Rubén Cortés
La afirmación de Ernesto Cordero de que México dejó de ser pobre para convertirse en un país de renta media, es cierta en las estadísticas macroeconómicas y demás vocablos de los especialistas. Pero incierta en la realidad, la percepción y demás términos de los políticos.
Esa diferencia retrata al secretario de Hacienda: él es un técnico, no un político. Y lo que distingue a un técnico de un político es que un técnico “hace lo que sabe” y un político “sabe lo que hace”.
Cordero nunca entendió que la política no es un salón del ITAM, que la política es un juego de espejos y sutilezas que se aprende en la calle, no en la universidad.
Por mucho que lo afirmen la ONU o la OCDE, un aspirante presidencial no puede repetir que México dejó de ser pobre: le bastaría salir de su oficina para ver mendigos, niños de payasos en los cruces, gente que tardan un día en vender algo para poder comer.
Un técnico cree en números. Un político en lo que ve.
Por ejemplo, todavía después de afirmar que “hace mucho México dejó de ser un país pobre”, Cordero insistió:
“Naciones Unidas define a México como país en desarrollo medio. Nueve de cada 10 casas tiene energía eléctrica, drenaje, agua potable y acceso a electrodomésticos”. ¿Resultado? Pocos lo entendieron.
En cambio, un político describe en un mitin lo que observa en la calle, o le cuentan aquellos a quienes pide el voto, y la mayoría le cree. Por eso AMLO tiene ocho o nueve millones de votos cautivos: porque ha recorrido un par de veces los mil 390 municipios del país.
Cordero vive en un mundo que él no entiende y, peor todavía, un mundo que no lo entiende a él, un mundo de promesas: el de la política, un mundo donde si no vas a dar nada, por qué no vas a prometerlo todo. Ése es el éxito de los grandes políticos.
Como el del chiste del que anda en campaña en un pueblo que ni conoce y promete construir un puente. Entonces alguien del público le dice “oiga, candidato, pero si aquí no tenemos río”, a lo que el político responde vivamente, “ah, pues también haremos un río”. Y todos le aplauden.
Fernando Savater lo explica mejor en su libro Los diez mandamientos en el siglo XXI: “Realmente votaríamos a un político que confesara sin pudor sus limitaciones, o que reconociese que las dificultades son grandes y que, a corto plazo, no podría resolver los problemas”.
Winston Churchill sí lo hizo, cuando en la II Guerra Mundial sólo les prometió a los ingleses “sangre, sudor y lágrimas”.
Pero Churchill nada más hubo uno. Ya no hay más.
La afirmación de Ernesto Cordero de que México dejó de ser pobre para convertirse en un país de renta media, es cierta en las estadísticas macroeconómicas y demás vocablos de los especialistas. Pero incierta en la realidad, la percepción y demás términos de los políticos.
Esa diferencia retrata al secretario de Hacienda: él es un técnico, no un político. Y lo que distingue a un técnico de un político es que un técnico “hace lo que sabe” y un político “sabe lo que hace”.
Cordero nunca entendió que la política no es un salón del ITAM, que la política es un juego de espejos y sutilezas que se aprende en la calle, no en la universidad.
Por mucho que lo afirmen la ONU o la OCDE, un aspirante presidencial no puede repetir que México dejó de ser pobre: le bastaría salir de su oficina para ver mendigos, niños de payasos en los cruces, gente que tardan un día en vender algo para poder comer.
Un técnico cree en números. Un político en lo que ve.
Por ejemplo, todavía después de afirmar que “hace mucho México dejó de ser un país pobre”, Cordero insistió:
“Naciones Unidas define a México como país en desarrollo medio. Nueve de cada 10 casas tiene energía eléctrica, drenaje, agua potable y acceso a electrodomésticos”. ¿Resultado? Pocos lo entendieron.
En cambio, un político describe en un mitin lo que observa en la calle, o le cuentan aquellos a quienes pide el voto, y la mayoría le cree. Por eso AMLO tiene ocho o nueve millones de votos cautivos: porque ha recorrido un par de veces los mil 390 municipios del país.
Cordero vive en un mundo que él no entiende y, peor todavía, un mundo que no lo entiende a él, un mundo de promesas: el de la política, un mundo donde si no vas a dar nada, por qué no vas a prometerlo todo. Ése es el éxito de los grandes políticos.
Como el del chiste del que anda en campaña en un pueblo que ni conoce y promete construir un puente. Entonces alguien del público le dice “oiga, candidato, pero si aquí no tenemos río”, a lo que el político responde vivamente, “ah, pues también haremos un río”. Y todos le aplauden.
Fernando Savater lo explica mejor en su libro Los diez mandamientos en el siglo XXI: “Realmente votaríamos a un político que confesara sin pudor sus limitaciones, o que reconociese que las dificultades son grandes y que, a corto plazo, no podría resolver los problemas”.
Winston Churchill sí lo hizo, cuando en la II Guerra Mundial sólo les prometió a los ingleses “sangre, sudor y lágrimas”.
Pero Churchill nada más hubo uno. Ya no hay más.
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