Gloria Leticia Díaz
Su nombre hacía temblar a los luchadores de la izquierda en los años setenta y ochenta… En torno a la prisión del Campo Militar Número 1, emblema de la represión ilegal de Estado, se tejieron historias siniestras: que desde ahí el Ejército se deshacía de los “problemas” del gobierno en turno, que era un auténtico hoyo negro del que pocos salían vivos... Durante varios meses, la reportera Gloria Leticia Díaz, como parte de una investigación periodística, logró franquear los muros de esa cárcel, que se creía inexpugnable, y entrevistar a soldados y oficiales presos, de cuyo testimonio se desprende que la sórdida instalación castrense mantiene su vocación torturadora y represiva. En este reporte especial ofrecemos las historias de quienes han comprobado que la maquinaria negra del régimen continúa vigente...
Lugar de torturas y encierro de estudiantes, sindicalistas y luchadores sociales; de
campesinos “sospechosos” de simpatizar con la guerrilla; de militantes de organizaciones armadas clandestinas y hasta de ciudadanos inocentes –muchos de ellos incluidos en las listas de desaparecidos políticos del país–, la del Campo Militar Número 1 se consideraba en los años setenta y ochenta la prisión clandestina más grande y siniestra de México.
Una investigación periodística realizada durante varios meses por Proceso en las entrañas de esa cárcel, considerada inexpugnable, permite sostener que los motivos de su negra fama permanecen tan vigentes como entonces.
Inaugurada en el sexenio de Adolfo López Mateos y destinada supuestamente al confinamiento de militares que incurrieran en delitos, durante la guerra sucia y el movimiento estudiantil de 1968 se convirtió en el punto de origen de las desapariciones de opositores al régimen.
En abril de 1988, la publicación en este semanario de una serie de revelaciones hechas por un desertor del Ejército permitió confirmar las atrocidades que solían cometerse en el Campo Militar Número 1, siempre desmentidas por autoridades civiles y militares que señalaban que eran meras leyendas inventadas por los enemigos de la nación.
En la publicación referida, el paracaidista Zacarías Osorio Cruz, quien solicitó y logró obtener refugio político en Canadá, reveló que entre 1978 (cuando se dio de alta en las Fuerzas Armadas) y 1983 (cuando desertó) participó en acciones en las que decenas de civiles recluidos en la prisión del Campo Militar Número 1 fueron ejecutados.
El exmilitar dijo que había tomado parte en unos 15 ó 20 operativos ordenados por el general José Hernández Toledo, consistentes en sacar de esa prisión a grupos de entre cinco y siete presos civiles y trasladarlos a un polígono de tiro del Ejército en el Estado de México, en San Juan Teotihuacán, en el que, sin más, eran ejecutados.
Estas declaraciones las expuso Osorio Cruz en una audiencia efectuada en Montreal el 14 de marzo de 1988 para revisar su solicitud de refugio político (Proceso 598).
Las mismas historias
Según pudo constatar este semanario a lo largo de una investigación periodística que duró varios meses, los testimonios que refieren torturas y encarcelamientos bajo sospecha de ilegalidad en la prisión militar se repiten hoy como hace 30 o 40 años, ahora en perjuicio de soldados que participaron en la guerra de Felipe Calderón contra el narcotráfico.
En pláticas y confidencias de los familiares de algunos presos con la reportera de Proceso, surgió la idea de invitarla para que visitara a los reos y conociera de primera mano sus casos. Uno de los internos –cuyo nombre se reserva a petición suya para evitar represalias– accedió a recibirla como “visita” y la puso en contacto con numerosos militares dispuestos a rendir sus testimonios.
La reportera ingresaba a la cárcel los días de visita –jueves y sábados–, momentos que dedicó a realizar las entrevistas con quienes decidieron dar su versión acerca de la guerra contra el crimen organizado.
Son oficiales que estuvieron al frente de operativos de combate al narcotráfico y están convencidos de que, por encima de la lealtad que le deben al Ejército, está su derecho a la libre expresión y el de los ciudadanos a estar informados.
Las charlas con esos soldados tuvieron lugar en los jardines de la cárcel y su contenido se registró en notas a lápiz, pues está prohibido meter equipos de grabación o de telefonía.
