Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
El dolor se manifiesta de mil y una maneras, al igual de como lo hace el consuelo, la expresión solidaria, al apoyo -oficial, por proceder del gobierno, y humano porque quien lo patentiza, incluso por encargo u obligación, lo hace con sincera pulcritud, sin alardes políticos- buscado por los dolientes, en la intención de saberse amado o, al menos, necesario; o con el propósito de sacar raja, sujeto su comportamiento al proverbio: de lo perdido, lo que aparezca, de tal manera que convierten una muerte en instrumento de negociación, incluso si se trata de la de un hijo.
Siempre llama la atención el estilo con el que los poderosos -políticos, o verdaderos dueños de ese poder fáctico- manifiestan su adhesión o se conduelen. He sido testigo de casos dramáticos, en los que los hombres de poder sólo manifiestan esa fuerza que los distingue y hace superiores, según ellos.
Todavía tengo presentes los ojos de serpiente de Luis Echeverría Álvarez al momento de recorrer el lugar donde estaban desperdigados los despojos de los periodistas, lo que sobró de ellos cuando el avionazo de Poza Rica; la actitud de quien determina cómo y cuándo han de hacerse las cosas para beneficiarse del dolor ajeno, allá en ese hangar donde se ordenaban los catafalcos que él escoltaría al Distrito Federal, con el propósito de entregar los restos a los dolientes y, obviamente, tomarse la foto.
La otra escena ocurrió en la capilla ardiente de Gayoso, donde le señora Dolores Ávalos, viuda de Manuel Buendía, impávida, seca de tanto llorar en muy poco tiempo, recibe al presidente Miguel de la Madrid Hurtado, distante, ajeno, con toda seguridad empeñado en resolver esa contradicción interna que acompaña a quien ha de condolerse de una tragedia ocurrida bajo su guardia, en contra del sentido común, pero que en un momento adquirió la dimensión de crimen de Estado, del que Manuel Bartlett Díaz no puede sustraerse, por acción u omisión, ya que fue jefe directo, directísimo de quien instrumentó la “operación noticia”.
Lo anterior viene a cuento porque la semana anterior me topé con varias imágenes de la secretaria de Defensa de España, Carme Chacón, a quien de alguna manera le seguí la pista porque sorprendió al mundo cuando embarazada asistió, también en Afganistán, a representar a su gobierno, pero sobre todo a solidarizarse con los sobrevivientes del destacamento español que en ese país lucha contra los talibanes, el terrorismo, y del que algunos de sus integrantes habían fallecido, en el mal llamado cumplimiento del deber.
Carme Chacón, entonces como hace unos días, era una figura noble, una madre que acude a dar consuelo a sus hijos, a los sobrevivientes de un grupo de soldados españoles muertos en patria ajena por estúpidos compromisos políticos, adquiridos por gobernantes enfermos, mentalmente enfermos, como lo fue José María Aznar. Las imágenes transmiten la sensación de que quienes reciben el duelo quieren ser abrazados por la ministra, porque saben, están conscientes de que ella está con ellos, fue hasta allá para acompañarlos y ser como ellos.
¿Cuántas mujeres en la historia política contemporánea, inspiran esa seguridad, ese consuelo, esa necesidad de sentirse abrazado por ellas? Encontrar respuesta para casos mexicanos se dificulta, porque acá, de tratarse de una mujer, sólo aceptarían el abrazo, el consuelo de la Guadalupana. No olvidemos que es un país de machos, que los abrazos entre hombres, con las fuertes palmadas en la espalda, adquieren significados específicos.
Se dificulta también porque no imagino a Miguel Ángel Yunes Linares siendo confortado por Elba Esther Gordillo, ni puedo concebir en el caletre a la maestra dando el pésame a los deudos de Misael Núñez Acosta.
¿Creerían, los lectores, que Jorge Volpi gustaría de ser abrazo por Patricia Espinosa Cantellano? ¿Estarían, los deudos de policías ministeriales muertos en el cumplimiento del deber, dispuestos a dejarse abrazar por Marisela Morales, Patricia Bugarín, o Gabriela Cuevas? Tengo la impresión, la personalísima impresión de que se forzaría la situación para la foto, pero los deudos de ninguna manera se sentirían confortados, como parecieron estarlo los abrazados por Carme Chacón.
