Miguel Ángel Granados Chapa
Ya se habían encontrado antes, a comienzos de mayo, poco antes de que Javier Sicilia encabezara la marcha de Cuernavaca a la Ciudad de México. Pero fue distinta su cita del 23 de junio. No fue un diálogo a solas, y ni siquiera Sicilia fue el principal interlocutor, pero Calderón actuó frente a él como si lo fuera. Para evitarlo, el poeta en receso pidió que estuvieran presentes víctimas y deudos de los abusos del Estado, los que se generan al fragor de la guerra contra el narcotráfico y los producidos por la abulia de las autoridades, por su corrupción, por sus temores, por sus complicidades. Y allí estaban, interpelando al que juzgan, a tono con la tradición presidencialista de nuestro país, el principal responsable de sus males. Si conocen la existencia de las jurisdicciones y de los fueros, de los niveles de gobierno y de los ámbitos de competencia, no les importan. Hay en su mentalidad, como en la de millones de mexicanos, una sola presencia a la que se debe pedir cuentas o ayuda, o apoyo: el presidente de la República.
Calderón había accedido al encuentro aun antes de que la Caravana del Consuelo adquiriera la significación con que llegó y salió de Ciudad Juárez: la más vasta movilización de los ofendidos, de los agraviados, de los que no son escuchados y que a veces son silenciados a balazos para que su reclamo deje de oírse.
Bautizados Calderón y Sicilia en el seno de la Iglesia mayoritaria en México, sus vidas y sus pensamientos muestran dos formas distintas, y lejanas, de entender, sentir y practicar la fe de Cristo. Puede decirse que en realidad no profesan la misma religión. Uno es católico, Calderón; otro, Sicilia, es cristiano. Suele suponerse que son lo mismo, dos formas de referirse a una realidad. Hasta puede aducirse que uno es el género y otro es la especie: hay cristianos no católicos, como los que militan en las confesiones surgidas de las reformas de Lutero y de Calvino, u otras más recientes que remiten el origen de su creencia al Crucificado del Calvario. Así, el catolicismo sería una especie del cristianismo, diferente del que practican los “hermanos separados”, como se les llama a partir del Concilio Vaticano II, y a los que antes se vilipendió como si fueran herejes.
Es posible, en mi opinión, llamar católicos de preferencia a los que privilegian los ritos externos que la espiritualidad surgida del que, según su propia creencia, murió por nosotros, para redimirnos a todos, en la Cruz, en una colina de Jerusalén. Los católicos, amén de ritualistas, hacen depender su fe de su apego a la institución, a la Iglesia católica, y más todavía a los hombres que la gobiernan. Son católicos las ovejas del rebaño que fue apacentado por Marcial Maciel y lo son ahora por Onésimo Cepeda. Son fieles incapaces de poner en cuestión la virtud que sólo porque visten sotana atribuyen a párrocos, obispos, cardenales y al Papa. Mientras más anacrónica sea la vestimenta que porten, mientras más corresponda a signos exteriores de una fe que debe estar alimentada desde dentro, más se acentúa su afinidad. Es que a los católicos les importa más el desayuno con que se festeja a quien recibe por primera vez la Eucaristía (o, por decirlo en el lenguaje que les es más propio, hace la primera comunión), que el sacramento mismo. Son quienes se desviven porque el ornato del templo donde se efectúa una boda sea deslumbrante, e impresionante la lista de asistentes, padrinos y testigos, más que por comprender el significado de la unión conyugal.
Los cristianos, en cambio, son adherentes a un credo que, fundado hace 2 mil años, tiene vigencia hoy, porque se refiere a las dolencias y potencias de la humanidad que no cambia, que es menesterosa siempre y tiende a la injusticia. El cristiano elige la austeridad por sobre el boato o la simple exhibición de signos exteriores de riqueza. El cristiano ama a su prójimo como a sí mismo; no lo ve, como ocurre con frecuencia en los medios católicos, como mero instrumento para la propia conveniencia. Un cristiano vive su fe desde dentro, buscando en su interior el nexo de su propia espiritualidad, con la que se nutre en el Evangelio. Este es, por cierto, como todo el Nuevo Testamento, como la Biblia misma, su lectura favorita. El católico, si bien va, lee el misal, más instructivo litúrgico que guía para la vida.
