Antonio Navalón
Que Jorge Hank Rhon es un personaje complicado y excesivo, lo sabe todo el mundo. Que tenía muchas armas en casa y que éstas siempre estuvieron ahí, lo sabe cualquiera que haya pasado por su hogar. Lo que resulta curioso es que ahora la denuncia anónima conecte directamente con el proceso del Estado de México.
Lo único que deseo es que el proceso se pueda sustanciar, y que no acabe como el “Michoacanazo” con un “lo siento”. Sobre todo cuando ya empezamos a usar palabras mayores, como mandar unidades especiales del Ejército Mexicano a hacer este tipo de trabajos.
El César, como el Gobierno, necesita saber que no sólo debe ser honrado, sino además tiene que parecerlo y que en democracia todo lo que no se puede probar, no existe.
La guerra-no-guerra de Calderón nos recuerda que la única revolución posible y deseable en México es la de la legalidad. “El respeto a la ley”, decía Montesquieu, “determina el grado de libertad de un pueblo”.
La vida nacional de México necesita objetivos sociales: acabar con la brecha social, ser un país muy rico –que lo somos– pero sin tanta pobreza, es decir, con más medios ricos que con tan pocos ricos-ricos y tantos pobres-pobres, a pesar de lo que diga Cordero. Pero sobre todo, es necesario entender que terminar el camino a la democracia del país pasa por recuperar un concepto elemental: debemos legalizar la vida política. Tenemos que releer las leyes y darnos cuenta de que no es posible ninguna democracia sin un sistema judicial que más o menos funcione.
La ley ha sido sistemáticamente aplazada, cuando no vulnerada. Nadie, empezando por el Presidente de la República, manifiesta confianza en la institución si se descarta alguna de las actuaciones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ejemplo: Calderón presenta la modificación al derecho de amparo, ¿pero le niega el derecho de amparo a un rehén electoral?
La ley no forma parte de nuestros sueños, ni rige nuestro quehacer diario. Por eso no me escandaliza que se quiera usar la ley –que siempre es bidireccional– solamente para intentar castigar a alguien. Soy de quienes creen que las sociedades no tienen que sufrir ni ser débiles si cumplen sus leyes.
Más bien, todo lo contrario. Aquí, un día confundimos derecho con impunidad, y otro día pensamos que el poder es el referente último de la interpretación de las leyes, sin comprender, o tardando mucho en entender, que únicamente el imperio de la ley nos defiende frente a los excesos del poder.
Ahora, frente a la guerra-no-guerra, los daños colaterales, la lucha contra la corrupción, los sistemas de valoración y todo lo que hay inmerso en la duda genérica, hay que restablecer la ley, no para que sea una batalla más de titulares de periódicos o de noticieros prime time, sino para que realmente le sirva a México y a los mexicanos.
No se puede destruir la vida de nadie y pretender terminar la historia diciendo simplemente un “no lo pude probar” o “los jueces son corruptos”. Así como la Procuraduría debe hacer su trabajo correctamente e instruir los casos para que los jueces puedan condenar a nuestros delincuentes, también tiene la obligación constitucional de defender nuestros derechos.
México se convulsiona con falsos culpables. Seguimos queriendo negar la realidad de que uno de nuestros mayores problemas es que casi nadie piensa, ni actúa, ni invoca, ni construye, ni se rige por las leyes.
Podemos elegir a quienes las hacen, y ellos pueden cambiarlas, pero lo que no podemos hacer es seguir dentro de este lío inmenso que significa vivir sin ley, sin confianza en la justicia, y con un poder o unos poderes que, o se arreglan, o se abusan.
Que Jorge Hank Rhon es un personaje complicado y excesivo, lo sabe todo el mundo. Que tenía muchas armas en casa y que éstas siempre estuvieron ahí, lo sabe cualquiera que haya pasado por su hogar. Lo que resulta curioso es que ahora la denuncia anónima conecte directamente con el proceso del Estado de México.
Lo único que deseo es que el proceso se pueda sustanciar, y que no acabe como el “Michoacanazo” con un “lo siento”. Sobre todo cuando ya empezamos a usar palabras mayores, como mandar unidades especiales del Ejército Mexicano a hacer este tipo de trabajos.
El César, como el Gobierno, necesita saber que no sólo debe ser honrado, sino además tiene que parecerlo y que en democracia todo lo que no se puede probar, no existe.
La guerra-no-guerra de Calderón nos recuerda que la única revolución posible y deseable en México es la de la legalidad. “El respeto a la ley”, decía Montesquieu, “determina el grado de libertad de un pueblo”.
La vida nacional de México necesita objetivos sociales: acabar con la brecha social, ser un país muy rico –que lo somos– pero sin tanta pobreza, es decir, con más medios ricos que con tan pocos ricos-ricos y tantos pobres-pobres, a pesar de lo que diga Cordero. Pero sobre todo, es necesario entender que terminar el camino a la democracia del país pasa por recuperar un concepto elemental: debemos legalizar la vida política. Tenemos que releer las leyes y darnos cuenta de que no es posible ninguna democracia sin un sistema judicial que más o menos funcione.
La ley ha sido sistemáticamente aplazada, cuando no vulnerada. Nadie, empezando por el Presidente de la República, manifiesta confianza en la institución si se descarta alguna de las actuaciones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ejemplo: Calderón presenta la modificación al derecho de amparo, ¿pero le niega el derecho de amparo a un rehén electoral?
La ley no forma parte de nuestros sueños, ni rige nuestro quehacer diario. Por eso no me escandaliza que se quiera usar la ley –que siempre es bidireccional– solamente para intentar castigar a alguien. Soy de quienes creen que las sociedades no tienen que sufrir ni ser débiles si cumplen sus leyes.
Más bien, todo lo contrario. Aquí, un día confundimos derecho con impunidad, y otro día pensamos que el poder es el referente último de la interpretación de las leyes, sin comprender, o tardando mucho en entender, que únicamente el imperio de la ley nos defiende frente a los excesos del poder.
Ahora, frente a la guerra-no-guerra, los daños colaterales, la lucha contra la corrupción, los sistemas de valoración y todo lo que hay inmerso en la duda genérica, hay que restablecer la ley, no para que sea una batalla más de titulares de periódicos o de noticieros prime time, sino para que realmente le sirva a México y a los mexicanos.
No se puede destruir la vida de nadie y pretender terminar la historia diciendo simplemente un “no lo pude probar” o “los jueces son corruptos”. Así como la Procuraduría debe hacer su trabajo correctamente e instruir los casos para que los jueces puedan condenar a nuestros delincuentes, también tiene la obligación constitucional de defender nuestros derechos.
México se convulsiona con falsos culpables. Seguimos queriendo negar la realidad de que uno de nuestros mayores problemas es que casi nadie piensa, ni actúa, ni invoca, ni construye, ni se rige por las leyes.
Podemos elegir a quienes las hacen, y ellos pueden cambiarlas, pero lo que no podemos hacer es seguir dentro de este lío inmenso que significa vivir sin ley, sin confianza en la justicia, y con un poder o unos poderes que, o se arreglan, o se abusan.
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