Ricardo Raphael
Hace unos días, mientras repartía becas para los mejores estudiantes veracruzanos de educación media, el secretario Alonso Lujambio aseguró: “La hipótesis que dicta que el crimen organizado contrata a granel a los jóvenes mexicanos que no gozan de privilegio social es errónea”. Según su diagnóstico es falso que nuestros menores sean presa fácil para el reclutamiento de las bandas delictivas.
Esta convicción, dictada desde una tribuna así de alta, desentona con la pila de hechos, datos y argumentos que la realidad nos arroja todos los días. De acuerdo con un documento de trabajo de la Comisión de Seguridad Pública de la Cámara de Diputados, cuyo contenido ocupó la portada de EL UNIVERSAL el día de ayer, entre 25 y 30 mil jóvenes —de 13 a 25 años de edad— se encuentran actualmente relacionados con las bandas criminales.
Si la lente se acerca a las regiones mexicanas donde la violencia ha hecho mayor daño, estos números golpean aún más la conciencia. En Tamaulipas y Nuevo León sobran los testimonios de jóvenes que han sido reclutados como sicarios por “Los Zetas”. Se trata de menores de edad inscritos en las filas de esta organización como halcones (vigilantes), a la temprana edad de 11 años, que más tarde ejercen de vendedores y transportistas de droga para terminar como asesinos a sueldo que cobran entre 600 y 900 por cada trabajo realizado.
Si se viaja hacia el oeste de nuestra frontera, vuelve a emerger la garra del mismo fenómeno. El trágico episodio ocurrido en las Villas de Salvárcar, colonia ubicada en las afueras de Ciudad Juárez, merece ser revisado con detenimiento. El sábado 30 de enero de 2010 un grupo de sicarios al servicio del cártel de Juárez irrumpió en una fiesta celebrada por muchachos cuya edad rondaba entre los 13 y los 18 años.
Ahí se abrió fuego segando la vida de 14 menores. Cuando la policía logró investigar, uno de los presuntos asesinos confesó que en esa reunión estaban varios integrantes de una banda conocida como los Artistas Asesinos. Iban tras ellos. Aparentemente el dato era equivocado y, sin embargo, hoy se convierte en pista fundamental.
Los Artistas Asesinos, menores de edad también conocidos como Doblados, constituyeron el grupo de choque con el cual la Federación del Pacífico, encabezada por Joaquín “El Chapo” Guzmán, quiso romper la hegemonía del cártel de Juárez en las calles de la ciudad fronteriza.
Para reclutar a estos adolescentes, la estrategia del prófugo de Puente Grande fue implacable. Años atrás comenzó a financiar la actividad de distintos centros de rehabilitación dentro del estado de Chihuahua. Gracias a la aparente generosidad de su filantropía construyó redes de confianza con las autoridades de tales instituciones y, a través de ellas, con los menores que ahí se trataban. (Según reportaje reciente de la revista “Proceso”, este método de penetración social ha sido replicado por esta misma organización en otros lugares de América Latina).
Una vez reclutados, aquellos adolescentes partieron para recorrer el camino antes anotado: halcón-menudista-transportista-sicario. Hasta antes de desaparecer, los Artistas Asesinos se adjudicaron más de 40 homicidios, todos ellos brutales. Hoy la gran mayoría de los integrantes de este grupo de choque están muertos; los menos viven encarcelados.
Coinciden varios elementos en su simultánea biografía: huérfanos o abandonados durante la guerra por las drogas, vulnerables en el desconcierto de la violencia, sin pertenencia social, sin oportunidades, sin Estado que les mire como lo merecerían. No sólo están lejos del privilegio social, como asegura el secretario de Educación, se hallan arrojados a la arbitrariedad más cruda de su propia sociedad.
Son adolescentes crecidos en la desprotección, formados dentro de la cultura del odio, sobrevivientes de la ley del más fuerte. ¡Y sí son granel! Las cárceles de México dan prueba de ello; lo mismo que la edad de los muertos y desaparecidos. La principal víctima de esta barbarie es la generación nacida durante la segunda mitad de los años noventa.
Negar esta obviedad significa participar como cómplice en la criminalización de la juventud. Moda inaceptable de nuestro tiempo que distingue entre los buenos y los jóvenes malvados.
El tamaño sí importa cuando se trata de la edad de estos muchachos, de su reducida condición social, de sus perspectivas vidas mutiladas, de su inmensa vulnerabilidad, de la abrumadora talla de la miseria en la que han vivido.
Lo demás es desconocimiento o desapego de la realidad.
