John M. Ackerman
No hay duda de que el encuentro entre Javier Sicilia y Felipe Calderón este jueves en el Castillo de Chapultepec fue sumamente poderoso en el plano emocional. Conmovieron las lágrimas de María Elena Herrera, emocionaron las palabras de Salvador Campanur e indignó la cerrazón del Presidente. Algunas víctimas efectivamente se visibilizaron y los funcionarios federales tuvieron que pasar un par de tragos amargos al escuchar los señalamientos provenientes del otro lado de la mesa.
Sin embargo, el trago más amargo fue para los ciudadanos, al percatarse de que tres cansados meses de movilizaciones, caravanas, reuniones y denuncias terminaron en un mero espectáculo mediático armado para que Calderón demostrara su supuesta compasión por las víctimas y exigiera a la sociedad que lo deje trabajar en paz. Tal como han señalado algunos analistas, el enorme entusiasmo y satisfacción del presidente con el encuentro no es ni gratuito ni exagerado.
Definitivamente, esta reunión en Chapultepec fue menos exitosa que el acto de firma del Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad del 21 de agosto de 2008. En aquella reunión en Palacio Nacional las víctimas también hablaron con claridad y contundencia. Allí el empresario Alejandro Martí lanzó su poderosa exigencia: Si no pueden, renuncien, pero no sigan... recibiendo un sueldo por no hacer nada, que eso también es corrupción.
Al contrario de entonces, este 23 de junio las víctimas no responsabilizaron a nadie por su desgracia ni condicionaron su respaldo al gobierno en turno a la entrega de resultados concretos. En lugar de presionar a Calderón y obligarlo a cumplir, se le abrió la perfecta escotilla de salvamento para eludir su responsabilidad echando la culpa al Poder Judicial, el Congreso de la Unión, a los gobiernos de las entidades federativas y a los mismos criminales.
El evento de hace tres años fue una farsa en muchos sentidos, pero al final de cuentas fue un acto de Estado en que de manera coordinada representantes de los tres poderes federales, todas las entidades federativas y una gran diversidad de actores políticos quisieron demostrar su voluntad para resolver el grave problema de la inseguridad pública. En contraste, el encuentro del jueves fue un acto personal de Calderón y su gabinete montado con el fin de apuntalar la legitimidad del Presidente y las posibilidades electorales de su partido, que cada día están más disminuidas.
Pero la diferencia más importante entre los dos encuentros es que, mientras hace tres años todas las instituciones presentes se vieron obligadas a firmar con puño y letra una serie de 75 compromisos para poner fin a la violencia en el país, hace cuatro días el gobierno federal no firmó ni se comprometió formalmente absolutamente a nada. Las palabras se las lleva el viento y las víctimas se quedaron con las manos vacías.
Ahora bien, todos sabemos que al final de cuentas el acuerdo de 2008 resultó ser un fracaso contundente. Desde un principio el documento era sumamente criticable porque se limitaba a enlistar una serie de acciones generales como fortalecer el sistema penitenciario, establecer un sistema nacional de desarrollo de ministerios públicos e instrumentar campañas para promover la cultura de la legalidad, sin señalar cuáles serían los resultados específicos y empíricamente medibles de estas acciones.
Sin embargo, la realidad terminó por rebasar las ya de por sí bajas expectativas de éxito del acuerdo. Durante los últimos tres años, hemos sido testigos tanto de un aumento escalofriante en la violencia como del imperdonable desmoronamiento de la fortaleza institucional del Estado mexicano.
Hoy las expectativas de que el encuentro entre Sicilia y Calderón tenga algún impacto positivo en la inseguridad del país son aún más bajas que hace tres años. Es cierto que todavía faltan las reuniones con el Congreso de la Unión y el Poder Judicial pero, si el diálogo del jueves sirve de guía, podemos estar seguros de que los que más aprovecharán estos futuros encuentros serán Manlio Fabio Beltrones y Juan Silva Meza, y no la sociedad civil organizada o las víctimas de la guerra de Calderón.
Conforme ha avanzado su movimiento, Sicilia se ha ido desmarcando una por una de sus propuestas originales y edulcorando sus exigencias. Primero se vio obligado a retirar su solicitud de renuncia de Genaro García Luna, posteriormente desconoció los acuerdos elaborados en Ciudad Juárez el 10 de junio y el jueves pasado ni siquiera se atrevió a defender los seis puntos del pacto original lanzado en el Zócalo el 8 de mayo. Con esta estrategia, Sicilia ha ido ganando espacios mediáticos, pero perdiendo apoyo popular. Hoy el poeta se arriesga a quedarse solo envuelto en un enjambre de micrófonos y cámaras.
En su primera rueda de prensa después de la muerte de su hijo Juan Francisco, un periodista preguntó a Sicilia: ¿Hasta dónde va a llegar si no pasa nada? Y el poeta contestó: Hasta donde la ciudadanía quiera, hasta que renuncien, hasta que se vayan o hasta que quede claro que ya no queremos más muertos. Esos cabrones tienen que dar cuenta a la ciudadanía. Hoy le decimos a nuestro amigo Javier que hasta hoy no ha pasado absolutamente nada, que esos cabrones todavía no le han dado cuentas a nadie y que la ciudadanía quiere más.