Supongo que los brasileños, muchos, si no es que todos, experimentarían alivio al ser confortados por Dilma Rousseff; seguramente los mineros chilenos rescatados, hubiesen estado de plácemes al abrazar a Michelle Bachelet. Indira Gandhi no habría podido romper con el obligado impedimento de dejarse tocar por las castas inferiores, como seguramente ocurre con la monarquía inglesa y los plebeyos, pero supongo que Golda Meir habrá sido espléndida madre, abuela y figura de consuelo entre los israelitas.
Inmerso en estas reflexiones, a las que se suman las de las imágenes de los deudos de los 40 mil muertos -desconocidos, mientras no se hagan públicas las actas ministeriales y las averiguaciones previas de esos decesos-, cuando el Demonio de Sócrates que me acosa con sus cuestionamientos, me pide evocar una reflexión de Simone Weil: Si es cierto que un mismo sufrimiento es bastante más difícil de soportar por una causa elevada que por una baja (la gente que permanecía de pie, inmóvil, de una a ocho de la madrugada, por obtener un huevo, muy difícilmente lo hubiera hecho para salvar una vida humana), tal vez una virtud baja está, en determinados aspectos, más a prueba de dificultades, tentaciones o desgracias, que una virtud elevada. Soldados de Napoleón. Ahí está el uso de la crueldad para mantener o elevar la moral de los soldados. No olvidarlo para el desfallecimiento.
Se trata de un caso especial de la ley que coloca generalmente a la fuerza junto a la bajeza. La gravedad es su símbolo.
Por lo pronto, sólo la imagen de la Virgen de Guadalupe, que es una idea, una fe, y la de Carme Chacón, que es una permanencia finita, pueden luchar contra la crueldad de este arrasamiento económico, que acaba con todo.
El dolor se manifiesta de mil y una maneras, al igual de como lo hace el consuelo, la expresión solidaria, al apoyo -oficial, por proceder del gobierno, y humano porque quien lo patentiza, incluso por encargo u obligación, lo hace con sincera pulcritud, sin alardes políticos- buscado por los dolientes, en la intención de saberse amado o, al menos, necesario; o con el propósito de sacar raja, sujeto su comportamiento al proverbio: de lo perdido, lo que aparezca, de tal manera que convierten una muerte en instrumento de negociación, incluso si se trata de la de un hijo.
Siempre llama la atención el estilo con el que los poderosos -políticos, o verdaderos dueños de ese poder fáctico- manifiestan su adhesión o se conduelen. He sido testigo de casos dramáticos, en los que los hombres de poder sólo manifiestan esa fuerza que los distingue y hace superiores, según ellos.
Todavía tengo presentes los ojos de serpiente de Luis Echeverría Álvarez al momento de recorrer el lugar donde estaban desperdigados los despojos de los periodistas, lo que sobró de ellos cuando el avionazo de Poza Rica; la actitud de quien determina cómo y cuándo han de hacerse las cosas para beneficiarse del dolor ajeno, allá en ese hangar donde se ordenaban los catafalcos que él escoltaría al Distrito Federal, con el propósito de entregar los restos a los dolientes y, obviamente, tomarse la foto.
La otra escena ocurrió en la capilla ardiente de Gayoso, donde le señora Dolores Ávalos, viuda de Manuel Buendía, impávida, seca de tanto llorar en muy poco tiempo, recibe al presidente Miguel de la Madrid Hurtado, distante, ajeno, con toda seguridad empeñado en resolver esa contradicción interna que acompaña a quien ha de condolerse de una tragedia ocurrida bajo su guardia, en contra del sentido común, pero que en un momento adquirió la dimensión de crimen de Estado, del que Manuel Bartlett Díaz no puede sustraerse, por acción u omisión, ya que fue jefe directo, directísimo de quien instrumentó la “operación noticia”.
