Orlando Delgado Selley
Luego de reconocer como únicas las candidaturas del mexicano Agustín Carstens y la francesa Christine Lagarde para dirigir al FMI, el Directorio Ejecutivo del organismo advirtió que “se valorarán los méritos de ambos aspirantes”, además de que se reunirá con ellos en Washington “para examinar sus puntos fuertes”.
Con tal declaración el Directorio Ejecutivo se ha propuesto convencer que no se continuará con la regla no escrita de que un europeo debe dirigir el FMI.
En consecuencia, ese viejo “arreglo de caballeros” entre Europa y Estados Unidos, repartiéndose la dirección del FMI y el Banco Mundial (BM), respectivamente, estaría llegando a su fin, lo que sin duda sería positivo.
Sin embargo, ha habido posicionamientos importantes que dan cuenta que entre los dos candidatos no sólo hay una diferencia de nacionalidad, sino –aún más importante– diferencias significativas en su postura frente a la crisis, los bancos centrales y las tareas de un organismo de la relevancia del Fondo Monetario Internacional.
En un artículo publicado en decenas de periódicos en el mundo, el influyente economista Joseph Stiglitz detalló qué es lo que está en juego en la designación de la nueva cabeza del organismo.
Tras indicar que desde hace años ha criticado la manera en que se gobiernan el FMI y el BM, Stiglitz recuerda que el G-20 acordó que el siguiente director-gerente del FMI sería elegido de manera transparente y que, además, provendría de un país emergente, lo que implicaba reconocer que el mundo había cambiado y que las potencias del siglo XX ya no lo eran en el siglo XXI.
Este cambio en la correlación de fuerzas económicas en el mundo – en el curso de una profunda crisis, generada justamente en el sistema financiero de esas antiguas potencias– proponía que los organismos financieros internacionales replantearan sus políticas, tanto para combatir las crisis, como las que fueron impulsadas para que los mercados operasen libremente.
Estas políticas de austeridad fiscal, privatizaciones, desregulación, autonomía de los bancos centrales y liberalización de flujos comerciales y de capital, no de personas, por supuesto, han generado repetidas crisis en los países en desarrollo, y en esta ocasión también en las naciones desarrolladas.
El FMI, basado en esos principios económicos, demostró que su gestión de la crisis asiática resultó desastrosa. La profundidad y persistencia de la crisis actual, concentrada por ahora en Europa, ha generado políticas impulsadas por el Banco Central Europeo (BCE), sucedáneo fiel del viejo FMI, que han privilegiado el cuidado del balance de los propios bancos europeos, en contra del bienestar de la gente de los países más afectados por las dificultades creadas por la deuda del gobierno y de los mismos bancos.
Tras más de un año, las decisiones financieras tomadas por los gobiernos de la Unión Europea, respaldados después por el FMI, entonces dirigido por Strauss-Kahn, no han resuelto el problema del primer país afectado: Grecia.
Nadie duda que la deuda griega debe reestructurarse. Lo que está a discusión es la manera como participan los bancos acreedores.
El planteamiento alemán es que los bancos acreedores obligatoriamente deberán aceptar el canje de sus documentos por nuevas emisiones con vencimiento a siete años.
El BCE y otros gobiernos de la Unión postulan que los bancos privados deberán participar voluntariamente en este intercambio de papeles.
Esta es la discusión que deberá enfrentar el nuevo director-gerente del FMI, es decir, persistir en la política de que la única solución es que los gobiernos afectados acepten el principio de austeridad como guía de sus decisiones económicas. Dicha guía establece, además, que el costo lo paguen los ciudadanos y los beneficios sean de los banqueros.
Frente a este dilema, Carstens ha dicho que las reformas estructurales tienen que hacerse, que esa es la solución. Ello quiere decir desmantelar el estado de bienestar para garantizar el pago de la deuda y el sobrecosto provocado por las descalificaciones hechas por las agencias calificadoras.
El postulado de Carstens es claro. Hay que hacer lo que siempre ha hecho el FMI, no importa que no haya funcionado, ni que haya tenido un costo brutal para las poblaciones involucradas.