No hay duda de que el encuentro entre Javier Sicilia y Felipe Calderón este jueves en el Castillo de Chapultepec fue sumamente poderoso en el plano emocional. Conmovieron las lágrimas de María Elena Herrera, emocionaron las palabras de Salvador Campanur e indignó la cerrazón del Presidente. Algunas víctimas efectivamente se visibilizaron y los funcionarios federales tuvieron que pasar un par de tragos amargos al escuchar los señalamientos provenientes del otro lado de la mesa.
Sin embargo, el trago más amargo fue para los ciudadanos, al percatarse de que tres cansados meses de movilizaciones, caravanas, reuniones y denuncias terminaron en un mero espectáculo mediático armado para que Calderón demostrara su supuesta compasión por las víctimas y exigiera a la sociedad que lo deje trabajar en paz. Tal como han señalado algunos analistas, el enorme entusiasmo y satisfacción del presidente con el encuentro no es ni gratuito ni exagerado.
Definitivamente, esta reunión en Chapultepec fue menos exitosa que el acto de firma del Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad del 21 de agosto de 2008. En aquella reunión en Palacio Nacional las víctimas también hablaron con claridad y contundencia. Allí el empresario Alejandro Martí lanzó su poderosa exigencia: Si no pueden, renuncien, pero no sigan... recibiendo un sueldo por no hacer nada, que eso también es corrupción.
Al contrario de entonces, este 23 de junio las víctimas no responsabilizaron a nadie por su desgracia ni condicionaron su respaldo al gobierno en turno a la entrega de resultados concretos. En lugar de presionar a Calderón y obligarlo a cumplir, se le abrió la perfecta escotilla de salvamento para eludir su responsabilidad echando la culpa al Poder Judicial, el Congreso de la Unión, a los gobiernos de las entidades federativas y a los mismos criminales.
El evento de hace tres años fue una farsa en muchos sentidos, pero al final de cuentas fue un acto de Estado en que de manera coordinada representantes de los tres poderes federales, todas las entidades federativas y una gran diversidad de actores políticos quisieron demostrar su voluntad para resolver el grave problema de la inseguridad pública. En contraste, el encuentro del jueves fue un acto personal de Calderón y su gabinete montado con el fin de apuntalar la legitimidad del Presidente y las posibilidades electorales de su partido, que cada día están más disminuidas.
Pero la diferencia más importante entre los dos encuentros es que, mientras hace tres años todas las instituciones presentes se vieron obligadas a firmar con puño y letra una serie de 75 compromisos para poner fin a la violencia en el país, hace cuatro días el gobierno federal no firmó ni se comprometió formalmente absolutamente a nada. Las palabras se las lleva el viento y las víctimas se quedaron con las manos vacías.
Ahora bien, todos sabemos que al final de cuentas el acuerdo de 2008 resultó ser un fracaso contundente. Desde un principio el documento era sumamente criticable porque se limitaba a enlistar una serie de acciones generales como fortalecer el sistema penitenciario, establecer un sistema nacional de desarrollo de ministerios públicos e instrumentar campañas para promover la cultura de la legalidad, sin señalar cuáles serían los resultados específicos y empíricamente medibles de estas acciones.
Sin embargo, la realidad terminó por rebasar las ya de por sí bajas expectativas de éxito del acuerdo. Durante los últimos tres años, hemos sido testigos tanto de un aumento escalofriante en la violencia como del imperdonable desmoronamiento de la fortaleza institucional del Estado mexicano.
Hoy las expectativas de que el encuentro entre Sicilia y Calderón tenga algún impacto positivo en la inseguridad del país son aún más bajas que hace tres años. Es cierto que todavía faltan las reuniones con el Congreso de la Unión y el Poder Judicial pero, si el diálogo del jueves sirve de guía, podemos estar seguros de que los que más aprovecharán estos futuros encuentros serán Manlio Fabio Beltrones y Juan Silva Meza, y no la sociedad civil organizada o las víctimas de la guerra de Calderón.
Conforme ha avanzado su movimiento, Sicilia se ha ido desmarcando una por una de sus propuestas originales y edulcorando sus exigencias. Primero se vio obligado a retirar su solicitud de renuncia de Genaro García Luna, posteriormente desconoció los acuerdos elaborados en Ciudad Juárez el 10 de junio y el jueves pasado ni siquiera se atrevió a defender los seis puntos del pacto original lanzado en el Zócalo el 8 de mayo. Con esta estrategia, Sicilia ha ido ganando espacios mediáticos, pero perdiendo apoyo popular. Hoy el poeta se arriesga a quedarse solo envuelto en un enjambre de micrófonos y cámaras.
En su primera rueda de prensa después de la muerte de su hijo Juan Francisco, un periodista preguntó a Sicilia: ¿Hasta dónde va a llegar si no pasa nada? Y el poeta contestó: Hasta donde la ciudadanía quiera, hasta que renuncien, hasta que se vayan o hasta que quede claro que ya no queremos más muertos. Esos cabrones tienen que dar cuenta a la ciudadanía. Hoy le decimos a nuestro amigo Javier que hasta hoy no ha pasado absolutamente nada, que esos cabrones todavía no le han dado cuentas a nadie y que la ciudadanía quiere más.
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