Lydia Cacho / Plan B
Hace cinco años, cuando escuchamos sobre el poder evidente, casi teatral, de las mafias en Ciudad Juárez nos preguntamos cómo llegamos a esos niveles de violencia. Dos años después esa frontera del asombro fue rebasada frente a las escenas de cabezas degolladas en las primeras planas de los diarios. Incluso eso se fue normalizando en el discurso, luego de que la población civil huyera despavorida un 15 de septiembre, cuando un grupo de narcotraficantes decidió incurrir en un acto terrorista para aclarar quién manda en Michoacán.
Un año más tarde ese “cómo llegamos hasta aquí” fue rebasado por el asesinato de Rodolfo Torre Cantú, casi gobernador de Tamaulipas; fue entonces que nos dimos cuenta del peso específico que el crimen organizado había adquirido, incluso en materia política. Pero aun ese atentado mortal palidece ante el descubrimiento de cientos de cuerpos inertes en fosas clandestinas. La nota policiaca quedó rebasada hace tiempo, solamente en Durango en seis fosas hallaron a 247 personas cuya vida fue arrebatada sin testigos aparentes. En Tamaulipas 183 asesinados en 40 sepulcros diferentes.
Cada semana, cada tercer día nos preguntamos cuándo llegaremos al fin. Lo que nos sume en la incertidumbre es la dolorosa convicción de que esta mojonera, la de creer que este será el peor de los eventos y pronto se detendrá la locura de la violencia, sigue avanzando a pesar nuestro. Ya sabemos que las muertes seguirán. Pero cada día descubrimos un horror inédito para el que ya nadie tiene respuestas claras. Nuestro leguaje normaliza los hechos, ahora la gente dice “sufrí un levantón” ante un robo y secuestro exprés; usamos indistintamente las palabras ejecutado y asesinado (como si implicaran lo mismo) y las autoridades se niegan a aceptar que las desapariciones forzadas se relacionan con actos ilegales de la autoridad militar.
Parecería que no hay nada más terrible que estas fosas, pero eso dijimos hace dos años con los 20 descabezados en los límites de Michoacán. Y luego colgaron a una joven mujer en un puente de Monterrey, que fue secuestrada. Días después, azorado, un grupo de soldados, enfrascado en una balacera con “sujetos” armados en camionetas, descubre que sus contrincantes eran jovencitas de entre 14 y 19 años, a quienes “Los Zetas” se llevaron y entrenaron en campos paramilitares. Por eso es importante preguntarnos de qué tragedia nos lamentaremos en dos años.
José Esparza me contó hace un año cómo los narcos entraron a sus casas en Durango y se llevaron frente a todos a su hermano, y de la casa vecina a su hermana. Los criminales necesitan contadores, administradoras, publicistas y van y les secuestran en plena luz del día, sin tomarse la molestia de enmascararse. Y una abogada de Chihuahua, con sus amigas y su bebé, se topó en la carretera con dos camionetas de hombres armados hasta los dientes que andaban buscando mujeres para divertirse. Ella sabía que si se la llevaban y aparecía muerta, ni siquiera tendría el velorio de una mujer honesta, porque la autoridad, de encontrar su cuerpo en una fosa, la catalogará como probable delincuente.
Y tal vez lo que más duele de México es saber que los dueños de las fronteras entre la paz y la guerra ya nos son las autoridades, sino los propios grupos criminales. Esos a los que décadas de impunidad flagrante, de priísmo corrupto, de panismo y perredismo ineficientes, abrieron las puertas.
A estas alturas resulta ocioso discutir si estamos en un Estado fallido o no. Es explicable que el Gobierno mexicano, preocupado por su imagen política, rechace esa etiqueta, pero más allá de las definiciones, lo que la sociedad civil vive en amplias zonas de México, al menos en 10 estados, resulta inadmisible y trágico. Negarles el derecho a la denuncia, a la solidaridad, a la búsqueda y defensa de la dignidad de sus desaparecidas y de sus muertos, es criminal.
No solamente se rebasan a diario las fronteras del horror, también las de la ilegalidad y la ética pública. Ya llegamos hasta aquí. ¿Qué podemos hacer para evitar llegar a un “hasta allá” de alcances inimaginables? Por lo pronto, unirnos en nuestras comunidades con cualquier esfuerzo de construcción de paz, de prevención de violencia y de solidaridad con las víctimas y, ante todo, llamar a las cosas y a los culpables por su nombre.