Calderón es católico; Sicilia, cristiano. Es seguro que el presidente no haya tenido jamás en sus manos la poesía del escritor con que ahora se ha encontrado. Vamos, es posible afirmar (aunque sea una mera conjetura) que ignora que Sicilia fundó y dirigió Ixtus, una revista de espiritualidad, cuyo nombre y emblema remiten al cristianismo fundacional, el de los pescadores en el lago Tiberiades, no al catolicismo de los potentados que creen comprar indulgencias con sus donaciones a obras pretendidamente pías. (Las indulgencias, por cierto, son instrumentos creados por el clero, formas de administrar el ingreso o el rechazo al cielo, en cuya existencia los cristianos no se fijan mucho, porque les importa la vida terrena, con sus paraísos y sus infiernos.) El presidente tampoco ha de conocer Conspiratio, la nueva publicación creada y dirigida por Sicilia para la consolidación de una cultura cristiana, de que está ayuna la sociedad mexicana, aun (¿o sobre todo?) la que asistió a los colegios más caros, administrados por órdenes y congregaciones que compiten por la clientela más pudiente.
Instado por Sicilia a pedir perdón a las víctimas, Calderón fue renuente a hacerlo. Él, tan contundente a últimas fechas, no pudo interrumpir su monólogo sobre las culpas y los arrepentimientos para proferir una exclamación inequívoca: ¡Sí, pido perdón a todos los agraviados!
En cambio, es seguro que Sicilia le haya perdonado la ofensa, el gesto de mal gusto por lo menos, de haber incluido en su comitiva en el Castillo de Chapultepec a Genaro García Luna, cuya renuncia le fue demandada por el poeta en silencio.
Ya se habían encontrado antes, a comienzos de mayo, poco antes de que Javier Sicilia encabezara la marcha de Cuernavaca a la Ciudad de México. Pero fue distinta su cita del 23 de junio. No fue un diálogo a solas, y ni siquiera Sicilia fue el principal interlocutor, pero Calderón actuó frente a él como si lo fuera. Para evitarlo, el poeta en receso pidió que estuvieran presentes víctimas y deudos de los abusos del Estado, los que se generan al fragor de la guerra contra el narcotráfico y los producidos por la abulia de las autoridades, por su corrupción, por sus temores, por sus complicidades. Y allí estaban, interpelando al que juzgan, a tono con la tradición presidencialista de nuestro país, el principal responsable de sus males. Si conocen la existencia de las jurisdicciones y de los fueros, de los niveles de gobierno y de los ámbitos de competencia, no les importan. Hay en su mentalidad, como en la de millones de mexicanos, una sola presencia a la que se debe pedir cuentas o ayuda, o apoyo: el presidente de la República.
Calderón había accedido al encuentro aun antes de que la Caravana del Consuelo adquiriera la significación con que llegó y salió de Ciudad Juárez: la más vasta movilización de los ofendidos, de los agraviados, de los que no son escuchados y que a veces son silenciados a balazos para que su reclamo deje de oírse.
Bautizados Calderón y Sicilia en el seno de la Iglesia mayoritaria en México, sus vidas y sus pensamientos muestran dos formas distintas, y lejanas, de entender, sentir y practicar la fe de Cristo. Puede decirse que en realidad no profesan la misma religión. Uno es católico, Calderón; otro, Sicilia, es cristiano. Suele suponerse que son lo mismo, dos formas de referirse a una realidad. Hasta puede aducirse que uno es el género y otro es la especie: hay cristianos no católicos, como los que militan en las confesiones surgidas de las reformas de Lutero y de Calvino, u otras más recientes que remiten el origen de su creencia al Crucificado del Calvario. Así, el catolicismo sería una especie del cristianismo, diferente del que practican los “hermanos separados”, como se les llama a partir del Concilio Vaticano II, y a los que antes se vilipendió como si fueran herejes.
