Diego Valadés
Enjuiciar a un presidente no es deseable; pero que un presidente viole la Constitución tampoco es aceptable. Durante el periodo en el que ejercen el cargo, los presidentes sólo pueden ser procesados por traición a la patria y por delitos graves “del orden común”. Sin embargo, la inmunidad no es vitalicia. Este delicado asunto ha venido debatiéndose en las páginas de Proceso, a través de las cuales me pronuncié en el sentido de que el presidente Felipe Calderón sea enjuiciado al término de su mandato por violar el precepto constitucional que regula la forma como el pueblo ejerce su soberanía. No formulé un juicio de valor ni una acusación personal; me basé en una resolución firme del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación donde, de manera clara y unánime, se demostró esa violación.
Es sintomático que no se trate de un hecho aislado. El mismo tribunal, en el dictamen de septiembre de 2006 mediante el que declaró presidente electo al ciudadano Felipe Calderón, señaló que el presidente Vicente Fox también alteró el proceso electoral. Como expresidente se ha jactado de esa violación al ordenamiento jurídico, por la que nunca se le llevó a juicio. Estamos ante un fenómeno de impunidad recurrente que debe ser detenido antes de que ocasione más estragos.
A pesar de que la resolución fue emitida y difundida en agosto del año pasado, el presidente la ignoró en el informe que rindió en septiembre al Congreso de la Unión. El presidente debió reconocer su error y ofrecer una disculpa pública. Era lo menos que merecía la sociedad.
Se ha optado por la estrategia de restar importancia al acto jurisdiccional que responsabiliza al presidente de trasgredir la norma suprema. Espero que el Congreso no caiga en ese juego. Se insiste en que para sancionar al presidente es indispensable reformar la Constitución. En efecto, es necesario modificar el sistema de responsabilidades de los presidentes y de sus colaboradores, a quienes se han extendido los beneficios de la inmunidad y de la impunidad. Sin embargo, con los elementos de que se dispone es posible adoptar sanciones para los casos de violaciones a la Constitución, así sea cuando su periodo concluya.
La teoría de la inocuidad constitucional postula que algunas disposiciones carecen de sanción. Cuando además se sostiene que el artículo 41, conforme al cual “el pueblo ejerce su soberanía”, es una expresión declarativa y no una norma vinculante, se priva de sustento a la democracia y se abre la puerta a los excesos del poder. Esa teoría no tiene fundamento lógico ni jurídico.
La Constitución está compuesta por artículos, no por versículos. Los preceptos constitucionales son normas jurídicas de acatamiento inexorable, no normas morales de cumplimiento potestativo. Si se toma en serio el estado de derecho, no es admisible la violación sin consecuencias de la norma suprema. En cuanto a las violaciones demostradas por el Tribunal Electoral, el presidente deberá responder a partir del 1 de diciembre de 2012. Resultaría contradictorio que se exigiera enjuiciar al presidente en funciones y que, al no lograrlo, tampoco se procediera en su contra cuando deje el cargo.
Los precedentes indican que hay un riesgo progresivo de que el presidente vuelva a intervenir en el proceso electoral. Reiterar en 2012 las actuaciones inconstitucionales de 2006 y de 2009 sería un revés para nuestra incipiente democracia. La Cámara de Diputados tiene facultades para evitar que el país desemboque en una vorágine; bastaría con que desde ahora pusiera al Ministerio Público en conocimiento de lo resuelto por el Tribunal Electoral.
Hasta hace unos años las fuerzas de izquierda y el Partido Acción Nacional se caracterizaron por sus exigencias de reformas para garantizar la objetividad electoral. Sería desconcertante que el partido de Manuel Gómez Morín se convirtiera ahora en el defensor de la teoría de la violación sin consecuencias del ordenamiento constitucional, y que solapara desde el poder lo que tantas veces denunció desde la oposición: la vulneración de las reglas electorales.
Los ciudadanos requerimos que cada partido asuma en la Cámara de Diputados la posición con la que se identifique: a favor o en contra de violar la Constitución. El artículo 87 de la carta fundamental faculta a la nación para demandar al presidente por incumplir su promesa de guardar y hacer guardar la Constitución, y el 51 señala que “la Cámara de Diputados se compondrá de representantes de la nación”. A ella le corresponde actuar en nombre de la nación cuando el presidente incumple su juramento.
Lo que se espera de los diputados no es un ataque al presidente. No es una cuestión de hostilidad política, sino un acto de civismo para mostrar a los gobernantes que no pueden seguir violentando la Constitución ni defraudando la democracia. El presidente continúa en la inercia de un poder omnímodo; es necesario que él y sus sucesores sepan que hay una nación cuyos representantes están dispuestos a decir: la impunidad ha terminado.
