Jorge Carrasco Araizaga
Hace casi 20 años, en el verano de 1992, la soberbia criminal de la Cosa Nostra detonó la movilización social en Palermo contra la delincuencia organizada.
La capital de Sicilia fue entonces escenario de lo que ahora se prepara en el país: el repudio al asesinato de Juan Francisco Sicilia Ortega, la noche del 27 de marzo pasado, que se ha convertido en caso emblemático de la violencia mafiosa en México.
El 23 de mayo de 1992, en un primer atentado con coche bomba en el que se utilizó una tonelada de explosivos, fue asesinado el juez antimafia Giovanni Falcone, su esposa Francesca Morvillo y los tres jóvenes escoltas que los custodiaban, cuando circulaban por la carretera Palermo-Trappani.
Dos meses después, el 19 de julio, en otro atentado dinamitero, en pleno Palermo, la capital de Sicilia, la mafia asesinó a quien se perfilaba como el sucesor de Falcone, el juez Paolo Borsellino. Junto con él murieron sus cinco guardaespaldas y 15 personas más resultaron heridas debido a que el ataque se perpetró frente a un edificio de departamentos.
En la lógica criminal, la Cosa Nostra tenía sobradas razones para ir contra ambos. Falcone y Borsellino habían instruido lo que se conoció como lo que a la postre sería el primer juicio importante contra la mafia italiana, conocido como el maxiproceso y que derivó en el encarcelamiento de casi 500 mafiosos.
Para prepararse, a fines de los años ochenta, ambos prácticamente se recluyeron en la isla siciliana de Asinara, donde se encuentra una cárcel de máxima seguridad. Ahí no sólo ordenaron la investigación, sino que diseñaron la estrategia para asestar el severo golpe a la organización que durante décadas había permanecido intocada.
La revancha de la mafia desató la movilización de la sociedad palermitana, harta de la violencia, pero hasta ese momento amedrentada por el control que ejercía la delincuencia organizada sobre las actividades económicas, la vida política y sobre todo, el apoyo comunitario, ya fuera por complicidad o por miedo.
El asesinato del hijo del escritor Javier Sicilia coloca a la sociedad mexicana ante la oportunidad de ir más allá de la expresión del hartazgo por la violencia ejercida tanto por la delincuencia organizada como por el gobierno de Felipe Calderón.
Pero a diferencia de la experiencia italiana, donde la sociedad respaldó la lucha antimafia encabezada por la magistratura italiana, en México la sociedad tendrá que ir contra la violencia de los narcos y la violencia institucional.
Hasta ahora vilipendiada por esa doble violencia, que en varios estados del país la ha puesto de rodillas, la sociedad mexicana tiene un mayor problema del que en su momento tuvieron los palermitanos.
El narcotráfico no sólo está más disperso y fragmentado, sino que se ha incrustado en todos los principales niveles de poder del país: las instituciones gubernamentales, sobre todo al interior del gabinete de seguridad nacional; es decir, las secretarías de la Defensa Nacional, la Marina, Seguridad Pública y la Procuraduría General de la República, por no hablar de los gobiernos estatales y municipales.
También está en el Poder Legislativo: en los congresos estatales, la Cámara de Diputados y el Senado. Tampoco se escapa el Poder Judicial, donde no pocos funcionarios y empleados han sido parte de las acciones de los narcotraficantes.
Todavía más difícil es la presencia estadunidense, a la que el gobierno de Felipe Calderón le ha dado lo que Washington siempre quiso: encabezar, en México, bajo su dirección y sus lineamientos, el combate al narcotráfico como una forma de “asegurar” su frontera sur.
Después de la movilización, en Palermo se trabajó en lo que se definió como la cultura de la legalidad, que consistió principalmente en la educación cívica y escolar, en especial de los niños y jóvenes, que en el caso de México se han convertido en el gran reservorio del narcotráfico.
Conocida como el Renacimiento de Sicilia, esa experiencia no acabó con la mafia siciliana, pero le dio seguridad a la sociedad, la razón de ser de cualquier Estado.
En México, antes de llegar a un círculo virtuoso –que por más que lo sea en ningún momento acabará con el negocio de las drogas, pero sí debe devolverle el sentido de civilización a este país– será muy difícil avanzar en esa cultura de legalidad, sobre todo ante la corrupción de las élites políticas y económicas del país.
Pero se podrá avanzar en asuntos concretos: como conocer la verdad histórica de lo que ha ocurrido. 40 mil muertos, miles de desaparecidos, miles de amenazados, decenas de miles de desplazados, miles de viudas y huérfanos obligan también a establecer responsabilidades. Hay experiencias internacionales que podrán ser de ayuda.