Es posible, en mi opinión, llamar católicos de preferencia a los que privilegian los ritos externos que la espiritualidad surgida del que, según su propia creencia, murió por nosotros, para redimirnos a todos, en la Cruz, en una colina de Jerusalén. Los católicos, amén de ritualistas, hacen depender su fe de su apego a la institución, a la Iglesia católica, y más todavía a los hombres que la gobiernan. Son católicos las ovejas del rebaño que fue apacentado por Marcial Maciel y lo son ahora por Onésimo Cepeda. Son fieles incapaces de poner en cuestión la virtud que sólo porque visten sotana atribuyen a párrocos, obispos, cardenales y al Papa. Mientras más anacrónica sea la vestimenta que porten, mientras más corresponda a signos exteriores de una fe que debe estar alimentada desde dentro, más se acentúa su afinidad. Es que a los católicos les importa más el desayuno con que se festeja a quien recibe por primera vez la Eucaristía (o, por decirlo en el lenguaje que les es más propio, hace la primera comunión), que el sacramento mismo. Son quienes se desviven porque el ornato del templo donde se efectúa una boda sea deslumbrante, e impresionante la lista de asistentes, padrinos y testigos, más que por comprender el significado de la unión conyugal.
Los cristianos, en cambio, son adherentes a un credo que, fundado hace 2 mil años, tiene vigencia hoy, porque se refiere a las dolencias y potencias de la humanidad que no cambia, que es menesterosa siempre y tiende a la injusticia. El cristiano elige la austeridad por sobre el boato o la simple exhibición de signos exteriores de riqueza. El cristiano ama a su prójimo como a sí mismo; no lo ve, como ocurre con frecuencia en los medios católicos, como mero instrumento para la propia conveniencia. Un cristiano vive su fe desde dentro, buscando en su interior el nexo de su propia espiritualidad, con la que se nutre en el Evangelio. Este es, por cierto, como todo el Nuevo Testamento, como la Biblia misma, su lectura favorita. El católico, si bien va, lee el misal, más instructivo litúrgico que guía para la vida.
Calderón es católico; Sicilia, cristiano. Es seguro que el presidente no haya tenido jamás en sus manos la poesía del escritor con que ahora se ha encontrado. Vamos, es posible afirmar (aunque sea una mera conjetura) que ignora que Sicilia fundó y dirigió Ixtus, una revista de espiritualidad, cuyo nombre y emblema remiten al cristianismo fundacional, el de los pescadores en el lago Tiberiades, no al catolicismo de los potentados que creen comprar indulgencias con sus donaciones a obras pretendidamente pías. (Las indulgencias, por cierto, son instrumentos creados por el clero, formas de administrar el ingreso o el rechazo al cielo, en cuya existencia los cristianos no se fijan mucho, porque les importa la vida terrena, con sus paraísos y sus infiernos.) El presidente tampoco ha de conocer Conspiratio, la nueva publicación creada y dirigida por Sicilia para la consolidación de una cultura cristiana, de que está ayuna la sociedad mexicana, aun (¿o sobre todo?) la que asistió a los colegios más caros, administrados por órdenes y congregaciones que compiten por la clientela más pudiente.
Instado por Sicilia a pedir perdón a las víctimas, Calderón fue renuente a hacerlo. Él, tan contundente a últimas fechas, no pudo interrumpir su monólogo sobre las culpas y los arrepentimientos para proferir una exclamación inequívoca: ¡Sí, pido perdón a todos los agraviados!
En cambio, es seguro que Sicilia le haya perdonado la ofensa, el gesto de mal gusto por lo menos, de haber incluido en su comitiva en el Castillo de Chapultepec a Genaro García Luna, cuya renuncia le fue demandada por el poeta en silencio.
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