José Antonio Crespo / Horizonte Político
Desde que varios miembros del gabinete presidencial han expresado abiertamente su aspiración a ser candidato presidencial de su partido (el PAN), las presiones sobre ellos para que renuncien a su cargo han arreciado. Desde luego, a ellos les conviene aguantar lo más posible desde sus actuales cargos, donde logran notoriedad, que si hubieran renunciado para dedicarse tiempo completo a buscar la candidatura. Pero muchos otros ven el inconveniente de que desde su cargo actual, tomen decisiones – o dejen de tomarlas – en función de su aspiración inmediata y no de las necesidades del país. Combinar en este tramo sus legítimas aspiraciones presidenciales preservando un cargo de primera importancia puede redundar en perjuicio del país. Hace poco, Soledad Loaeza recordaba cómo Antonio Ortíz Mena, siendo secretario de Hacienda pero también aspirante presidencial, relegó una necesaria aunque impopular devaluación durante el gobierno de Adolfo López Mateos, pues ello lo hubiera inhabilitado como candidato oficial (que de cualquier manera no fue,). También, Luis Echeverría tomó la decisión de reprimir el movimiento estudiantil de 1968 para convencer al presidente Gustavo Díaz Ordaz de que él sería un buen sucesor en la presidencia (Díaz Ordaz después se arrepintió, pero ese es otro tema, Jornada,9/Jun/11).
El caso es que algunos pensamos que no conviene mezclar un puesto en el gabinete presidencial (o en su caso, en los estatales cuando se aspira a la gubernatura) con la pretensión, por demás legítima, de ser candidato del partido a algún cargo de elección. Por supuesto, los aspirantes insisten en que mientras estén en su puesto actual, le dedican 120 % de su tiempo y esfuerzo a cumplir con sus obligaciones, y sólo marginalmente hacen precampaña. Pero es inevitable pensar que al tomar sus decisiones como secretarios no contemplen el efecto que eso podrá tener en sus expectativas. Y por otro lado, sus interlocutores, rivales u opositores al partido gobernante, saben que cuando acuerdan con el secretario de Hacienda (por decir), no lo están haciendo con el secretario de Hacienda sino con un posible candidato presidencial. Por ejemplo, en un sondeo telefónico nacional, a la pregunta de qué buscaba Ernesto Cordero con un debate con Enrique Peña Nieto, 71% dijo que promover su candidatura, y sólo 21% que como parte de su función de secretario (Excélsior, 20/Jun/11). Esos interlocutores tienden a tomar decisiones a partir de la dinámica electoral más que de lo que el país necesita.
Quizá no sea casual la regla no escrita que tiene Estados Unidos respecto de la sucesión presidencial, los candidatos no son secretarios de Estado, sino el Vicepresidente, senadores o gobernadores. Pareciera que allá se ha tenido la sabiduría de aislar las pretensiones políticas de los miembros del gabinete para no contaminar su desempeño. Además, no está por demás que quienes aspiran al máximo cargo electoral hayan pasado la prueba de las urnas, habiendo obtenido previamente un cargo de elección popular. Ese requisito existe hoy sólo en los estatutos del PRI, que de esa forma quiso limitar el acceso de los tecnócratas a la presidencia. No por algo, desde Gustavo Díaz Ordaz los presidentes no habían tenido un cargo de elección popular previamente (Vicente Fox y Felipe Calderón si pasaron por esa criba, aunque eso no sirvió de mucho).
Pero más importante me parece que se establezca un tiempo mínimo en el que los candidatos a cualquier cargo de elección popular tendrían que haber renunciado a su puesto dentro del gabinete, para no contaminar el desempeño de los secretarios en funciones, menos al finalizar el sexenio, cuando los problemas se acumulan y exacerban. Se podrá decir que eso limita los derechos políticos de esas personas, pero el requisito ya es vigente, pues la Constitución (art. 82) exige que para aspirar a la presidencia no se tenga cargo de gabinete – incluso a nivel de subsecretario - o gobernador seis meses antes de la elección correspondiente. Y nadie se queja de que se afecten los derechos políticos. Por eso, al morir Luis Donaldo Colosio, las cartas salinistas como Pedro Aspe no pudieron sustituir al candidato asesinado. Fidel Velázquez no estuvo de acuerdo en modificar la Constitución, y no quedó más opción que Ernesto Zedillo (que había renunciado como secretario de Educación para ser coordinador de la campaña priísta). Ese mismo requisito se podría ampliar a, por ejemplo, año y medio, para evitar la contaminación electoral del desempeño gubernamental.