Hace casi 20 años, en el verano de 1992, la soberbia criminal de la Cosa Nostra detonó la movilización social en Palermo contra la delincuencia organizada.
La capital de Sicilia fue entonces escenario de lo que ahora se prepara en el país: el repudio al asesinato de Juan Francisco Sicilia Ortega, la noche del 27 de marzo pasado, que se ha convertido en caso emblemático de la violencia mafiosa en México.
El 23 de mayo de 1992, en un primer atentado con coche bomba en el que se utilizó una tonelada de explosivos, fue asesinado el juez antimafia Giovanni Falcone, su esposa Francesca Morvillo y los tres jóvenes escoltas que los custodiaban, cuando circulaban por la carretera Palermo-Trappani.
Dos meses después, el 19 de julio, en otro atentado dinamitero, en pleno Palermo, la capital de Sicilia, la mafia asesinó a quien se perfilaba como el sucesor de Falcone, el juez Paolo Borsellino. Junto con él murieron sus cinco guardaespaldas y 15 personas más resultaron heridas debido a que el ataque se perpetró frente a un edificio de departamentos.
En la lógica criminal, la Cosa Nostra tenía sobradas razones para ir contra ambos. Falcone y Borsellino habían instruido lo que se conoció como lo que a la postre sería el primer juicio importante contra la mafia italiana, conocido como el maxiproceso y que derivó en el encarcelamiento de casi 500 mafiosos.
Para prepararse, a fines de los años ochenta, ambos prácticamente se recluyeron en la isla siciliana de Asinara, donde se encuentra una cárcel de máxima seguridad. Ahí no sólo ordenaron la investigación, sino que diseñaron la estrategia para asestar el severo golpe a la organización que durante décadas había permanecido intocada.
La revancha de la mafia desató la movilización de la sociedad palermitana, harta de la violencia, pero hasta ese momento amedrentada por el control que ejercía la delincuencia organizada sobre las actividades económicas, la vida política y sobre todo, el apoyo comunitario, ya fuera por complicidad o por miedo.
El asesinato del hijo del escritor Javier Sicilia coloca a la sociedad mexicana ante la oportunidad de ir más allá de la expresión del hartazgo por la violencia ejercida tanto por la delincuencia organizada como por el gobierno de Felipe Calderón.
Pero a diferencia de la experiencia italiana, donde la sociedad respaldó la lucha antimafia encabezada por la magistratura italiana, en México la sociedad tendrá que ir contra la violencia de los narcos y la violencia institucional.
Hasta ahora vilipendiada por esa doble violencia, que en varios estados del país la ha puesto de rodillas, la sociedad mexicana tiene un mayor problema del que en su momento tuvieron los palermitanos.
El narcotráfico no sólo está más disperso y fragmentado, sino que se ha incrustado en todos los principales niveles de poder del país: las instituciones gubernamentales, sobre todo al interior del gabinete de seguridad nacional; es decir, las secretarías de la Defensa Nacional, la Marina, Seguridad Pública y la Procuraduría General de la República, por no hablar de los gobiernos estatales y municipales.
También está en el Poder Legislativo: en los congresos estatales, la Cámara de Diputados y el Senado. Tampoco se escapa el Poder Judicial, donde no pocos funcionarios y empleados han sido parte de las acciones de los narcotraficantes.
Todavía más difícil es la presencia estadunidense, a la que el gobierno de Felipe Calderón le ha dado lo que Washington siempre quiso: encabezar, en México, bajo su dirección y sus lineamientos, el combate al narcotráfico como una forma de “asegurar” su frontera sur.
Después de la movilización, en Palermo se trabajó en lo que se definió como la cultura de la legalidad, que consistió principalmente en la educación cívica y escolar, en especial de los niños y jóvenes, que en el caso de México se han convertido en el gran reservorio del narcotráfico.
Conocida como el Renacimiento de Sicilia, esa experiencia no acabó con la mafia siciliana, pero le dio seguridad a la sociedad, la razón de ser de cualquier Estado.
En México, antes de llegar a un círculo virtuoso –que por más que lo sea en ningún momento acabará con el negocio de las drogas, pero sí debe devolverle el sentido de civilización a este país– será muy difícil avanzar en esa cultura de legalidad, sobre todo ante la corrupción de las élites políticas y económicas del país.
Pero se podrá avanzar en asuntos concretos: como conocer la verdad histórica de lo que ha ocurrido. 40 mil muertos, miles de desaparecidos, miles de amenazados, decenas de miles de desplazados, miles de viudas y huérfanos obligan también a establecer responsabilidades. Hay experiencias internacionales que podrán ser de ayuda.
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