De manera prudente, Stiglitz señala que “las ideologías simplistas llevaron al mundo al caos en el que hoy se encuentra, y las recetas simplistas (incluso en la forma de austeridad de mano dura) sólo agravarán los problemas”.
En cambio, destaca a Christine Lagarde por su defensa de las reformas al sector financiero, y advierte que la política no siempre se inclina por los buenos candidatos. Dice que “el mundo debería estar agradecido de que haya al menos uno bueno. El lugar donde haya nacido no debería ser un impedimento para sus perspectivas”.
Esta clara toma de partido por una candidatura que pueda enfrentarse a la ortodoxia más dura, y en contra de la que indudablemente retornaría a las prácticas tradicionales de apoyo a principios económicos que han demostrado su impertinencia, ha sido sostenida por otros.
La prensa más derechista de Estados Unidos, así como importantes lobbies como el American Enterprise Institute e incluso la Universidad de Chicago, ha montado una campaña contra Lagarde.
Amparados en la impertinencia europea de nombrar ellos al sucesor de Strauss-Kahn, han indicado que hace falta que el sucesor sea “alguien que se preste a condiciones mucho más duras” y que detenga la ruta del FMI “hacia la decadencia”.
Para este grupo reaccionario, Lagarde es una mala candidata. Habría uno bueno: el otro candidato (Carstens). Sin embargo, pese a las críticas, proponen que Estados Unidos apoye a la candidata francesa, para que el año próximo, cuando se renueve la cabeza del BM, los europeos apoyen al candidato estadunidense. La campaña, en consecuencia, no es para evitar que llegue Lagarde, sino para apoyar el regreso a la ortodoxia.
Y con este regreso se define una ruta para gestionar la crisis que coloque en primer lugar los intereses de los bancos europeos. Además, la nueva dirección del FMI no podrá proponerse cambios de política, como los de Strauss-Kahn y Olivier Lombarde, su economista en jefe, apoyando que los países emergentes tomaran medidas fiscales para frenar la entrada de capitales golondrinos.
La manera en la que Lagarde llegará, condicionada por los votos estadunidenses, atemperará sus eventuales propósitos reformadores.
Luego de reconocer como únicas las candidaturas del mexicano Agustín Carstens y la francesa Christine Lagarde para dirigir al FMI, el Directorio Ejecutivo del organismo advirtió que “se valorarán los méritos de ambos aspirantes”, además de que se reunirá con ellos en Washington “para examinar sus puntos fuertes”.
Con tal declaración el Directorio Ejecutivo se ha propuesto convencer que no se continuará con la regla no escrita de que un europeo debe dirigir el FMI.
En consecuencia, ese viejo “arreglo de caballeros” entre Europa y Estados Unidos, repartiéndose la dirección del FMI y el Banco Mundial (BM), respectivamente, estaría llegando a su fin, lo que sin duda sería positivo.
Sin embargo, ha habido posicionamientos importantes que dan cuenta que entre los dos candidatos no sólo hay una diferencia de nacionalidad, sino –aún más importante– diferencias significativas en su postura frente a la crisis, los bancos centrales y las tareas de un organismo de la relevancia del Fondo Monetario Internacional.
En un artículo publicado en decenas de periódicos en el mundo, el influyente economista Joseph Stiglitz detalló qué es lo que está en juego en la designación de la nueva cabeza del organismo.
Tras indicar que desde hace años ha criticado la manera en que se gobiernan el FMI y el BM, Stiglitz recuerda que el G-20 acordó que el siguiente director-gerente del FMI sería elegido de manera transparente y que, además, provendría de un país emergente, lo que implicaba reconocer que el mundo había cambiado y que las potencias del siglo XX ya no lo eran en el siglo XXI.
Este cambio en la correlación de fuerzas económicas en el mundo – en el curso de una profunda crisis, generada justamente en el sistema financiero de esas antiguas potencias– proponía que los organismos financieros internacionales replantearan sus políticas, tanto para combatir las crisis, como las que fueron impulsadas para que los mercados operasen libremente.
Estas políticas de austeridad fiscal, privatizaciones, desregulación, autonomía de los bancos centrales y liberalización de flujos comerciales y de capital, no de personas, por supuesto, han generado repetidas crisis en los países en desarrollo, y en esta ocasión también en las naciones desarrolladas.
