Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
Al ejercicio del poder le precede un aura de seducción. Lo mismo atrae a filibusteros que a personas de bien, a intelectuales y escritores, que a campesinos y obreros. Oficiarlo requiere más de intuición y sagacidad, que del estudio de modelos que sólo definen las consecuencias de hacerlo bien o mal, y que a toro pasado quedan clasificados por los académicos; oficiarlo exige de esa capacidad útil para, al mismo tiempo, infligir dolor y aspirar a obtener bienestar para la sociedad; sociedad de la que únicamente son dueños quienes se hacen del gobierno de los seres humanos a como dé lugar.
El poder terrenal, el humano, se confunde con el ejercido por las religiones, oficiado por taumaturgos o sacerdotes. Ambos prometen. Del tangible, siempre se ha constatado que incumple. El otro se sustenta en la fe, carece de respuesta inmediata, se convierte en contrato de esperanza, en apuesta por la eternidad.
Hay otro factor inherente a estas dos vertientes del poder: el temor. Nada como estudiar el fenómeno del estalinismo para comprender las muchas razones por las cuales se puede imponer el miedo, o peor, se acepta como una merced siempre y cuando la víctima sea el que está al lado, el que vive en frente, la esposa o el esposo, la hija, pero de preferencia el enemigo. La capacidad de absorber humillación que tiene el ser humano, es asombrosa. Pueden, algunos, darse el lujo de perder la dignidad, el decoro, la mujer, los hijos, siempre y cuando conserven la certeza de que podrán abrir los ojos al día siguiente, comer y defecar como si nada hubiera ocurrido.
Todo lo anterior puede comprenderse, de manera fácil por lo descriptiva y bien escrita que está la novela, en El hombre que amaba a los perros, narrada de manera casi impecable por Leonardo Padura.
Definitivamente no es un manual acerca de lo políticamente correcto, ni una diatriba en contra de las ideologías o los modelos políticos, sino una maravillosa e inquietante narración del comportamiento de José Stalin, el padrecito de todos los pueblos, para sostenerse en el poder a cualquier costo y por cualquier medio; de cómo el proyecto ideológico del comunismo ruso sedujo a millones de hombres, que convencidos por ese contrato de esperanza entregaron su presente y su futuro a cambio del gulag, de 20 millones de muertos, de la traición y la memoria de la revolución bolchevique perseguida y arrasada, de la humillación y el engaño para cometer los peores crímenes a cuenta de un proyecto que no pudo ser, porque fue construido sobre cadáveres, pero sobre todo fincado en el miedo que tiene todo gobernado a la incertidumbre, a sentirse perseguido, a ser el próximo en morir a pesar de haber entregado a la familia, a cambio de unas horas, unos días, semanas o meses de miserable supervivencia.
Al autor le ocurrió lo que a Carlos Ruiz Zafón en El juego del ángel, que en el primer párrafo parece capitular y entrega al lector el tema completo de la narración: “La certeza de que la vida puede ser el peor infierno, y de que con aquel descenso se esfumaban para siempre todos los lastres del miedo y el dolor, me invadió como un alivio mezquino y pensé si de algún modo no estaba envidiando el tránsito final de mi mujer hacia el silencio, pues hallarse muerto, total y verdaderamente muerto, puede ser para algunos lo más parecido a la bendición de ese Dios con el que Ana, sin demasiado éxito, había tratado de involucrarme en los últimos años de su penosa vida”.
Después, la narración paralela del exilio de León Davidovich Bronstein, Trotski, y la de la preparación psicológica, ideológica y mental de Ramón Mercader, en la que participaron -de manera directa o indirecta- su madre, el asesor soviético que lo contactó durante la guerra civil española, los entrenadores del GPU o KGB y la insistencia de Stalin para asesinar al creador del Ejército Rojo, al teórico e ideólogo de la Revolución de 1917. Ambas vidas confluyen en México. Uno para ser víctima, el otro porque ansía, necesita, sueña con ser el victimario que ha de salvar al mundo y la revolución.
