Carlos Ramírez / Indicador Político
Ante la decisión del crimen organizado de explotar al máximo a su favor los procesos judiciales en su contra, el sistema de impartición de justicia llegó ya a un dilema casi existencial: Otorgarle más peso al delito o a la presentación de cargos.
En su explicación de los problemas legales para castigar a la delincuencia, el presidente Calderón utilizó, en el diálogo en el Castillo de Chapultepec el pasado jueves 23 de junio, el caso Hank Rhon para plantear el conflicto: El delito de acopio de armas sí existió, pero la juez le otorgó más peso al proceso de arresto y el empresario priísta no sólo sigue libre, sino que se prepara a ser candidato del PRI al gobierno de Baja California.
Se trataría de la ejemplificación contemporánea de un principio jurídico elaborado, dicen, en tiempos de Benito Juárez: “A los amigos, justicia y gracia; a los enemigos, la ley a secas”. Por alguna razón el sistema de impartición de justicia en casos de delincuencia organizada aplica la justicia y la gracia exigiendo que los operativos de seguridad cumplan escrupulosamente con la ley.
Si se aplicara estrictamente la ley en todos los casos vinculados a miembros del crimen organizado, sin duda que todos los detenidos deberían seguir libres, y más cuando el sistema penal es humanista y presupone las bondades de la reinserción.
Por lo pronto, algunos detenidos han sido liberados precisamente por la preeminencia del cumplimiento estricto del procedimiento penal, sin matizarlo con el tamaño del delito. Un juez liberó recientemente a detenidos en un operativo militar cuando detectó que la declaración primera de los soldados que realizaron la captura difería de una segunda declaración; y no fueron diferencias sustanciales, sino de matiz, pero fue suficiente para desechar el arresto. Basta un detalle para desmoronar casos, a pesar de la probatoria del grado de criminalidad de algunos detenidos.
El razonamiento del caso Hank Rhon le pasó el balón de la inseguridad al Poder Judicial. La respuesta llegó casi de inmediato con un boletín de prensa de la Suprema Corte de Justicia al aceptar un “acercamiento” con las organizaciones del movimiento por la paz. Pero en ese mismo boletín, la Corte reafirmó su compromiso con la “justicia imparcial”.
El problema de fondo se percibe en la existencia de dos dimensiones: La del procesamiento del delito y la de la calificación del delito y la sentencia. En el viejo régimen priísta el sistema de justicia dependía de los intereses del gobierno en turno. Ahora la impartición de justicia tiene que lidiar con un manual añejo, enmohecido y disfuncional de los procedimientos penales y la existencia de delitos de alta calificación del crimen organizado.
El caso Hank Rhon llevó el conflicto a su límite: La flagrancia del delito fue avalada por un juez y por tanto el operativo se validó legalmente, pero vino una jueza a determinar que el operativo había sido ilegal y que por tanto el delito quedaba impune. Lo dijo, sorprendido, el presidente Calderón: ¿Qué hacemos con las armas encontradas en la casa del empresario priísta? Hank Rhon salió libre. En el actual sistema, la dimensión del delito no se toma como elemento para la decisión judicial.
El diálogo en el Castillo de Chapultepec mostró otros pendientes en materia de seguridad: La pasividad de los gobernadores ante la realidad de que el 90% de los delitos del crimen organizado es de fuero común, la incapacidad de los presidentes municipales para enfrentar el problema de sus policías al servicio del narco.
El actual sistema de justicia penal parte de la definición humanística de la justicia, es decir, de la concepción de los delitos como errores humanos. Sin embargo, la delincuencia organizada funciona en otra dimensión: La de la impunidad del crimen, la de la delincuencia como una forma de vida asumida conscientemente, la del uso de la violencia criminal sin límites contra la sociedad y sus instituciones. Pero la estructura de procesos penales, aún con las reformas, ha dejado vigente el modelo humanista de rehabilitación, aunque la parte de las prisiones se haya abandonado absolutamente para convertirlas en verdaderas escuelas del delito.
La justicia imparcial y ciega no existe. Al final, las decisiones forman parte de procesos de decisión que atienden a los procesos establecidos. La gran reforma judicial debe de tener, por tanto, dos dimensiones: La del ministerio público para obligar a una mejor integración de las averiguaciones previas y la de los jueces para evitar que se olvide la dimensión del delito y se califiquen las acusaciones sólo por el expediente de la averiguación previa porque al final los jueces se parecen más a Pilatos que a un representante de la sociedad en la aplicación de castigos contra los delincuentes.
Al final, no se hace justicia liberando a un delincuente. La justicia es la reparación del daño, no la aplicación escrupulosa de la ley.
La criminalidad sofisticada, impune, sin límites y con expresiones en casos concretos --como el pozolero que disolvía a sus víctimas en ácido o los asesinos que enterraban a decenas de sus víctimas en fosas comunes-- ha sabido capitalizar a su favor el sistema penal de beneficios al delincuente. Hasta hace poco se logró, por ejemplo, que los abogados dejaran de ser correos de narcos o que los locutorios en las prisiones se convirtieran prácticamente en oficinas para despachar asuntos criminales.
Por tanto, la caravana por la paz y las exigencias de justicia en los casos derivados de la estrategia de combate a la inseguridad deberían abrir las ventanillas de la Corte, los juzgados, los gobiernos estatales, las administraciones municipales y la CNDH para ampliar la observación a estas instancias que se han hecho las distraídas ante la crisis del sistema de justicia.