Desde que varios miembros del gabinete presidencial han expresado abiertamente su aspiración a ser candidato presidencial de su partido (el PAN), las presiones sobre ellos para que renuncien a su cargo han arreciado. Desde luego, a ellos les conviene aguantar lo más posible desde sus actuales cargos, donde logran notoriedad, que si hubieran renunciado para dedicarse tiempo completo a buscar la candidatura. Pero muchos otros ven el inconveniente de que desde su cargo actual, tomen decisiones – o dejen de tomarlas – en función de su aspiración inmediata y no de las necesidades del país. Combinar en este tramo sus legítimas aspiraciones presidenciales preservando un cargo de primera importancia puede redundar en perjuicio del país. Hace poco, Soledad Loaeza recordaba cómo Antonio Ortíz Mena, siendo secretario de Hacienda pero también aspirante presidencial, relegó una necesaria aunque impopular devaluación durante el gobierno de Adolfo López Mateos, pues ello lo hubiera inhabilitado como candidato oficial (que de cualquier manera no fue,). También, Luis Echeverría tomó la decisión de reprimir el movimiento estudiantil de 1968 para convencer al presidente Gustavo Díaz Ordaz de que él sería un buen sucesor en la presidencia (Díaz Ordaz después se arrepintió, pero ese es otro tema, Jornada,9/Jun/11).
El caso es que algunos pensamos que no conviene mezclar un puesto en el gabinete presidencial (o en su caso, en los estatales cuando se aspira a la gubernatura) con la pretensión, por demás legítima, de ser candidato del partido a algún cargo de elección. Por supuesto, los aspirantes insisten en que mientras estén en su puesto actual, le dedican 120 % de su tiempo y esfuerzo a cumplir con sus obligaciones, y sólo marginalmente hacen precampaña. Pero es inevitable pensar que al tomar sus decisiones como secretarios no contemplen el efecto que eso podrá tener en sus expectativas. Y por otro lado, sus interlocutores, rivales u opositores al partido gobernante, saben que cuando acuerdan con el secretario de Hacienda (por decir), no lo están haciendo con el secretario de Hacienda sino con un posible candidato presidencial. Por ejemplo, en un sondeo telefónico nacional, a la pregunta de qué buscaba Ernesto Cordero con un debate con Enrique Peña Nieto, 71% dijo que promover su candidatura, y sólo 21% que como parte de su función de secretario (Excélsior, 20/Jun/11). Esos interlocutores tienden a tomar decisiones a partir de la dinámica electoral más que de lo que el país necesita.
Quizá no sea casual la regla no escrita que tiene Estados Unidos respecto de la sucesión presidencial, los candidatos no son secretarios de Estado, sino el Vicepresidente, senadores o gobernadores. Pareciera que allá se ha tenido la sabiduría de aislar las pretensiones políticas de los miembros del gabinete para no contaminar su desempeño. Además, no está por demás que quienes aspiran al máximo cargo electoral hayan pasado la prueba de las urnas, habiendo obtenido previamente un cargo de elección popular. Ese requisito existe hoy sólo en los estatutos del PRI, que de esa forma quiso limitar el acceso de los tecnócratas a la presidencia. No por algo, desde Gustavo Díaz Ordaz los presidentes no habían tenido un cargo de elección popular previamente (Vicente Fox y Felipe Calderón si pasaron por esa criba, aunque eso no sirvió de mucho).
Pero más importante me parece que se establezca un tiempo mínimo en el que los candidatos a cualquier cargo de elección popular tendrían que haber renunciado a su puesto dentro del gabinete, para no contaminar el desempeño de los secretarios en funciones, menos al finalizar el sexenio, cuando los problemas se acumulan y exacerban. Se podrá decir que eso limita los derechos políticos de esas personas, pero el requisito ya es vigente, pues la Constitución (art. 82) exige que para aspirar a la presidencia no se tenga cargo de gabinete – incluso a nivel de subsecretario - o gobernador seis meses antes de la elección correspondiente. Y nadie se queja de que se afecten los derechos políticos. Por eso, al morir Luis Donaldo Colosio, las cartas salinistas como Pedro Aspe no pudieron sustituir al candidato asesinado. Fidel Velázquez no estuvo de acuerdo en modificar la Constitución, y no quedó más opción que Ernesto Zedillo (que había renunciado como secretario de Educación para ser coordinador de la campaña priísta). Ese mismo requisito se podría ampliar a, por ejemplo, año y medio, para evitar la contaminación electoral del desempeño gubernamental.
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