La caída de los gigantes

Rubén Cortés

La caída de los gigantes es uno de los mejores libros que encuentran ahora en las librerías, pero sus 885 páginas valen la pena por la última escena que describe Ken Follet: una rotunda lección sobre democracia, tomando como escenario el principio y el final de la Primera Guerra Mundial.

Follet la detalla con un hombre y un niño de nueve años que bajan una escalera del Palacio de Westminster (sede de las cámaras de los Lores y la de los Comunes en el Parlamento inglés) y tienen que pegarse a la pared para dar paso a una mujer y otro niño de la misma edad.

El hombre es el padre de los dos niños: uno con su esposa, una princesa rusa; y el otro justamente con la mujer a la que ahora debe abrir paso, a quien embarazó aprovechándose de que años atrás había sido su criada.

Él es el conde Fitzherbert, uno de los hombres más ricos de Gran Bretaña porque había heredado miles de hectáreas de minas de carbón, y diputado conservador en la Cámara de los Lores porque había heredado el escaño de su padre.

Ella es Ethel Leckville, hija de un minero y ex ama de llaves de éste en Ty Gwyn, la mansión de los Fitzherbert. Y es diputada laborista en la Cámara de los Comunes.

Los cuatro años de guerra cambiaron la vida de ambos: en 1914 estaba claro que era la voluntad de Dios que los Fitzherbert gobernasen a sus semejantes, y Ethel era pobre de solemnidad.

En 1919, el día del encuentro, Ethel había llevado a su hijo Lloyd a explicarle los principios de la democracia. En una escalera estrecha, en el límite entre la zona de los comunes y la de los lores, se encontraron con el conde y su hijo Boy.

Ethel y Lloyd subían, Fitz y Boy bajaban, y se cruzaron en un rellano. Cuando era su ama de llaves en Ty Gwyn, la criada, siempre que se encontraba con el conde en el pasillo tenía que hacerse a un lado, contra la pared, y agachar la mirada mientras él pasaba.

Sin embargo, ahora estaban en 1918, así que tomó a su hijo bastardo de la mano, miró a su antiguo amo (y el hombre que la había tomado como mujer por derecho de pernada), alzó el mentón en un gesto desafiante.

-¿Nos permite, por favor? preguntó.

El conde se hizo a un lado junto con su hijo, muy a regañadientes, y lo dos tuvieron que pegar la espalda a la pared (como debían hacer los criados en Ty Gwyn), a que Ethel y Lloyd pasaran frente a ellos y subieran por las escaleras.

Los gigantes habían caído.

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