Raymundo Riva Palacio / Estrictamente Personal
Dice el poeta Javier Sicilia que la marcha de protesta que encabezó durante cuatro días en calidad de portavoz de la sociedad, desde Cuernavaca a la ciudad de México, es una lucha para transformar al país, porque si no lo hacemos “vamos a ir al infierno”. Decenas de miles que se sumaron en todo el país y en algunos puntos del mundo comparten su diagnóstico y sus enunciados, pero no se han dado cuenta que, en este sexenio, ya estamos en el Infierno.
La presión social para que el presidente Felipe Calderón cambie su estrategia militar en la guerra contra las drogas y la amplíe para darle un enfoque integral es inútil. El Presidente no lo va a hacer ahora, en la recta final de su administración, cuando en el momento en que tuvo la voluntad política para hacerlo, claudicó en el impulso de una lucha multifocal y multidisciplinaria como eje del combate a los cárteles, y optó por mantenerla como subsidiaria de una estrategia de fuerza y fuego que es y será lo que defina históricamente su sexenio.
La estrategia que se pide ahora existe desde el 8 de marzo de 2007 y se llama Estrategia Integral de Prevención del Delito y Combate a la Delincuencia. Fue un fracaso, pues ni la Secretaría de Educación promovió la cultura de legalidad, ni construyó espacios seguros y libres de violencia en las escuelas; ni la de Desarrollo Social incorporó los componentes de apoyo social para evitar que la pobreza fuera el combustible para el reclutamiento de sicarios entre los jóvenes, ni creó espacios alternativos de esparcimiento para la población que está en busca de identidad; ni tampoco Hacienda hizo nada por romper los circuitos financieros criminales, hasta muy recientemente.
La promesa presidencial de impulsar una campaña de información para sensibilizar a los mexicanos sobre el fenómeno, se convirtió en una intensa y masiva campaña de propaganda, que inadvertidamente estimuló que una parte de los desplazados se fuera al narcotráfico al mostrar en televisión el lujo, el dinero y las mujeres que rodeaban a los criminales, sin importar lo efímero de ello, pero que subrayó cuál era el énfasis de la estrategia: poder policial y militarización del país.
La fuerza es lo único que dio resultado de la estrategia. Incluso la ató a la campaña de propaganda permanente porque le dio al Presidente un alto nivel de credibilidad a sus esfuerzos para combatir el narcotráfico. Encuestas en Los Pinos no establecen si la gente piensa que gana o pierde la guerra contra los cárteles, sino que, como lo repite en sus discursos, sí está actuando contra ellos. La externalidad que produjo, y no resuelve la propaganda presidencial, es el quiebre con una sociedad que no entiende una racional basada en fuego y muertes, y que se siente cada vez más frustrada y llena de ansiedades.
La marcha de Sicilia es su última expresión, en sus fortalezas y debilidades. Fuerte porque habla de una sociedad activa, beligerante o lo suficientemente desesperada para desafiar al Estado de la mano de la voz del poeta. Habrá quien vea debilidad en la numeralia del contingente, sobretodo cuando la comparen con los más de un millón que en otros años marcharon contra secuestros e inseguridad. Pero no es lo mismo ir a la calle en tiempos de guerra, que caminar en tiempos de paz. La debilidad se encuentra en la forma como se plantean las demandas y se lanza un ultimátum al gobierno y a los políticos a partir de la fuerza moral de las víctimas.
“Este movimiento –retó Sicilia-, coloca a la clase política en la disyuntiva: o hay cambios radicales, o no aceptaremos más una elección”. Es una gran frase, pero sin la fuerza política para lograr la presión que pretende. Tras casi tres lustros de experiencias similares, la sociedad civil aún no encuentra las ruedas sobre las cuales se pueda convertir un reclamo social en un instrumento de presión y concreción política. El camino no es el voluntarismo, por insuficiente. La ruta es política, pero no en los términos planteados por Sicilia.
No es amenazar con no ir a votar, sino es exactamente lo contrario como se presiona. No es pedir respuestas a toda la clase política bajo las mismas premisas de reclamo al gobierno, sino buscar en dónde están los aliados dentro de esa clase política, no para integrarlos al movimiento, como inteligentemente se evitó, sino para que sean sus brazos ejecutores en aquellas instituciones donde se materializan las exigencias que se plantearon en el Zócalo de la ciudad de México.
Los gritos del silencio de la sociedad sobre combatir la corrupción y la impunidad, desmantelar las raíces económicas que producen las ganancias de los criminales, mejorar la democracia representativa y tener una democracia participativa, que incluya la democratización de los medios, no se escucharán si no se tejen en el sistema político con los políticos que tenemos. Le guste o no al movimiento de Sicilia, es con lo que se tiene que arrear. Buscar otro camino es lo que sí tiene una disyuntiva: que los reclamos se los lleve el viento, o dejar de plantear un nuevo pacto social y, efectivamente, se termine de romper lo que queda del actual.
El México Rojo en el que vivimos hoy día requiere menos emoción y más razón, más inteligencia estratégica y claridad sobre los tiempos y alcances de los objetivos. Este sexenio, para esos fines, se acabó. El Infierno no se apagará. Hay que pensar en 2012 y utilizar esa elección presidencial para ejercer la presión social y aprovechar la fuerza que se expresó en los cuatro últimos días. Pero no debe ser homogénea, sino casuística en intensidad y exigencia. Se tiene que caminar por esa ruta para acercar lo real a lo ideal a partir de lo verdaderamente posible y evitar que la nueva movilización termine como tantas otras, en la nada.