En las conversaciones se tomó nota de la inconformidad de las tropas por estar obligadas a salir a las calles a combatir a narcotraficantes, sabedores de que la Constitución no los faculta para esa tarea y porque, aseguran, no tienen el equipo ni el armamento adecuados.
Hubo la oportunidad de entrevistar a oficiales. Algunos de ellos expresaron su frustración y su convicción de que fueron traicionados por la institución castrense.
Los procesados por supuestos vínculos con el narcotráfico afirman ser chivos expiatorios; quienes enfrentan cargos por asesinar a civiles consideran que su encarcelamiento es una estrategia mediática para contener las críticas de las organizaciones que exigen castigo a los soldados homicidas.
Los militares que aceptaron hablar con este semanario sobre su experiencia en la guerra contra el narcotráfico pusieron una sola condición: que no se publicaran sus nombres. La petición no es gratuita. Su vida está en manos del titular de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), Guillermo Galván Galván. Además, aseguran, grupos de soldados han sacado de las celdas a prisioneros para torturarlos o desaparecerlos.
Más de uno expresó su temor por ellos y por sus familiares o amigos, de quienes la Sedena tiene todos los datos: acta de nacimiento, identificación oficial, dirección, teléfono, y en algunos casos hasta croquis con indicaciones claras para llegar a sus domicilios.
Lo menos que a los internos se les puede imponer como castigo, afirman, es recluirlos en “las negras” –celdas donde permanecen aislados largo tiempo–, prohibirles la visita conyugal o maltratar a sus mujeres e hijos en la revisión para ingresar a la prisión.
Quienes accedieron a que sus nombres se publicaran –los oficiales Freddy Colorado Montejo, Julián Hernández Hernández y Eladio Arriaga Pérez– lo hicieron para dar a conocer sus procesos jurídicos y para denunciar abusos y anomalías.
Dos de ellos, Colorado y Hernández –acusados de tener vínculos con el narcotráfico–, fueron trasladados al Centro Federal de Readaptación Social (Cefereso) Villa Aldama, en Perote, Veracruz, la madrugada del pasado 28 de abril, junto con otros 50 reos procesados por los mismos cargos, ante cuyas familias no se ha justificado la reubicación. Varios de los trasladados habían dado su testimonio anónimo a Proceso.
Todos los entrevistados solicitaron que se publicara la siguiente advertencia: responsabilizan al titular de la Sedena y a los encargados de la prisión militar y del Cefereso de Perote de cualquier atentado que pueda haber contra su vida o la de sus familias.
Por ese irregular traslado, familiares de algunos de los procesados interpusieron una denuncia ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).
No es la primera queja que se presenta ante ese organismo por presuntas violaciones a derechos humanos de los militares. La CNDH informa que de 2008 a abril de 2011, 99 soldados y sus familias han interpuesto quejas por tortura o detenciones ilegales, entre otros agravios, contra miembros de la Sedena.
Filtros, filtros y más filtros...
Para encontrarse con los presos, desde el registro en la puerta 7 del Campo Militar Número 1 hay que pasar cinco puestos de revisión. Seis, si se llevan alimentos.
No todos los soldados reciben visitas. Muchos son de otras entidades y sus familiares no tienen los recursos suficientes para viajar al Distrito Federal.
Al trasponer las puertas de esta prisión, resguardada por altos muros de piedra vigilados desde torretas por guardias con armas de alto poder, hay que abordar un camión.
En ese transporte las esposas de los presos platican y se cuentan sus apuros. En la mayoría de los casos los soldados encarcelados eran el único sostén de sus casas, y ahora, por lo que establece el reglamento castrense, sus haberes se reducen: un teniente que ganaba 15 mil pesos al mes ahora sólo recibe mil; un cabo que percibía 6 mil mensuales ahora sólo gana 600.
A fuerza de verse durante ese trayecto, las familias acaban estableciendo lazos amistosos. Comparten angustias por las lesiones que, aseguran, tienen sus maridos tras las sesiones de tortura a que los sometieron para que aceptaran su responsabilidad en los delitos de los que se les acusa.
