Jacobo Zabludovsky / Bucareli
Han pasado casi tres décadas de aquella noche en que Gabriel García Márquez era quien lo leía y yo el que escuchaba.
Sólo el realismo mágico puede haber logrado que hace unos días fuera yo el lector y Gabriel quien concentrado escuchaba su discurso como si no hubiera sido él quien lo escribió.
No compararé mi devoción a la del sacerdote que lee los evangelios, porque no soy sacerdote, ni la del rabino que lee la Biblia, porque no soy rabino, pero el recuerdo de la ceremonia de la entrega del Premio Nobel alteraba mi concentración en la lectura de “La Soledad de América Latina”, el razonamiento que el escritor dio a conocer el 8 de diciembre de 1982, al recibir su premio de manos del rey de Suecia. Los organizadores de una velada en su honor invitaron a algunos de sus amigos a leer trabajos de Gabriel. A mí me encargaron su discurso de aceptación, tal vez porque fui testigo de aquella fiesta.
Atribuyó a la historia descomunal de América Latina y no sólo a su expresión literaria lo que había merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras. Recogió algunos ejemplos de esa demencia presente y fundamental en las obras de autores latinoamericanos. Empezó con “Antonio Pigafetta, compañero de Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, quien escribió a su paso por nuestra América meridional que había visto cerdos con el ombligo en el lomo y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara… Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen”.
“Ya se vislumbraban en ese libro los gérmenes de nuestras novelas, dice Gabriel, y agrega testimonios: “En busca de la fuente de la eterna juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y solo llegaron cinco de los seiscientos que la emprendieron”. En otro tiempo: “Uno de tantos misterios que nunca fueron descifrados es el de las 11 mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron de Cuzco para pagar el rescate de Artahualpa y nunca llegaron a su destino”.
En la parte final de su magistral exposición fija el pensamiento en su América y se pregunta: “¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social?... la violencia y el dolor desmesurado de nuestra historia, el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa… este es el tamaño de nuestra soledad. Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida.” Dice: “…hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación…”.
Disparo en este Bucareli los últimos cartuchos de mi fusil transcribiendo el párrafo final del producto de una meditación profunda: “Un día como el de hoy mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: ‘Me niego a admitir el fin del hombre’. No me siento digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que, por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la Tierra”.
La lectura en voz alta del discurso que él pronunció con la suya de acento a guayaba, refresca mi recuerdo, estimula mi decisión temprana de aprender de sus lecciones, desde las producidas por su invención quimérica hasta las de su trabajo periodístico en el que siempre pienso cuando realizo el mío: ¿Por dónde empezaría Gabriel?
Valgan estas palabras deshilvanadas para disculparme ante mi amigo por haber leído lo suyo. De peores travesuras me alegro, como aquella entrevista robada, confesada y perdonada.
No lo vuelvo a hacer, pero si lo hago será en voz baja. Como rezando, aunque tampoco soy creyente. Leo mejor en silencio.
Han pasado casi tres décadas de aquella noche en que Gabriel García Márquez era quien lo leía y yo el que escuchaba.
Sólo el realismo mágico puede haber logrado que hace unos días fuera yo el lector y Gabriel quien concentrado escuchaba su discurso como si no hubiera sido él quien lo escribió.
No compararé mi devoción a la del sacerdote que lee los evangelios, porque no soy sacerdote, ni la del rabino que lee la Biblia, porque no soy rabino, pero el recuerdo de la ceremonia de la entrega del Premio Nobel alteraba mi concentración en la lectura de “La Soledad de América Latina”, el razonamiento que el escritor dio a conocer el 8 de diciembre de 1982, al recibir su premio de manos del rey de Suecia. Los organizadores de una velada en su honor invitaron a algunos de sus amigos a leer trabajos de Gabriel. A mí me encargaron su discurso de aceptación, tal vez porque fui testigo de aquella fiesta.
Atribuyó a la historia descomunal de América Latina y no sólo a su expresión literaria lo que había merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras. Recogió algunos ejemplos de esa demencia presente y fundamental en las obras de autores latinoamericanos. Empezó con “Antonio Pigafetta, compañero de Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, quien escribió a su paso por nuestra América meridional que había visto cerdos con el ombligo en el lomo y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara… Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen”.
“Ya se vislumbraban en ese libro los gérmenes de nuestras novelas, dice Gabriel, y agrega testimonios: “En busca de la fuente de la eterna juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y solo llegaron cinco de los seiscientos que la emprendieron”. En otro tiempo: “Uno de tantos misterios que nunca fueron descifrados es el de las 11 mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron de Cuzco para pagar el rescate de Artahualpa y nunca llegaron a su destino”.
En la parte final de su magistral exposición fija el pensamiento en su América y se pregunta: “¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social?... la violencia y el dolor desmesurado de nuestra historia, el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa… este es el tamaño de nuestra soledad. Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida.” Dice: “…hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación…”.
Disparo en este Bucareli los últimos cartuchos de mi fusil transcribiendo el párrafo final del producto de una meditación profunda: “Un día como el de hoy mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: ‘Me niego a admitir el fin del hombre’. No me siento digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que, por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la Tierra”.
La lectura en voz alta del discurso que él pronunció con la suya de acento a guayaba, refresca mi recuerdo, estimula mi decisión temprana de aprender de sus lecciones, desde las producidas por su invención quimérica hasta las de su trabajo periodístico en el que siempre pienso cuando realizo el mío: ¿Por dónde empezaría Gabriel?
Valgan estas palabras deshilvanadas para disculparme ante mi amigo por haber leído lo suyo. De peores travesuras me alegro, como aquella entrevista robada, confesada y perdonada.
No lo vuelvo a hacer, pero si lo hago será en voz baja. Como rezando, aunque tampoco soy creyente. Leo mejor en silencio.
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