El FMI, basado en esos principios económicos, demostró que su gestión de la crisis asiática resultó desastrosa. La profundidad y persistencia de la crisis actual, concentrada por ahora en Europa, ha generado políticas impulsadas por el Banco Central Europeo (BCE), sucedáneo fiel del viejo FMI, que han privilegiado el cuidado del balance de los propios bancos europeos, en contra del bienestar de la gente de los países más afectados por las dificultades creadas por la deuda del gobierno y de los mismos bancos.
Tras más de un año, las decisiones financieras tomadas por los gobiernos de la Unión Europea, respaldados después por el FMI, entonces dirigido por Strauss-Kahn, no han resuelto el problema del primer país afectado: Grecia.
Nadie duda que la deuda griega debe reestructurarse. Lo que está a discusión es la manera como participan los bancos acreedores.
El planteamiento alemán es que los bancos acreedores obligatoriamente deberán aceptar el canje de sus documentos por nuevas emisiones con vencimiento a siete años.
El BCE y otros gobiernos de la Unión postulan que los bancos privados deberán participar voluntariamente en este intercambio de papeles.
Esta es la discusión que deberá enfrentar el nuevo director-gerente del FMI, es decir, persistir en la política de que la única solución es que los gobiernos afectados acepten el principio de austeridad como guía de sus decisiones económicas. Dicha guía establece, además, que el costo lo paguen los ciudadanos y los beneficios sean de los banqueros.
Frente a este dilema, Carstens ha dicho que las reformas estructurales tienen que hacerse, que esa es la solución. Ello quiere decir desmantelar el estado de bienestar para garantizar el pago de la deuda y el sobrecosto provocado por las descalificaciones hechas por las agencias calificadoras.
El postulado de Carstens es claro. Hay que hacer lo que siempre ha hecho el FMI, no importa que no haya funcionado, ni que haya tenido un costo brutal para las poblaciones involucradas.
De manera prudente, Stiglitz señala que “las ideologías simplistas llevaron al mundo al caos en el que hoy se encuentra, y las recetas simplistas (incluso en la forma de austeridad de mano dura) sólo agravarán los problemas”.
En cambio, destaca a Christine Lagarde por su defensa de las reformas al sector financiero, y advierte que la política no siempre se inclina por los buenos candidatos. Dice que “el mundo debería estar agradecido de que haya al menos uno bueno. El lugar donde haya nacido no debería ser un impedimento para sus perspectivas”.
Esta clara toma de partido por una candidatura que pueda enfrentarse a la ortodoxia más dura, y en contra de la que indudablemente retornaría a las prácticas tradicionales de apoyo a principios económicos que han demostrado su impertinencia, ha sido sostenida por otros.
La prensa más derechista de Estados Unidos, así como importantes lobbies como el American Enterprise Institute e incluso la Universidad de Chicago, ha montado una campaña contra Lagarde.
Amparados en la impertinencia europea de nombrar ellos al sucesor de Strauss-Kahn, han indicado que hace falta que el sucesor sea “alguien que se preste a condiciones mucho más duras” y que detenga la ruta del FMI “hacia la decadencia”.
Para este grupo reaccionario, Lagarde es una mala candidata. Habría uno bueno: el otro candidato (Carstens). Sin embargo, pese a las críticas, proponen que Estados Unidos apoye a la candidata francesa, para que el año próximo, cuando se renueve la cabeza del BM, los europeos apoyen al candidato estadunidense. La campaña, en consecuencia, no es para evitar que llegue Lagarde, sino para apoyar el regreso a la ortodoxia.
Y con este regreso se define una ruta para gestionar la crisis que coloque en primer lugar los intereses de los bancos europeos. Además, la nueva dirección del FMI no podrá proponerse cambios de política, como los de Strauss-Kahn y Olivier Lombarde, su economista en jefe, apoyando que los países emergentes tomaran medidas fiscales para frenar la entrada de capitales golondrinos.
La manera en la que Lagarde llegará, condicionada por los votos estadunidenses, atemperará sus eventuales propósitos reformadores.
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