Teniente Hernández Hernández: calumniado

Gloria Leticia Díaz

En la guerra contra el narcotráfico, un escrito anónimo le basta a la justicia militar para relacionar a un soldado con un capo y procesarlo por delitos contra la salud.

Es lo que le pasó al teniente Julián Hernández Hernández y a seis oficiales más, ahora procesados por haber recibido “fajos de billetes” de manos de Arturo Beltrán Leyva, El Barbas o El Jefe de Jefes.

Al menos así lo señala una carta anónima enviada al secretario de la Defensa, Guillermo Galván Galván, fechada el 24 de diciembre de 2009, ocho días después de que el capo fue ejecutado por fuerzas especiales de la Marina y cuatro antes de que Proceso (edición 1729) revelara el testimonio de uno de los cinco detenidos en el operativo, identificado como El Cocinero:

Éste dijo que “el día del ataque el llamado Jefe de Jefes esperaba a comer en su departamento nada menos que al comandante de la XXIV Zona Militar con sede en Cuernavaca”, el general Leopoldo Díaz Pérez, así como a “un capitán y un mayor del Ejército”.

Los nombres de Julián Hernández y sus compañeros, que no se conocían, aparecieron en un documento anónimo redactado con lenguaje castrense. Esa “prueba” y recortes de periódico son los únicos elementos en su contra incluidos en la causa penal 896/2009 que se le abrió por “colaboración en cualquier manera en el fomento para posibilitar el tráfico de narcóticos agravado”.

Lo que el teniente Hernández califica de libelo fue escrito en computadora y supuestamente redactado por una mujer que asegura que sostenía relaciones sentimentales con un sargento y que fue testigo de un encuentro entre siete oficiales de la XXIV zona con “un hombre alto, de barba” que era custodiado por seis personas.

El “hombre de barba” habría entregado fajos de billetes a los oficiales en un bar, y después todos –los militares, la firmante del anónimo, el hombre de barba y sus guardaespaldas– se dirigieron a un hotel a las afueras de Cuernavaca. Presuntamente quien entregó el dinero era El Barbas.

Originario de un pueblo de la Huasteca Hidalguense, Julián Hernández ingresó al Ejército, como muchos de su pueblo, “para salir de pobre”.

Adscrito al Tercer Regimiento Blindado de Reconocimiento, de la XXIV Zona Militar de Cuernavaca, estuvo al frente de una sección de fusileros integrada por 30 elementos de tropa. Tenía como función patrullar las calles y comunidades en Morelos.

“¿Qué sabes de Beltrán?”

Residente de la Zona Militar desde 2006, se le ordenó presentarse ante el coronel del Tercer Regimiento, Jesús García García, la mañana del 28 de diciembre de 2009. En la oficina del coronel encontró a otro teniente que había recibido la misma indicación que él.

García García les comentó: “Yo no los necesito, no sé qué se trae el comandante de la zona (Leopoldo Díaz) con ustedes”.

A las 10 de la mañana un teniente coronel se dirigió a ambos tenientes y les exigió que le entregaran sus armas de cargo y sus celulares, mientras policías judiciales militares vestidos de civil les ordenaron que los condujeran a sus habitaciones.

“A los dos judiciales que iban conmigo les pedí algún oficio que justificara su actuación. Nunca lo hicieron y me dijeron que traían órdenes contra nosotros y que más valía que cooperara”, cuenta. “Ya en mi alojamiento se llevaron documentos personales, cámara de video, un GPS, cargadores de mi pistola, ropa, fornituras, chalecos tácticos, y me preguntaban por un celular, que yo les insistía en que no tenía.

“Me ordenaron desnudarme y empezaron a golpearme. ‘¿Qué sabes de Arturo Beltrán?’, preguntaban, y yo les decía: ‘Sobre mi cama está la revista Proceso. Todo lo que sé está ahí’. Y siguieron los golpes.”

El otro teniente y él fueron subidos a una vagoneta blanca con placas del Distrito Federal; de reojo vio cómo otro oficial fue subido a un vehículo particular. Dentro de los autos los judiciales militares les vendaron los ojos.

Conocedor de la Zona Militar, Julián advirtió que los vehículos nunca la abandonaron y que fueron llevados a instalaciones del Patronato del Campo Militar, donde cada uno fue conducido a un cuarto para ser torturado, afirma.

Recuerda: “Me sentaron en una silla metálica, me ataron los pies, me pusieron una bolsa de plástico en la cabeza mientras me golpeaban el estómago; me envolvieron en una cobija mojada y me dieron toques eléctricos; por momentos quedé inconsciente, pero me despertaban a golpes”.