Ante la decisión del crimen organizado de explotar al máximo a su favor los procesos judiciales en su contra, el sistema de impartición de justicia llegó ya a un dilema casi existencial: Otorgarle más peso al delito o a la presentación de cargos.
En su explicación de los problemas legales para castigar a la delincuencia, el presidente Calderón utilizó, en el diálogo en el Castillo de Chapultepec el pasado jueves 23 de junio, el caso Hank Rhon para plantear el conflicto: El delito de acopio de armas sí existió, pero la juez le otorgó más peso al proceso de arresto y el empresario priísta no sólo sigue libre, sino que se prepara a ser candidato del PRI al gobierno de Baja California.
Se trataría de la ejemplificación contemporánea de un principio jurídico elaborado, dicen, en tiempos de Benito Juárez: “A los amigos, justicia y gracia; a los enemigos, la ley a secas”. Por alguna razón el sistema de impartición de justicia en casos de delincuencia organizada aplica la justicia y la gracia exigiendo que los operativos de seguridad cumplan escrupulosamente con la ley.
Si se aplicara estrictamente la ley en todos los casos vinculados a miembros del crimen organizado, sin duda que todos los detenidos deberían seguir libres, y más cuando el sistema penal es humanista y presupone las bondades de la reinserción.
Por lo pronto, algunos detenidos han sido liberados precisamente por la preeminencia del cumplimiento estricto del procedimiento penal, sin matizarlo con el tamaño del delito. Un juez liberó recientemente a detenidos en un operativo militar cuando detectó que la declaración primera de los soldados que realizaron la captura difería de una segunda declaración; y no fueron diferencias sustanciales, sino de matiz, pero fue suficiente para desechar el arresto. Basta un detalle para desmoronar casos, a pesar de la probatoria del grado de criminalidad de algunos detenidos.
El razonamiento del caso Hank Rhon le pasó el balón de la inseguridad al Poder Judicial. La respuesta llegó casi de inmediato con un boletín de prensa de la Suprema Corte de Justicia al aceptar un “acercamiento” con las organizaciones del movimiento por la paz. Pero en ese mismo boletín, la Corte reafirmó su compromiso con la “justicia imparcial”.
El problema de fondo se percibe en la existencia de dos dimensiones: La del procesamiento del delito y la de la calificación del delito y la sentencia. En el viejo régimen priísta el sistema de justicia dependía de los intereses del gobierno en turno. Ahora la impartición de justicia tiene que lidiar con un manual añejo, enmohecido y disfuncional de los procedimientos penales y la existencia de delitos de alta calificación del crimen organizado.
El caso Hank Rhon llevó el conflicto a su límite: La flagrancia del delito fue avalada por un juez y por tanto el operativo se validó legalmente, pero vino una jueza a determinar que el operativo había sido ilegal y que por tanto el delito quedaba impune. Lo dijo, sorprendido, el presidente Calderón: ¿Qué hacemos con las armas encontradas en la casa del empresario priísta? Hank Rhon salió libre. En el actual sistema, la dimensión del delito no se toma como elemento para la decisión judicial.
El diálogo en el Castillo de Chapultepec mostró otros pendientes en materia de seguridad: La pasividad de los gobernadores ante la realidad de que el 90% de los delitos del crimen organizado es de fuero común, la incapacidad de los presidentes municipales para enfrentar el problema de sus policías al servicio del narco.
El actual sistema de justicia penal parte de la definición humanística de la justicia, es decir, de la concepción de los delitos como errores humanos. Sin embargo, la delincuencia organizada funciona en otra dimensión: La de la impunidad del crimen, la de la delincuencia como una forma de vida asumida conscientemente, la del uso de la violencia criminal sin límites contra la sociedad y sus instituciones. Pero la estructura de procesos penales, aún con las reformas, ha dejado vigente el modelo humanista de rehabilitación, aunque la parte de las prisiones se haya abandonado absolutamente para convertirlas en verdaderas escuelas del delito.
La justicia imparcial y ciega no existe. Al final, las decisiones forman parte de procesos de decisión que atienden a los procesos establecidos. La gran reforma judicial debe de tener, por tanto, dos dimensiones: La del ministerio público para obligar a una mejor integración de las averiguaciones previas y la de los jueces para evitar que se olvide la dimensión del delito y se califiquen las acusaciones sólo por el expediente de la averiguación previa porque al final los jueces se parecen más a Pilatos que a un representante de la sociedad en la aplicación de castigos contra los delincuentes.
Al final, no se hace justicia liberando a un delincuente. La justicia es la reparación del daño, no la aplicación escrupulosa de la ley.
La criminalidad sofisticada, impune, sin límites y con expresiones en casos concretos --como el pozolero que disolvía a sus víctimas en ácido o los asesinos que enterraban a decenas de sus víctimas en fosas comunes-- ha sabido capitalizar a su favor el sistema penal de beneficios al delincuente. Hasta hace poco se logró, por ejemplo, que los abogados dejaran de ser correos de narcos o que los locutorios en las prisiones se convirtieran prácticamente en oficinas para despachar asuntos criminales.
Por tanto, la caravana por la paz y las exigencias de justicia en los casos derivados de la estrategia de combate a la inseguridad deberían abrir las ventanillas de la Corte, los juzgados, los gobiernos estatales, las administraciones municipales y la CNDH para ampliar la observación a estas instancias que se han hecho las distraídas ante la crisis del sistema de justicia.
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