Al llegar al estacionamiento de la prisión se anotan los nombres de las visitas y se recogen las identificaciones. Después se pasa por un detector de metales. Por último, los visitantes son sometidos a una revisión corporal en busca de sustancias o artículos prohibidos que podrían ocultarse entre la ropa interior. A los guardias les preocupa especialmente que entren chips de celular, memorias usb, teléfonos, grabadoras o cámaras.
Para meter libros o revistas el interno debe hacer una solicitud a la dirección de la cárcel, instancia que analiza si el contenido es apto para los internos.
Si se lleva comida hay que pasar otro filtro. Con una misma cuchara que se usa una y otra vez y sólo se limpia con servilletas, los soldados revuelven los alimentos en busca de objetos prohibidos.
Una vez pasadas esas revisiones se cruza un camino flanqueado con malla ciclónica hasta llegar a los jardines donde los reos –vestidos con uniformes tipo militar pero de color azul añil– reciben a las visitas. La ocasión es ambientada con música instrumental, interrumpida de vez en cuando por el voceo a los presos para que se presenten a la puerta de ingreso a recibir a sus visitantes.
Aunque todos tienen los mismos uniformes azules, las insignias se conservan en hombreras y gorras. Aquí, el respeto a los rangos superiores debe mantenerse.
Aparentemente las instalaciones están bien cuidadas. El mantenimiento corre a cargo de internos que purgan penas por deserción; ellos deben llevar distintivos blancos en la ropa y no pueden hablar con los procesados o sentenciados por otros delitos.
Los desertores se levantan a las tres de la mañana todos los días y no dejan de trabajar sino hasta las ocho de la noche, cuando se cierra la treintena de dormitorios o cuadras, cada una de las cuales aloja un promedio de 50 hombres.
En los jardines hay juegos para los hijos de los soldados. También una pequeña tienda o “casino” donde se vende todo lo que los visitantes no pueden llevar: pan, gelatina, arroz, tamales, pasteles, frituras, dulces... productos que se llegan a vender hasta tres veces más caros que en cualquier tienda de la ciudad.
Los presos calculan que cada mes ingresan al casino alrededor de 80 mil pesos, dinero que por reglamento debe invertirse en el mantenimiento del penal. Pero aseguran que buena parte de esas ganancias va al bolsillo del director de la cárcel.
Como en todas las prisiones, la principal queja de los internos tiene que ver con la comida. Dicen que es tan mala que un día, después de comer, 90 de ellos tuvieron que ir a la enfermería con severas molestias estomacales.
Cifras carcelarias
En respuesta a una solicitud de información de Proceso, el pasado 30 de marzo la Sedena informó sobre los ingresos a la prisión del Campo Militar Número 1, clasificados por grados y delitos o faltas, de 2007 a los primeros meses de 2011.
El oficio de respuesta, con el número 1425 y firmado por el encargado de la Unidad de Enlace de la Sedena, general Julio Álvarez Arellano, hace evidente el crecimiento de ingresos por delitos relacionados con la guerra contra el narco.
Mientras que en 2007 fueron recluidos tres militares y en 2008 sólo dos acusados por delitos contra la salud, en 2009 la cifra se disparó a 28. En 2010 fueron 10 y uno más por “delincuencia organizada agravada”, mientras que en los primeros meses de 2011 la prisión militar registró 20 ingresos por esos delitos. En suma, 64 militares procesados presuntamente por colaborar con narcotraficantes.
El reporte señala que por esos delitos se procesa a un coronel, dos tenientes coroneles, un mayor, cuatro capitanes, 16 tenientes, 8 subtenientes, 17 sargentos, 11 cabos y cuatro soldados rasos.
Esa cifra cambió el 28 de abril cuando, en los primeros minutos del día, 52 de los procesados por delitos contra la salud fueron trasladados al penal de máxima seguridad de Perote.
Hasta el cierre de esta edición, los familiares de los presos no tenían información acerca de los motivos del traslado y pidieron la intervención de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).
Ni siquiera los jueces militares que llevan las causas de esos internos conocieron los motivos de la transferencia. Un oficio firmado por el director del penal, el general Carlos Murguía Alonso, informa que por órdenes de “DN-12”, a las 5:30 horas del 28 de abril se trasladó a los presos.
DN-12, se enterarían los familiares después, es la clave interna para identificar a la Procuraduría de Justicia Militar.