En cuanto fallece Lenin, se pervierte el ensayo de imponer el socialismo; Stalin se encarga, a través de una perversa, cruenta y larga lucha, de establecer una reingeniería social que cambiaría el rostro de Rusia, de los pueblos devorados por la revolución. Allá todo se hizo a fuerza, nunca sabremos cómo pudo haber sido el trotskismo como gobierno.
Intuyó Mercader, tiempo antes de hacerse con el piolet, que fue víctima de “aquel manejo turbio de los ideales, la manipulación y ocultamiento de las verdades, el crimen como política de un Estado, la cínica construcción de una gran mentira me provocaba indignación y más y nuevos temores”, pues de otra manera nunca hubiera podido comunicárselo al narrador.
Al final, el prólogo a la larga, larguísima confesión que se formularon Mercader y su, ese especialista soviético capaz de convencer al más escéptico de los seres humanos, de que Stalin era el mesías, y su gobierno, la respuesta a las profecías del Antiguo Testamento. La voz es la del narrador.
“Por años yo me había dedicado a rastrear la poca información existente en el país sobre el complot urdido alrededor de Trotski y sobre la pavorosa, caótica y frustrante época en la cual se cometió el crimen. Recuerdo la tensión jubilosa con la que muchos buscábamos las pocas revistas de la glasnot que durante aquellos años de revelaciones y esperanzas entraron a la isla, hasta que fueron retiradas de los estanquillos -para que no nos contamináramos ideológicamente con ciertas verdades durante tantos años sepultadas, dijeron los buenos censores-… menos aún eran los que sabían cómo se había organizado la ejecución del revolucionario y quién había cumplido ese mandato final; y, prácticamente, tampoco nadie conocía los extremos a que había llegado la crueldad bolchevique en manos de aquel mismo Trotski en sus días de máximo poder, y casi nadie tenía una idea cabal de la felonía y la masacre estalinista posterior, amparadas todas aquellas barbaries en las razones de la lucha por un mundo mejor. Y los que sabían algo, se callaban”.
El panorama no ha cambiado. En el mundo el gobierno -de derecha o izquierda, de aspiraciones teocráticas o fundamentalistas, dictaduras o democracias- se oficia de similar manera; los gobernantes y los aspirantes a mandar, se lo disputan, amparados en ideologías, creencias y programas cuyo objetivo es el mismo: ejercer sin restricciones del poder.
Al ejercicio del poder le precede un aura de seducción. Lo mismo atrae a filibusteros que a personas de bien, a intelectuales y escritores, que a campesinos y obreros. Oficiarlo requiere más de intuición y sagacidad, que del estudio de modelos que sólo definen las consecuencias de hacerlo bien o mal, y que a toro pasado quedan clasificados por los académicos; oficiarlo exige de esa capacidad útil para, al mismo tiempo, infligir dolor y aspirar a obtener bienestar para la sociedad; sociedad de la que únicamente son dueños quienes se hacen del gobierno de los seres humanos a como dé lugar.
El poder terrenal, el humano, se confunde con el ejercido por las religiones, oficiado por taumaturgos o sacerdotes. Ambos prometen. Del tangible, siempre se ha constatado que incumple. El otro se sustenta en la fe, carece de respuesta inmediata, se convierte en contrato de esperanza, en apuesta por la eternidad.
Hay otro factor inherente a estas dos vertientes del poder: el temor. Nada como estudiar el fenómeno del estalinismo para comprender las muchas razones por las cuales se puede imponer el miedo, o peor, se acepta como una merced siempre y cuando la víctima sea el que está al lado, el que vive en frente, la esposa o el esposo, la hija, pero de preferencia el enemigo. La capacidad de absorber humillación que tiene el ser humano, es asombrosa. Pueden, algunos, darse el lujo de perder la dignidad, el decoro, la mujer, los hijos, siempre y cuando conserven la certeza de que podrán abrir los ojos al día siguiente, comer y defecar como si nada hubiera ocurrido.
Todo lo anterior puede comprenderse, de manera fácil por lo descriptiva y bien escrita que está la novela, en El hombre que amaba a los perros, narrada de manera casi impecable por Leonardo Padura.