Deliberadamente, asegura, los judiciales militares se comunicaban por radio con otra persona, aparentemente “un mando”, quien decía que por órdenes superiores los siete oficiales tenían que ser detenidos, y cuando los torturadores informaron que el teniente Hernández se negaba a “cooperar”, la voz dio la instrucción de tirarlo en calles de Cuernavaca y “hablarle a La Maña para que me mataran”.

Con esa advertencia, añade, los torturadores lo subieron a una camioneta y simularon llevarlo a las calles de la ciudad; lo tiraron al pavimento, pero en realidad nunca salieron de la Zona Militar.

“Me dejaron un rato tirado y de repente oí un carro, me subieron a él y escuché a gente que decía: ‘¡Traicionaste al patrón!’. Pero eran las mismas voces de los policías judiciales militares y la misma camioneta; les dije que ya los había descubierto y me golpearon otra vez.

“Me llevaron al vivero de la Zona Militar; yo seguía negando todo y me dijeron que tenían luz verde para ir por mis papás, mi hijo y su mamá, que a ella la iban a violar. Escuché otra vez que por radio les decían a quienes me golpeaban que ya iban por el ‘paquete’, y daban señas de la ruta que se sigue para ir a la casa de mi hijo; cuando estaban supuestamente a una cuadra entré en pánico y les dije que dejaran en paz a mi familia, que iba a firmar lo que quisieran.”

Julián dice que, ablandado por los golpes y la tortura psicológica, recibió un documento con una declaración fabricada que tendría que aprenderse.

“No quiere cooperar”

La mañana del 29 de diciembre, los siete militares llegaron a las oficinas de la Procuraduría General de Justicia Militar en el Distrito Federal, donde fueron atendidos por el jefe de Averiguaciones Previas, el mayor Jesús Rosario Aragón Valenzuela.

“Le dije al mayor que no sabía por qué estaba ahí, que los judiciales militares me habían torturado. El mayor puso un gesto de desagrado y les gritó a los judiciales: ‘¡Éste no quiere cooperar y yo no estoy jugando!’. Llegaron dos judiciales miliares y el mayor dijo que me llevaran al baño. Ahí otra vez empezaron a golpearme. Les dije que ya estaba bueno, que me dejaran en paz.

“El mayor me dijo: ‘No te preocupes, vas a salir en unos tres años’. Y firmé lo que me puso enfrente.”

El teniente Hernández recuerda cómo un sargento, detenido con él, le dijo al mayor Aragón que tenía derecho a hacer una llamada, que le permitiera hacerla, y el agente le respondió: “Eso sólo pasa en Estados Unidos. Estás en México y aquí te chingas”.

El mismo 29 de diciembre, los siete oficiales fueron conducidos a dormitorios de la Policía Judicial Militar, en el Campo Militar Número 1. Estuvieron hasta el 31 de diciembre esposados a las literas e incomunicados. “Querían que se borraran las huellas de la tortura antes de que nos hicieran el certificado médico para pasar a la prisión militar, pero no fue suficiente; a pesar de estar todos golpeados, el médico puso en el certificado ‘sin novedad’. Yo reclamé y me dijo que como podía caminar no había novedad”, dice Julián.

Cuando los soldados iban a rendir su declaración preparatoria le pidieron al primer abogado civil que vieron por los juzgados militares que los defendiera.

“El licenciado pidió peritajes por los golpes y alegó que nuestras declaraciones no era válidas por haber sido torturados. Cuando el licenciado salió del Campo Militar lo alcanzaron soldados y le dijeron que no se metiera en nuestro caso, que ya todo estaba armado. El abogado se asustó y se negó a defendernos.”

Su actual defensor, también civil, tramitó un amparo directo contra el auto de formal prisión en el Juzgado Tercero de Distrito, que resultó favorable: se ordena al juez militar que libere a los presos porque el auto no está fundado ni motivado.

Un tribunal colegiado ratificó la resolución, pero el juzgado militar les volvió a dictar formal prisión.

Hernández tiene miedo porque su familia está vigilada y se indigna porque su imagen es utilizada en una campaña interna de la Sedena contra la corrupción.

“Un amigo me vino a ver y me dijo que les habían pasado un video en el que aparece mi rostro: aparezco como un mal ejemplo de soldado, diciendo que yo trabajé para Beltrán y que ahora estoy en la cárcel. Mi amigo me dijo que después de ver ese video había decidido que ya no volvería a visitarme, que tenía miedo de que lo metieran a la prisión por hablar conmigo. Eso es lo que más me duele, que además de que me tienen encerrado, manchen mi imagen y mis amigos me dejen solo.”

El teniente Julián Hernández fue trasladado el 28 de abril de 2011 al penal de máxima seguridad de Perote.

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