Dice el poeta Javier Sicilia que la marcha de protesta que encabezó durante cuatro días en calidad de portavoz de la sociedad, desde Cuernavaca a la ciudad de México, es una lucha para transformar al país, porque si no lo hacemos “vamos a ir al infierno”. Decenas de miles que se sumaron en todo el país y en algunos puntos del mundo comparten su diagnóstico y sus enunciados, pero no se han dado cuenta que, en este sexenio, ya estamos en el Infierno.
La presión social para que el presidente Felipe Calderón cambie su estrategia militar en la guerra contra las drogas y la amplíe para darle un enfoque integral es inútil. El Presidente no lo va a hacer ahora, en la recta final de su administración, cuando en el momento en que tuvo la voluntad política para hacerlo, claudicó en el impulso de una lucha multifocal y multidisciplinaria como eje del combate a los cárteles, y optó por mantenerla como subsidiaria de una estrategia de fuerza y fuego que es y será lo que defina históricamente su sexenio.
La estrategia que se pide ahora existe desde el 8 de marzo de 2007 y se llama Estrategia Integral de Prevención del Delito y Combate a la Delincuencia. Fue un fracaso, pues ni la Secretaría de Educación promovió la cultura de legalidad, ni construyó espacios seguros y libres de violencia en las escuelas; ni la de Desarrollo Social incorporó los componentes de apoyo social para evitar que la pobreza fuera el combustible para el reclutamiento de sicarios entre los jóvenes, ni creó espacios alternativos de esparcimiento para la población que está en busca de identidad; ni tampoco Hacienda hizo nada por romper los circuitos financieros criminales, hasta muy recientemente.
La promesa presidencial de impulsar una campaña de información para sensibilizar a los mexicanos sobre el fenómeno, se convirtió en una intensa y masiva campaña de propaganda, que inadvertidamente estimuló que una parte de los desplazados se fuera al narcotráfico al mostrar en televisión el lujo, el dinero y las mujeres que rodeaban a los criminales, sin importar lo efímero de ello, pero que subrayó cuál era el énfasis de la estrategia: poder policial y militarización del país.
La fuerza es lo único que dio resultado de la estrategia. Incluso la ató a la campaña de propaganda permanente porque le dio al Presidente un alto nivel de credibilidad a sus esfuerzos para combatir el narcotráfico. Encuestas en Los Pinos no establecen si la gente piensa que gana o pierde la guerra contra los cárteles, sino que, como lo repite en sus discursos, sí está actuando contra ellos. La externalidad que produjo, y no resuelve la propaganda presidencial, es el quiebre con una sociedad que no entiende una racional basada en fuego y muertes, y que se siente cada vez más frustrada y llena de ansiedades.
La marcha de Sicilia es su última expresión, en sus fortalezas y debilidades. Fuerte porque habla de una sociedad activa, beligerante o lo suficientemente desesperada para desafiar al Estado de la mano de la voz del poeta. Habrá quien vea debilidad en la numeralia del contingente, sobretodo cuando la comparen con los más de un millón que en otros años marcharon contra secuestros e inseguridad. Pero no es lo mismo ir a la calle en tiempos de guerra, que caminar en tiempos de paz. La debilidad se encuentra en la forma como se plantean las demandas y se lanza un ultimátum al gobierno y a los políticos a partir de la fuerza moral de las víctimas.
“Este movimiento –retó Sicilia-, coloca a la clase política en la disyuntiva: o hay cambios radicales, o no aceptaremos más una elección”. Es una gran frase, pero sin la fuerza política para lograr la presión que pretende. Tras casi tres lustros de experiencias similares, la sociedad civil aún no encuentra las ruedas sobre las cuales se pueda convertir un reclamo social en un instrumento de presión y concreción política. El camino no es el voluntarismo, por insuficiente. La ruta es política, pero no en los términos planteados por Sicilia.
No es amenazar con no ir a votar, sino es exactamente lo contrario como se presiona. No es pedir respuestas a toda la clase política bajo las mismas premisas de reclamo al gobierno, sino buscar en dónde están los aliados dentro de esa clase política, no para integrarlos al movimiento, como inteligentemente se evitó, sino para que sean sus brazos ejecutores en aquellas instituciones donde se materializan las exigencias que se plantearon en el Zócalo de la ciudad de México.
Los gritos del silencio de la sociedad sobre combatir la corrupción y la impunidad, desmantelar las raíces económicas que producen las ganancias de los criminales, mejorar la democracia representativa y tener una democracia participativa, que incluya la democratización de los medios, no se escucharán si no se tejen en el sistema político con los políticos que tenemos. Le guste o no al movimiento de Sicilia, es con lo que se tiene que arrear. Buscar otro camino es lo que sí tiene una disyuntiva: que los reclamos se los lleve el viento, o dejar de plantear un nuevo pacto social y, efectivamente, se termine de romper lo que queda del actual.
El México Rojo en el que vivimos hoy día requiere menos emoción y más razón, más inteligencia estratégica y claridad sobre los tiempos y alcances de los objetivos. Este sexenio, para esos fines, se acabó. El Infierno no se apagará. Hay que pensar en 2012 y utilizar esa elección presidencial para ejercer la presión social y aprovechar la fuerza que se expresó en los cuatro últimos días. Pero no debe ser homogénea, sino casuística en intensidad y exigencia. Se tiene que caminar por esa ruta para acercar lo real a lo ideal a partir de lo verdaderamente posible y evitar que la nueva movilización termine como tantas otras, en la nada.
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