Su nombre hacía temblar a los luchadores de la izquierda en los años setenta y ochenta… En torno a la prisión del Campo Militar Número 1, emblema de la represión ilegal de Estado, se tejieron historias siniestras: que desde ahí el Ejército se deshacía de los “problemas” del gobierno en turno, que era un auténtico hoyo negro del que pocos salían vivos... Durante varios meses, la reportera Gloria Leticia Díaz, como parte de una investigación periodística, logró franquear los muros de esa cárcel, que se creía inexpugnable, y entrevistar a soldados y oficiales presos, de cuyo testimonio se desprende que la sórdida instalación castrense mantiene su vocación torturadora y represiva. En este reporte especial ofrecemos las historias de quienes han comprobado que la maquinaria negra del régimen continúa vigente...
Lugar de torturas y encierro de estudiantes, sindicalistas y luchadores sociales; de
campesinos “sospechosos” de simpatizar con la guerrilla; de militantes de organizaciones armadas clandestinas y hasta de ciudadanos inocentes –muchos de ellos incluidos en las listas de desaparecidos políticos del país–, la del Campo Militar Número 1 se consideraba en los años setenta y ochenta la prisión clandestina más grande y siniestra de México.
Una investigación periodística realizada durante varios meses por Proceso en las entrañas de esa cárcel, considerada inexpugnable, permite sostener que los motivos de su negra fama permanecen tan vigentes como entonces.
Inaugurada en el sexenio de Adolfo López Mateos y destinada supuestamente al confinamiento de militares que incurrieran en delitos, durante la guerra sucia y el movimiento estudiantil de 1968 se convirtió en el punto de origen de las desapariciones de opositores al régimen.
En abril de 1988, la publicación en este semanario de una serie de revelaciones hechas por un desertor del Ejército permitió confirmar las atrocidades que solían cometerse en el Campo Militar Número 1, siempre desmentidas por autoridades civiles y militares que señalaban que eran meras leyendas inventadas por los enemigos de la nación.
En la publicación referida, el paracaidista Zacarías Osorio Cruz, quien solicitó y logró obtener refugio político en Canadá, reveló que entre 1978 (cuando se dio de alta en las Fuerzas Armadas) y 1983 (cuando desertó) participó en acciones en las que decenas de civiles recluidos en la prisión del Campo Militar Número 1 fueron ejecutados.
El exmilitar dijo que había tomado parte en unos 15 ó 20 operativos ordenados por el general José Hernández Toledo, consistentes en sacar de esa prisión a grupos de entre cinco y siete presos civiles y trasladarlos a un polígono de tiro del Ejército en el Estado de México, en San Juan Teotihuacán, en el que, sin más, eran ejecutados.
Estas declaraciones las expuso Osorio Cruz en una audiencia efectuada en Montreal el 14 de marzo de 1988 para revisar su solicitud de refugio político (Proceso 598).
Las mismas historias
Según pudo constatar este semanario a lo largo de una investigación periodística que duró varios meses, los testimonios que refieren torturas y encarcelamientos bajo sospecha de ilegalidad en la prisión militar se repiten hoy como hace 30 o 40 años, ahora en perjuicio de soldados que participaron en la guerra de Felipe Calderón contra el narcotráfico.
En pláticas y confidencias de los familiares de algunos presos con la reportera de Proceso, surgió la idea de invitarla para que visitara a los reos y conociera de primera mano sus casos. Uno de los internos –cuyo nombre se reserva a petición suya para evitar represalias– accedió a recibirla como “visita” y la puso en contacto con numerosos militares dispuestos a rendir sus testimonios.
La reportera ingresaba a la cárcel los días de visita –jueves y sábados–, momentos que dedicó a realizar las entrevistas con quienes decidieron dar su versión acerca de la guerra contra el crimen organizado.
Son oficiales que estuvieron al frente de operativos de combate al narcotráfico y están convencidos de que, por encima de la lealtad que le deben al Ejército, está su derecho a la libre expresión y el de los ciudadanos a estar informados.
Las charlas con esos soldados tuvieron lugar en los jardines de la cárcel y su contenido se registró en notas a lápiz, pues está prohibido meter equipos de grabación o de telefonía.
