¿Están oyendo Ebrard y Cué?

Carlos Ramírez / Indicador Político

Cuando apenas tomaba el control de la Secretaría de Gobernación, Jesús Reyes Heroles enfrentó su primer problema callejero: Un plantón de disidentes en el cruce de Insurgentes y Paseo de la Reforma. Sin vacilar, el funcionario mandó a la Policía a liberar el cruce a toletazo limpio. Cuando le reclamaron el uso de la fuerza, el autor de El liberalismo mexicano respondió con frases secas:
--Interrumpir ese cruce es un asunto de seguridad del Estado.

Y así era, en efecto, en lo que tardó en tomarse la decisión, la Ciudad de México se paralizó en círculos concéntricos. Con el uso de la Policía, el secretario de Gobernación que realizó la reforma política más profunda fijó los límites de la protesta callejera.

Cuando una fracción radical del movimiento 15-M de España decidió dar un paso radical y buscó el choque con la Policía, las autoridades de Barcelona no vacilaron en también dar el paso hacia adelante. La protesta había rebasado la línea roja de la democracia, pues los radicales rodearon el parlamento, impidieron el ingreso de legisladores y varios fueron rociados con agua y pintura e insultados. La justificación oficial fue clara: La legitimidad de la democracia avala el uso de la fuerza contra grupos violentos minoritarios.

Oaxaca y el DF se han convertido en el paraíso de los plantones. Una cosa son las manifestaciones y otra el asentamiento en vías de comunicación. Lo peor de todo es que en la Ciudad de México existe un reglamento que prohíbe la interrupción intencionada de las vías de comunicación y la afectación a los derechos de terceros, pero el paternalismo y la tolerancia se ha llevado al absurdo: Proteger los derechos de los que afectan los derechos de terceros. Si un ciudadano se estaciona en lugar prohibido es inmediatamente castigado por la Policía; si una marcha de más de tres personas con consignas políticas hace lo mismo, la policía los cuida como no lo hace con los ciudadanos mayoritarios.

En Oaxaca la situación es mucho más grave: Los maestros y algunos otros grupos radicales no sólo se plantan en zonas de alta densidad de vialidad sino que obstaculizan negocios privados e impiden que los ciudadanos utilicen sus servicios. Se trata de un atentado contra la libertad de comercio. La autoridad, en lugar de fijar las condiciones de libertad de protesta hasta el límite de afectar los derechos de terceros, prefirió emitir un reglamento para regular el uso de la fuerza, con lo que la Policía se ató de manos y no tiene facultades legales para garantizar la vialidad de la mayoría de los ciudadanos.

La diferencia entre represión y derechos de terceros radica en la garantía para la protesta social pero también para la vialidad ciudadana; por ello, de lo que se trata es que las autoridades gubernamentales decidan obligar a los manifestantes a no provocar intencionadamente afectaciones a derechos de terceros y a utilizar una parte mínima de los confinamientos urbanos. Pero las organizaciones que protestan han decidido, ante la pasividad y hasta complicidad de las autoridades, invadir las vías y provocar conflictos viales que dañan las necesidades de terceros que tienen que buscar vías alternas porque las manifestaciones se han apoderado de las ciudades.

Lo grave de todo es que los grupos que manifiestan públicamente su protesta no utilizan el bloqueo para exigir atención sino para provocar una reacción de fuerza gubernamental y conseguir la victimización de su movimiento. En Oaxaca, cada año a lo largo de más de un cuarto de siglo, los maestros se plantan en el Centro Histórico y lo convierten en su Plaza del Sol pero dañando la vida cotidiana y los negocios. La autoridad, en lugar de aplicar la ley, espera con paciencia a que los maestros lleguen a la conclusión, a lo largo de más de un cuarto de siglo, que no conseguirán sus demandas y entonces se trasladan a la Ciudad de México a organizar marchas y plantones.

Los gobernantes prefieren el mal menor: Que se afecte la vialidad de las mayorías a fin de que una minoría estridente no escale el conflicto hasta llegar a la violencia. Lo grave es que no se necesita la represión para aplicar la ley a favor de las mayorías. Alejandro Encinas, como jefe de Gobierno en 2006, permitió que abusivamente López Obrador instalara tiendas de campaña a lo largo de Paseo de la Reforma para una protesta electoral; pero las tiendas estuvieron prácticamente vacías. El daño económico exhibió la impunidad de López Obrador y la sumisión de Encinas.

La lección de Barcelona no fue el uso de la fuerza en sí, sino la definición de los linderos entre protesta y abuso. La legitimidad de la democracia española no vaciló en dar la orden de apartar a los abusivos violentos. El apoyo mayoritario a las autoridades obligó a los radicales a no volver a repetir el numerito. De otra manera, las autoridades habrían abdicado de su función de responder a las mayorías ciudadanas en el espacio público. En los Estados Unidos existen leyes que regulan la protesta y la policía ejerce la fuerza para aplicar la ley y proteger a los demás ciudadanos.

Lo peor de todo radica en el hecho de que el efecto final de las marchas y plantones es prácticamente inexistente en México; es decir, que la protesta callejera nunca consigue su objetivo de obtener resultados pero sí afecta la vida cotidiana y cuesta horas-hombre de trabajo y sobre todo daña la estabilidad emocional de los que quedan atrapados en los embotellamientos cotidianos. Y buena parte de las demandas tienen que ver con la autoridad pero ésta prefiere permitir el desorden urbano en las calles que atender la lista de demandas. Por ello la protesta en México ha llegado al uso de machetes o al asalto violento de edificios de Gobierno.

El ejercicio de la autoridad no siempre es violencia del Estado. Pero, eso sí, debe aplicarse para servir a las mayorías.

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