Pablo González Casanova

Miguel Ángel Granados Chapa

El consejo universitario de la UNAM otorgó el doctorado honoris causa al doctor Pablo González Casanova. Si algún defecto tiene la distinción es su tardanza. Es verdad que la institución le confirió simultáneamente, en un acto singular, el emeritazgo como profesor y como investigador, en 1984. Pero el que ahora reciba, cuando se cierren los festejos por el centenario de la UNAM la mayor distinción que ésta puede acordar, corona una vida entera dedicada a la enseñanza, la investigación, la administración universitaria y, por encima de todo, a la reflexión crítica.

Don Pablo cumplió 89 años el 11 de febrero pasado. Nació en Toluca, hijo de Pablo González Casanova, un lingüista sobresaliente, de la generación de quienes, amén de rendir homenaje a las culturas prehispánicas, ponderaron el valor de los pueblos indígenas del presente, su habla y su cultura.

Formado como historiador en la UNAM, la Escuela Nacional de Antropología e Historia y el Colegio de México, González Casanova se convirtió a la sociología durante sus estudios de doctorado en la Universidad de París, donde al mediar el siglo pasado, vivió una época pródiga en el debate intelectual, cuya animación ha sido un rasgo eminente de su labor académica y política.

Director de la Escuela nacional de ciencias políticas y sociales en 1957, un lustro después de fundada esa institución, la renovó por entero. Los ocho años en que la dirigió don Pablo fueron definitorios del rumbo que cursaría ese plantel. Promovió un plan de estudios en que a partir de un tronco común de dos años, basado en las teorías económica, política y social (y su respectivo desenvolvimiento histórico) los estudiantes cursaban sus especialidades:
Ciencias políticas y administración pública, diplomacia (más tarde relaciones internacionales), periodismo y sociología. Impulsó a no pocos profesores a prepararse en el extranjero y los incorporó a la planta docente de la escuela, como había hecho con quienes se formaron fuera de México antes de que él dirigiera la facultad. Contribuyó centralmente a instaurar un clima de discusión racional que propició el respeto a las diversas posiciones, en años en que debido entre otras causas a la Revolución Cubana, la vida pública y la académica tendieron a la polarización. Sus inmediatos sucesores, Enrique González Pedrero y Víctor Flores Olea consolidaron las iniciativas que don Pablo desplegó.

Profesor él mismo, sus cursos de sociología de México culminaron al publicar, apenas concluida su gestión como director, La democracia en México, obra señera si las hay, que marca el nacimiento de la sociología política mexicana.
Fue el primer estudio sistemático sobre la estructura del poder, basado en la investigación empírica y animado por una teoría crítica. En él figuran aportaciones como la del colonialismo interno, sin la cual no se explica el funcionamiento del sistema mexicano consolidado su prestigio como sociólogo, fue a partir de 1966 director del Instituto de Investigaciones Sociales.

Al terminar el rectorado de Javier Barros Sierra González Casanova fue elegido para sucederlo. Aunque no concluyó su cuatrienio, en el breve lapso que la dirigió la Universidad quedó marcada por dos instituciones que respondían a la necesidad de modernizar la enseñanza y de no excluir de la educación superior a quienes ya no podían ser incorporados a sus beneficios por la propia UNAM y el resto del sistema universitario público. Fueron creados el Colegio de ciencias y humanidades, cuya enseñanza del bachillerato amplió las posibilidades de la ya entonces centenaria Escuela nacional preparatoria; y el Sistema de universidad abierta, conforme al modelo de formación a distancia que estaba ya en vigor en otros países en que se respetaba el acceso a Universidad como un derecho humano.

Una conjunción de factores externos e internos generaron a lo largo de 1972 un clima hostil contra la universidad, concretado en la agresión perpetrada por dos delincuentes (Mario Falcón y Miguel Castro Bustos) que con ostensible apoyo político externo invadieron la torre de la Rectoría, en espera de que su principal ocupante llamara al gobierno federal a resolver el problema creado por el propio gobierno federal. Don Pablo rehusó hacerlo y continuó rigiendo a la Universidad sobre la base de que la sede del rector es sólo un espacio hueco sin la presencia de su titular. Por añadidura, se consumaron entonces empeños del personal académico y administrativo que reclamaron con una huelga la firma de un contrato colectivo de trabajo y el reconocimiento de sus organizaciones sindicales. La ley no lo permitía entonces y don Pablo propuso, con el aval del consejo universitario, una solución académica, no laboral, a la representación de los trabajadores, que éstos rechazaron. En noviembre de aquel infausto año don Pablo renunció a su cargo, dimisión que le fue aceptada un mes después.

A diferencia de otros rectores que renunciaron a partir de conflictos y abandonaron la Universidad, don Pablo siguió presente en ella. Al mismo tiempo, en las dos décadas recientes, amén de una sostenida reflexión teórica, ha tomado posición ante fenómenos que reclaman la práctica de una democracia universal no excluyente, especialmente respecto de los pueblos indios y el zapatismo armado que les dio voz.

Estudioso de la sociología de la explotación, no renuncia a la búsqueda de la justicia social y de un nuevo paradigma teórico. En ese doble ámbito, es la suya la voz más autorizada. Así lo reconoce su casa.

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