En las conversaciones se tomó nota de la inconformidad de las tropas por estar obligadas a salir a las calles a combatir a narcotraficantes, sabedores de que la Constitución no los faculta para esa tarea y porque, aseguran, no tienen el equipo ni el armamento adecuados.
Hubo la oportunidad de entrevistar a oficiales. Algunos de ellos expresaron su frustración y su convicción de que fueron traicionados por la institución castrense.
Los procesados por supuestos vínculos con el narcotráfico afirman ser chivos expiatorios; quienes enfrentan cargos por asesinar a civiles consideran que su encarcelamiento es una estrategia mediática para contener las críticas de las organizaciones que exigen castigo a los soldados homicidas.
Los militares que aceptaron hablar con este semanario sobre su experiencia en la guerra contra el narcotráfico pusieron una sola condición: que no se publicaran sus nombres. La petición no es gratuita. Su vida está en manos del titular de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), Guillermo Galván Galván. Además, aseguran, grupos de soldados han sacado de las celdas a prisioneros para torturarlos o desaparecerlos.
Más de uno expresó su temor por ellos y por sus familiares o amigos, de quienes la Sedena tiene todos los datos: acta de nacimiento, identificación oficial, dirección, teléfono, y en algunos casos hasta croquis con indicaciones claras para llegar a sus domicilios.
Lo menos que a los internos se les puede imponer como castigo, afirman, es recluirlos en “las negras” –celdas donde permanecen aislados largo tiempo–, prohibirles la visita conyugal o maltratar a sus mujeres e hijos en la revisión para ingresar a la prisión.
Quienes accedieron a que sus nombres se publicaran –los oficiales Freddy Colorado Montejo, Julián Hernández Hernández y Eladio Arriaga Pérez– lo hicieron para dar a conocer sus procesos jurídicos y para denunciar abusos y anomalías.
Dos de ellos, Colorado y Hernández –acusados de tener vínculos con el narcotráfico–, fueron trasladados al Centro Federal de Readaptación Social (Cefereso) Villa Aldama, en Perote, Veracruz, la madrugada del pasado 28 de abril, junto con otros 50 reos procesados por los mismos cargos, ante cuyas familias no se ha justificado la reubicación. Varios de los trasladados habían dado su testimonio anónimo a Proceso.
Todos los entrevistados solicitaron que se publicara la siguiente advertencia: responsabilizan al titular de la Sedena y a los encargados de la prisión militar y del Cefereso de Perote de cualquier atentado que pueda haber contra su vida o la de sus familias.
Por ese irregular traslado, familiares de algunos de los procesados interpusieron una denuncia ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).
No es la primera queja que se presenta ante ese organismo por presuntas violaciones a derechos humanos de los militares. La CNDH informa que de 2008 a abril de 2011, 99 soldados y sus familias han interpuesto quejas por tortura o detenciones ilegales, entre otros agravios, contra miembros de la Sedena.
Filtros, filtros y más filtros...
Para encontrarse con los presos, desde el registro en la puerta 7 del Campo Militar Número 1 hay que pasar cinco puestos de revisión. Seis, si se llevan alimentos.
No todos los soldados reciben visitas. Muchos son de otras entidades y sus familiares no tienen los recursos suficientes para viajar al Distrito Federal.
Al trasponer las puertas de esta prisión, resguardada por altos muros de piedra vigilados desde torretas por guardias con armas de alto poder, hay que abordar un camión.
En ese transporte las esposas de los presos platican y se cuentan sus apuros. En la mayoría de los casos los soldados encarcelados eran el único sostén de sus casas, y ahora, por lo que establece el reglamento castrense, sus haberes se reducen: un teniente que ganaba 15 mil pesos al mes ahora sólo recibe mil; un cabo que percibía 6 mil mensuales ahora sólo gana 600.
A fuerza de verse durante ese trayecto, las familias acaban estableciendo lazos amistosos. Comparten angustias por las lesiones que, aseguran, tienen sus maridos tras las sesiones de tortura a que los sometieron para que aceptaran su responsabilidad en los delitos de los que se les acusa.