Hace unos días, mientras repartía becas para los mejores estudiantes veracruzanos de educación media, el secretario Alonso Lujambio aseguró: “La hipótesis que dicta que el crimen organizado contrata a granel a los jóvenes mexicanos que no gozan de privilegio social es errónea”. Según su diagnóstico es falso que nuestros menores sean presa fácil para el reclutamiento de las bandas delictivas.
Esta convicción, dictada desde una tribuna así de alta, desentona con la pila de hechos, datos y argumentos que la realidad nos arroja todos los días. De acuerdo con un documento de trabajo de la Comisión de Seguridad Pública de la Cámara de Diputados, cuyo contenido ocupó la portada de EL UNIVERSAL el día de ayer, entre 25 y 30 mil jóvenes —de 13 a 25 años de edad— se encuentran actualmente relacionados con las bandas criminales.
Si la lente se acerca a las regiones mexicanas donde la violencia ha hecho mayor daño, estos números golpean aún más la conciencia. En Tamaulipas y Nuevo León sobran los testimonios de jóvenes que han sido reclutados como sicarios por “Los Zetas”. Se trata de menores de edad inscritos en las filas de esta organización como halcones (vigilantes), a la temprana edad de 11 años, que más tarde ejercen de vendedores y transportistas de droga para terminar como asesinos a sueldo que cobran entre 600 y 900 por cada trabajo realizado.
Si se viaja hacia el oeste de nuestra frontera, vuelve a emerger la garra del mismo fenómeno. El trágico episodio ocurrido en las Villas de Salvárcar, colonia ubicada en las afueras de Ciudad Juárez, merece ser revisado con detenimiento. El sábado 30 de enero de 2010 un grupo de sicarios al servicio del cártel de Juárez irrumpió en una fiesta celebrada por muchachos cuya edad rondaba entre los 13 y los 18 años.
Ahí se abrió fuego segando la vida de 14 menores. Cuando la policía logró investigar, uno de los presuntos asesinos confesó que en esa reunión estaban varios integrantes de una banda conocida como los Artistas Asesinos. Iban tras ellos. Aparentemente el dato era equivocado y, sin embargo, hoy se convierte en pista fundamental.
Los Artistas Asesinos, menores de edad también conocidos como Doblados, constituyeron el grupo de choque con el cual la Federación del Pacífico, encabezada por Joaquín “El Chapo” Guzmán, quiso romper la hegemonía del cártel de Juárez en las calles de la ciudad fronteriza.
Para reclutar a estos adolescentes, la estrategia del prófugo de Puente Grande fue implacable. Años atrás comenzó a financiar la actividad de distintos centros de rehabilitación dentro del estado de Chihuahua. Gracias a la aparente generosidad de su filantropía construyó redes de confianza con las autoridades de tales instituciones y, a través de ellas, con los menores que ahí se trataban. (Según reportaje reciente de la revista “Proceso”, este método de penetración social ha sido replicado por esta misma organización en otros lugares de América Latina).
Una vez reclutados, aquellos adolescentes partieron para recorrer el camino antes anotado: halcón-menudista-transportista-sicario. Hasta antes de desaparecer, los Artistas Asesinos se adjudicaron más de 40 homicidios, todos ellos brutales. Hoy la gran mayoría de los integrantes de este grupo de choque están muertos; los menos viven encarcelados.
Coinciden varios elementos en su simultánea biografía: huérfanos o abandonados durante la guerra por las drogas, vulnerables en el desconcierto de la violencia, sin pertenencia social, sin oportunidades, sin Estado que les mire como lo merecerían. No sólo están lejos del privilegio social, como asegura el secretario de Educación, se hallan arrojados a la arbitrariedad más cruda de su propia sociedad.
Son adolescentes crecidos en la desprotección, formados dentro de la cultura del odio, sobrevivientes de la ley del más fuerte. ¡Y sí son granel! Las cárceles de México dan prueba de ello; lo mismo que la edad de los muertos y desaparecidos. La principal víctima de esta barbarie es la generación nacida durante la segunda mitad de los años noventa.
Negar esta obviedad significa participar como cómplice en la criminalización de la juventud. Moda inaceptable de nuestro tiempo que distingue entre los buenos y los jóvenes malvados.
El tamaño sí importa cuando se trata de la edad de estos muchachos, de su reducida condición social, de sus perspectivas vidas mutiladas, de su inmensa vulnerabilidad, de la abrumadora talla de la miseria en la que han vivido.
Lo demás es desconocimiento o desapego de la realidad.
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