Hace cinco años, cuando escuchamos sobre el poder evidente, casi teatral, de las mafias en Ciudad Juárez nos preguntamos cómo llegamos a esos niveles de violencia. Dos años después esa frontera del asombro fue rebasada frente a las escenas de cabezas degolladas en las primeras planas de los diarios. Incluso eso se fue normalizando en el discurso, luego de que la población civil huyera despavorida un 15 de septiembre, cuando un grupo de narcotraficantes decidió incurrir en un acto terrorista para aclarar quién manda en Michoacán.
Un año más tarde ese “cómo llegamos hasta aquí” fue rebasado por el asesinato de Rodolfo Torre Cantú, casi gobernador de Tamaulipas; fue entonces que nos dimos cuenta del peso específico que el crimen organizado había adquirido, incluso en materia política. Pero aun ese atentado mortal palidece ante el descubrimiento de cientos de cuerpos inertes en fosas clandestinas. La nota policiaca quedó rebasada hace tiempo, solamente en Durango en seis fosas hallaron a 247 personas cuya vida fue arrebatada sin testigos aparentes. En Tamaulipas 183 asesinados en 40 sepulcros diferentes.
Cada semana, cada tercer día nos preguntamos cuándo llegaremos al fin. Lo que nos sume en la incertidumbre es la dolorosa convicción de que esta mojonera, la de creer que este será el peor de los eventos y pronto se detendrá la locura de la violencia, sigue avanzando a pesar nuestro. Ya sabemos que las muertes seguirán. Pero cada día descubrimos un horror inédito para el que ya nadie tiene respuestas claras. Nuestro leguaje normaliza los hechos, ahora la gente dice “sufrí un levantón” ante un robo y secuestro exprés; usamos indistintamente las palabras ejecutado y asesinado (como si implicaran lo mismo) y las autoridades se niegan a aceptar que las desapariciones forzadas se relacionan con actos ilegales de la autoridad militar.
Parecería que no hay nada más terrible que estas fosas, pero eso dijimos hace dos años con los 20 descabezados en los límites de Michoacán. Y luego colgaron a una joven mujer en un puente de Monterrey, que fue secuestrada. Días después, azorado, un grupo de soldados, enfrascado en una balacera con “sujetos” armados en camionetas, descubre que sus contrincantes eran jovencitas de entre 14 y 19 años, a quienes “Los Zetas” se llevaron y entrenaron en campos paramilitares. Por eso es importante preguntarnos de qué tragedia nos lamentaremos en dos años.
José Esparza me contó hace un año cómo los narcos entraron a sus casas en Durango y se llevaron frente a todos a su hermano, y de la casa vecina a su hermana. Los criminales necesitan contadores, administradoras, publicistas y van y les secuestran en plena luz del día, sin tomarse la molestia de enmascararse. Y una abogada de Chihuahua, con sus amigas y su bebé, se topó en la carretera con dos camionetas de hombres armados hasta los dientes que andaban buscando mujeres para divertirse. Ella sabía que si se la llevaban y aparecía muerta, ni siquiera tendría el velorio de una mujer honesta, porque la autoridad, de encontrar su cuerpo en una fosa, la catalogará como probable delincuente.
Y tal vez lo que más duele de México es saber que los dueños de las fronteras entre la paz y la guerra ya nos son las autoridades, sino los propios grupos criminales. Esos a los que décadas de impunidad flagrante, de priísmo corrupto, de panismo y perredismo ineficientes, abrieron las puertas.
A estas alturas resulta ocioso discutir si estamos en un Estado fallido o no. Es explicable que el Gobierno mexicano, preocupado por su imagen política, rechace esa etiqueta, pero más allá de las definiciones, lo que la sociedad civil vive en amplias zonas de México, al menos en 10 estados, resulta inadmisible y trágico. Negarles el derecho a la denuncia, a la solidaridad, a la búsqueda y defensa de la dignidad de sus desaparecidas y de sus muertos, es criminal.
No solamente se rebasan a diario las fronteras del horror, también las de la ilegalidad y la ética pública. Ya llegamos hasta aquí. ¿Qué podemos hacer para evitar llegar a un “hasta allá” de alcances inimaginables? Por lo pronto, unirnos en nuestras comunidades con cualquier esfuerzo de construcción de paz, de prevención de violencia y de solidaridad con las víctimas y, ante todo, llamar a las cosas y a los culpables por su nombre.
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