Al llegar al estacionamiento de la prisión se anotan los nombres de las visitas y se recogen las identificaciones. Después se pasa por un detector de metales. Por último, los visitantes son sometidos a una revisión corporal en busca de sustancias o artículos prohibidos que podrían ocultarse entre la ropa interior. A los guardias les preocupa especialmente que entren chips de celular, memorias usb, teléfonos, grabadoras o cámaras.
Para meter libros o revistas el interno debe hacer una solicitud a la dirección de la cárcel, instancia que analiza si el contenido es apto para los internos.
Si se lleva comida hay que pasar otro filtro. Con una misma cuchara que se usa una y otra vez y sólo se limpia con servilletas, los soldados revuelven los alimentos en busca de objetos prohibidos.
Una vez pasadas esas revisiones se cruza un camino flanqueado con malla ciclónica hasta llegar a los jardines donde los reos –vestidos con uniformes tipo militar pero de color azul añil– reciben a las visitas. La ocasión es ambientada con música instrumental, interrumpida de vez en cuando por el voceo a los presos para que se presenten a la puerta de ingreso a recibir a sus visitantes.
Aunque todos tienen los mismos uniformes azules, las insignias se conservan en hombreras y gorras. Aquí, el respeto a los rangos superiores debe mantenerse.
Aparentemente las instalaciones están bien cuidadas. El mantenimiento corre a cargo de internos que purgan penas por deserción; ellos deben llevar distintivos blancos en la ropa y no pueden hablar con los procesados o sentenciados por otros delitos.
Los desertores se levantan a las tres de la mañana todos los días y no dejan de trabajar sino hasta las ocho de la noche, cuando se cierra la treintena de dormitorios o cuadras, cada una de las cuales aloja un promedio de 50 hombres.
En los jardines hay juegos para los hijos de los soldados. También una pequeña tienda o “casino” donde se vende todo lo que los visitantes no pueden llevar: pan, gelatina, arroz, tamales, pasteles, frituras, dulces... productos que se llegan a vender hasta tres veces más caros que en cualquier tienda de la ciudad.
Los presos calculan que cada mes ingresan al casino alrededor de 80 mil pesos, dinero que por reglamento debe invertirse en el mantenimiento del penal. Pero aseguran que buena parte de esas ganancias va al bolsillo del director de la cárcel.
Como en todas las prisiones, la principal queja de los internos tiene que ver con la comida. Dicen que es tan mala que un día, después de comer, 90 de ellos tuvieron que ir a la enfermería con severas molestias estomacales.
Cifras carcelarias
En respuesta a una solicitud de información de Proceso, el pasado 30 de marzo la Sedena informó sobre los ingresos a la prisión del Campo Militar Número 1, clasificados por grados y delitos o faltas, de 2007 a los primeros meses de 2011.
El oficio de respuesta, con el número 1425 y firmado por el encargado de la Unidad de Enlace de la Sedena, general Julio Álvarez Arellano, hace evidente el crecimiento de ingresos por delitos relacionados con la guerra contra el narco.
Mientras que en 2007 fueron recluidos tres militares y en 2008 sólo dos acusados por delitos contra la salud, en 2009 la cifra se disparó a 28. En 2010 fueron 10 y uno más por “delincuencia organizada agravada”, mientras que en los primeros meses de 2011 la prisión militar registró 20 ingresos por esos delitos. En suma, 64 militares procesados presuntamente por colaborar con narcotraficantes.
El reporte señala que por esos delitos se procesa a un coronel, dos tenientes coroneles, un mayor, cuatro capitanes, 16 tenientes, 8 subtenientes, 17 sargentos, 11 cabos y cuatro soldados rasos.
Esa cifra cambió el 28 de abril cuando, en los primeros minutos del día, 52 de los procesados por delitos contra la salud fueron trasladados al penal de máxima seguridad de Perote.
Hasta el cierre de esta edición, los familiares de los presos no tenían información acerca de los motivos del traslado y pidieron la intervención de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).
Ni siquiera los jueces militares que llevan las causas de esos internos conocieron los motivos de la transferencia. Un oficio firmado por el director del penal, el general Carlos Murguía Alonso, informa que por órdenes de “DN-12”, a las 5:30 horas del 28 de abril se trasladó a los presos.
DN-12, se enterarían los familiares después, es la clave interna para identificar a la Procuraduría de Justicia Militar.
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