Enjuiciar a un presidente no es deseable; pero que un presidente viole la Constitución tampoco es aceptable. Durante el periodo en el que ejercen el cargo, los presidentes sólo pueden ser procesados por traición a la patria y por delitos graves “del orden común”. Sin embargo, la inmunidad no es vitalicia. Este delicado asunto ha venido debatiéndose en las páginas de Proceso, a través de las cuales me pronuncié en el sentido de que el presidente Felipe Calderón sea enjuiciado al término de su mandato por violar el precepto constitucional que regula la forma como el pueblo ejerce su soberanía. No formulé un juicio de valor ni una acusación personal; me basé en una resolución firme del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación donde, de manera clara y unánime, se demostró esa violación.
Es sintomático que no se trate de un hecho aislado. El mismo tribunal, en el dictamen de septiembre de 2006 mediante el que declaró presidente electo al ciudadano Felipe Calderón, señaló que el presidente Vicente Fox también alteró el proceso electoral. Como expresidente se ha jactado de esa violación al ordenamiento jurídico, por la que nunca se le llevó a juicio. Estamos ante un fenómeno de impunidad recurrente que debe ser detenido antes de que ocasione más estragos.
A pesar de que la resolución fue emitida y difundida en agosto del año pasado, el presidente la ignoró en el informe que rindió en septiembre al Congreso de la Unión. El presidente debió reconocer su error y ofrecer una disculpa pública. Era lo menos que merecía la sociedad.
Se ha optado por la estrategia de restar importancia al acto jurisdiccional que responsabiliza al presidente de trasgredir la norma suprema. Espero que el Congreso no caiga en ese juego. Se insiste en que para sancionar al presidente es indispensable reformar la Constitución. En efecto, es necesario modificar el sistema de responsabilidades de los presidentes y de sus colaboradores, a quienes se han extendido los beneficios de la inmunidad y de la impunidad. Sin embargo, con los elementos de que se dispone es posible adoptar sanciones para los casos de violaciones a la Constitución, así sea cuando su periodo concluya.
La teoría de la inocuidad constitucional postula que algunas disposiciones carecen de sanción. Cuando además se sostiene que el artículo 41, conforme al cual “el pueblo ejerce su soberanía”, es una expresión declarativa y no una norma vinculante, se priva de sustento a la democracia y se abre la puerta a los excesos del poder. Esa teoría no tiene fundamento lógico ni jurídico.
La Constitución está compuesta por artículos, no por versículos. Los preceptos constitucionales son normas jurídicas de acatamiento inexorable, no normas morales de cumplimiento potestativo. Si se toma en serio el estado de derecho, no es admisible la violación sin consecuencias de la norma suprema. En cuanto a las violaciones demostradas por el Tribunal Electoral, el presidente deberá responder a partir del 1 de diciembre de 2012. Resultaría contradictorio que se exigiera enjuiciar al presidente en funciones y que, al no lograrlo, tampoco se procediera en su contra cuando deje el cargo.
Los precedentes indican que hay un riesgo progresivo de que el presidente vuelva a intervenir en el proceso electoral. Reiterar en 2012 las actuaciones inconstitucionales de 2006 y de 2009 sería un revés para nuestra incipiente democracia. La Cámara de Diputados tiene facultades para evitar que el país desemboque en una vorágine; bastaría con que desde ahora pusiera al Ministerio Público en conocimiento de lo resuelto por el Tribunal Electoral.
Hasta hace unos años las fuerzas de izquierda y el Partido Acción Nacional se caracterizaron por sus exigencias de reformas para garantizar la objetividad electoral. Sería desconcertante que el partido de Manuel Gómez Morín se convirtiera ahora en el defensor de la teoría de la violación sin consecuencias del ordenamiento constitucional, y que solapara desde el poder lo que tantas veces denunció desde la oposición: la vulneración de las reglas electorales.
Los ciudadanos requerimos que cada partido asuma en la Cámara de Diputados la posición con la que se identifique: a favor o en contra de violar la Constitución. El artículo 87 de la carta fundamental faculta a la nación para demandar al presidente por incumplir su promesa de guardar y hacer guardar la Constitución, y el 51 señala que “la Cámara de Diputados se compondrá de representantes de la nación”. A ella le corresponde actuar en nombre de la nación cuando el presidente incumple su juramento.
Lo que se espera de los diputados no es un ataque al presidente. No es una cuestión de hostilidad política, sino un acto de civismo para mostrar a los gobernantes que no pueden seguir violentando la Constitución ni defraudando la democracia. El presidente continúa en la inercia de un poder omnímodo; es necesario que él y sus sucesores sepan que hay una nación cuyos representantes están dispuestos a decir: la impunidad ha terminado.
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