Definitivamente no es un manual acerca de lo políticamente correcto, ni una diatriba en contra de las ideologías o los modelos políticos, sino una maravillosa e inquietante narración del comportamiento de José Stalin, el padrecito de todos los pueblos, para sostenerse en el poder a cualquier costo y por cualquier medio; de cómo el proyecto ideológico del comunismo ruso sedujo a millones de hombres, que convencidos por ese contrato de esperanza entregaron su presente y su futuro a cambio del gulag, de 20 millones de muertos, de la traición y la memoria de la revolución bolchevique perseguida y arrasada, de la humillación y el engaño para cometer los peores crímenes a cuenta de un proyecto que no pudo ser, porque fue construido sobre cadáveres, pero sobre todo fincado en el miedo que tiene todo gobernado a la incertidumbre, a sentirse perseguido, a ser el próximo en morir a pesar de haber entregado a la familia, a cambio de unas horas, unos días, semanas o meses de miserable supervivencia.
Al autor le ocurrió lo que a Carlos Ruiz Zafón en El juego del ángel, que en el primer párrafo parece capitular y entrega al lector el tema completo de la narración: “La certeza de que la vida puede ser el peor infierno, y de que con aquel descenso se esfumaban para siempre todos los lastres del miedo y el dolor, me invadió como un alivio mezquino y pensé si de algún modo no estaba envidiando el tránsito final de mi mujer hacia el silencio, pues hallarse muerto, total y verdaderamente muerto, puede ser para algunos lo más parecido a la bendición de ese Dios con el que Ana, sin demasiado éxito, había tratado de involucrarme en los últimos años de su penosa vida”.
Después, la narración paralela del exilio de León Davidovich Bronstein, Trotski, y la de la preparación psicológica, ideológica y mental de Ramón Mercader, en la que participaron -de manera directa o indirecta- su madre, el asesor soviético que lo contactó durante la guerra civil española, los entrenadores del GPU o KGB y la insistencia de Stalin para asesinar al creador del Ejército Rojo, al teórico e ideólogo de la Revolución de 1917. Ambas vidas confluyen en México. Uno para ser víctima, el otro porque ansía, necesita, sueña con ser el victimario que ha de salvar al mundo y la revolución.
En cuanto fallece Lenin, se pervierte el ensayo de imponer el socialismo; Stalin se encarga, a través de una perversa, cruenta y larga lucha, de establecer una reingeniería social que cambiaría el rostro de Rusia, de los pueblos devorados por la revolución. Allá todo se hizo a fuerza, nunca sabremos cómo pudo haber sido el trotskismo como gobierno.
Intuyó Mercader, tiempo antes de hacerse con el piolet, que fue víctima de “aquel manejo turbio de los ideales, la manipulación y ocultamiento de las verdades, el crimen como política de un Estado, la cínica construcción de una gran mentira me provocaba indignación y más y nuevos temores”, pues de otra manera nunca hubiera podido comunicárselo al narrador.
Al final, el prólogo a la larga, larguísima confesión que se formularon Mercader y su
“Por años yo me había dedicado a rastrear la poca información existente en el país sobre el complot urdido alrededor de Trotski y sobre la pavorosa, caótica y frustrante época en la cual se cometió el crimen. Recuerdo la tensión jubilosa con la que muchos buscábamos las pocas revistas de la glasnot que durante aquellos años de revelaciones y esperanzas entraron a la isla, hasta que fueron retiradas de los estanquillos -para que no nos contamináramos ideológicamente con ciertas verdades durante tantos años sepultadas, dijeron los buenos censores-… menos aún eran los que sabían cómo se había organizado la ejecución del revolucionario y quién había cumplido ese mandato final; y, prácticamente, tampoco nadie conocía los extremos a que había llegado la crueldad bolchevique en manos de aquel mismo Trotski en sus días de máximo poder, y casi nadie tenía una idea cabal de la felonía y la masacre estalinista posterior, amparadas todas aquellas barbaries en las razones de la lucha por un mundo mejor. Y los que sabían algo, se callaban”.
El panorama no ha cambiado. En el mundo el gobierno -de derecha o izquierda, de aspiraciones teocráticas o fundamentalistas, dictaduras o democracias- se oficia de similar manera; los gobernantes y los aspirantes a mandar, se lo disputan, amparados en ideologías, creencias y programas cuyo objetivo es el mismo: ejercer sin restricciones del poder.
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