Lo anterior viene a cuento porque la semana anterior me topé con varias imágenes de la secretaria de Defensa de España, Carme Chacón, a quien de alguna manera le seguí la pista porque sorprendió al mundo cuando embarazada asistió, también en Afganistán, a representar a su gobierno, pero sobre todo a solidarizarse con los sobrevivientes del destacamento español que en ese país lucha contra los talibanes, el terrorismo, y del que algunos de sus integrantes habían fallecido, en el mal llamado cumplimiento del deber.
Carme Chacón, entonces como hace unos días, era una figura noble, una madre que acude a dar consuelo a sus hijos, a los sobrevivientes de un grupo de soldados españoles muertos en patria ajena por estúpidos compromisos políticos, adquiridos por gobernantes enfermos, mentalmente enfermos, como lo fue José María Aznar. Las imágenes transmiten la sensación de que quienes reciben el duelo quieren ser abrazados por la ministra, porque saben, están conscientes de que ella está con ellos, fue hasta allá para acompañarlos y ser como ellos.
¿Cuántas mujeres en la historia política contemporánea, inspiran esa seguridad, ese consuelo, esa necesidad de sentirse abrazado por ellas? Encontrar respuesta para casos mexicanos se dificulta, porque acá, de tratarse de una mujer, sólo aceptarían el abrazo, el consuelo de la Guadalupana. No olvidemos que es un país de machos, que los abrazos entre hombres, con las fuertes palmadas en la espalda, adquieren significados específicos.
Se dificulta también porque no imagino a Miguel Ángel Yunes Linares siendo confortado por Elba Esther Gordillo, ni puedo concebir en el caletre a la maestra dando el pésame a los deudos de Misael Núñez Acosta.
¿Creerían, los lectores, que Jorge Volpi gustaría de ser abrazo por Patricia Espinosa Cantellano? ¿Estarían, los deudos de policías ministeriales muertos en el cumplimiento del deber, dispuestos a dejarse abrazar por Marisela Morales, Patricia Bugarín, o Gabriela Cuevas? Tengo la impresión, la personalísima impresión de que se forzaría la situación para la foto, pero los deudos de ninguna manera se sentirían confortados, como parecieron estarlo los abrazados por Carme Chacón.
Supongo que los brasileños, muchos, si no es que todos, experimentarían alivio al ser confortados por Dilma Rousseff; seguramente los mineros chilenos rescatados, hubiesen estado de plácemes al abrazar a Michelle Bachelet. Indira Gandhi no habría podido romper con el obligado impedimento de dejarse tocar por las castas inferiores, como seguramente ocurre con la monarquía inglesa y los plebeyos, pero supongo que Golda Meir habrá sido espléndida madre, abuela y figura de consuelo entre los israelitas.
Inmerso en estas reflexiones, a las que se suman las de las imágenes de los deudos de los 40 mil muertos -desconocidos, mientras no se hagan públicas las actas ministeriales y las averiguaciones previas de esos decesos-, cuando el Demonio de Sócrates que me acosa con sus cuestionamientos, me pide evocar una reflexión de Simone Weil: Si es cierto que un mismo sufrimiento es bastante más difícil de soportar por una causa elevada que por una baja (la gente que permanecía de pie, inmóvil, de una a ocho de la madrugada, por obtener un huevo, muy difícilmente lo hubiera hecho para salvar una vida humana), tal vez una virtud baja está, en determinados aspectos, más a prueba de dificultades, tentaciones o desgracias, que una virtud elevada. Soldados de Napoleón. Ahí está el uso de la crueldad para mantener o elevar la moral de los soldados. No olvidarlo para el desfallecimiento.
Se trata de un caso especial de la ley que coloca generalmente a la fuerza junto a la bajeza. La gravedad es su símbolo.
Por lo pronto, sólo la imagen de la Virgen de Guadalupe, que es una idea, una fe, y la de Carme Chacón, que es una permanencia finita, pueden luchar contra la crueldad de este arrasamiento económico, que acaba con todo.
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