.
Desde su burbuja, Calderón tomó con aires de héroe la tarea histórica de ser el responsable de estas miles de muertes, como lo hiciera Gustavo Díaz Ordaz en 1968, cuando, al dejar la Presidencia, asumió la responsabilidad por la matanza de Tlatelolco. Sólo la muerte lo salvó de ser llevado a juicio por tribunales internacionales.
Desde su posición, Calderón mira todo a su conveniencia y cuando explica la evolución del poder de los narcotraficantes mexicanos, cobrando impuestos, dominando territorio, imponiendo su ley frente a las autoridades, lo que describe sin darse cuenta es el fracaso del Estado ante el crimen organizado.
Pero quizá lo más grave es que, queriendo pasar como demócrata, se cierra ante la demanda ciudadana de cambiar su estrategia militar y policial de combate al crimen organizado, y sostiene que, “hasta con piedras”, enfrentaría a los malos, echando mano de la violencia en lugar de la inteligencia.
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