Antonio Navalón
En la guerra-no guerra de Calderón, la mezcla de conceptos y la confusión de origen empiezan a ser un peligro para todos.
Para Calderón es un orgullo decir en Las Vegas que los únicos “shots” que hay en México son de tequila, olvidándose de los 40 mil muertos que llevamos y de la inacabable procesión de sufrimiento que nos invade. No sólo para los narcos, que eligieron un camino que puede terminar en la muerte, sino también para los nuestros —los miembros del Ejército y la marina, los policías honestos y aquellos que han perdido un familiar.
Además de lo desafortunado de las expresiones presidenciales, lo que más llama la atención es cómo entiende Calderón su éxito en esta guerra-no guerra. El “michoacanazo” que pasó —como casi todo en México—, sin más trasfondo que afectar a algunas personas, a unas siglas y desaparecer sin delincuentes reales, debería habernos enseñado que la guerra y los conflictos deben solucionarse haciendo prevalecer las leyes.
El “michoacanazo” debe poner el foco sobre una situación que, a mi parecer, se va volviendo intolerable y que marca lo que denomino como el imperio del terror. De Robespierre a la fuerza del Estado de Calderón, primero el espectáculo y después el derecho.
Hay una serie de gobernadores señalados por actitudes presuntamente delictivas o casi traiciones al Estado. Por todo el país un día circula —en forma de rumor aterrorizante— algo que señala la inmediata detención de Eugenio Hernández —ex gobernador de Tamaulipas—, otro día algo sobre Ismael Hernández —ex mandatario de Durango—, otro los cheques de Fidel Herrera, otro González Parás. El sueño que hará posible no entregarle la presidencia al PRI es sacarlos esposados de la sede del tricolor.
En caso de que el Estado mexicano, a través de la PGR, tenga información que le permita saber, aunque aún no esté perfectamente instruido el caso, que esos gravísimos delitos se han producido, ¿qué espera? ¿Una mejor situación de coyuntura electoral para proceder?
Nuestra Constitución nos protege a todos, incluso al Ejército que está en las calles sin respaldo legal. También protege a los del “michoacanazo”, pero a quienes no protege es a las autoridades que ordenaron su detención sin poder probar que eran criminales.
Si son culpables que paguen y, si no, ¿quién protege sus derechos? ¿Quién le dirá a Calderón que lo mejor de Eliot Ness no fue que mató a Capone en un enfrentamiento sino que lo condenaran por evasión de impuestos?
Aquí es donde está el peligro troncal del hoy, mañana y del día después del sexenio: se olvidó la legalidad. Cuando las armas rugen es difícil ser legal, más cuando desde el principio no hubo ley de seguridad nacional que acompañara la actuación de las Fuerzas Armadas. ¿De qué se trata: de matarlos, de exhibirlos en los noticieros de televisión, de hacer montajes? Después de eso, ¿quién los investigará, condenará y demostrará que efectivamente los malos son malos y que no sólo mueren o son detenidos en el prime time televisivo de la telecracia mexicana, sino que un sistema judicial, solvente y serio, demostró que eran lo que se dice?
Sin duda esto desencadenará una reacción que afectará no sólo a las víctimas y a sus padres —caso Javier Sicilia—, sino a todos. Si de lo que se trata es del terror, de destruir nuestra vida poniéndonos unas esposas simplemente porque se tiene la certeza moral, pero no la seguridad jurídica, entonces, ¿qué impedirá que lo detengan a usted o a mí?
La realidad es que no sólo se está acabando con los jefes de los cárteles —lo cual aplaudimos— o se persigue a los peores elementos de la sociedad mexicana, sino se está reduciendo a cenizas el entramado legal de garantías constitucionales, y frente a eso habrá que saber qué espera el Estado para proteger a los ex gobernadores priístas y a sus familias por sospechas de actos ilícitos, porque aunque crean que son delincuentes, si no lo pueden probar, tampoco tienen derecho de matarlos todas las mañanas con la duda permanente del reino del terror.
En la guerra-no guerra de Calderón, la mezcla de conceptos y la confusión de origen empiezan a ser un peligro para todos.
Para Calderón es un orgullo decir en Las Vegas que los únicos “shots” que hay en México son de tequila, olvidándose de los 40 mil muertos que llevamos y de la inacabable procesión de sufrimiento que nos invade. No sólo para los narcos, que eligieron un camino que puede terminar en la muerte, sino también para los nuestros —los miembros del Ejército y la marina, los policías honestos y aquellos que han perdido un familiar.
Además de lo desafortunado de las expresiones presidenciales, lo que más llama la atención es cómo entiende Calderón su éxito en esta guerra-no guerra. El “michoacanazo” que pasó —como casi todo en México—, sin más trasfondo que afectar a algunas personas, a unas siglas y desaparecer sin delincuentes reales, debería habernos enseñado que la guerra y los conflictos deben solucionarse haciendo prevalecer las leyes.
El “michoacanazo” debe poner el foco sobre una situación que, a mi parecer, se va volviendo intolerable y que marca lo que denomino como el imperio del terror. De Robespierre a la fuerza del Estado de Calderón, primero el espectáculo y después el derecho.
Hay una serie de gobernadores señalados por actitudes presuntamente delictivas o casi traiciones al Estado. Por todo el país un día circula —en forma de rumor aterrorizante— algo que señala la inmediata detención de Eugenio Hernández —ex gobernador de Tamaulipas—, otro día algo sobre Ismael Hernández —ex mandatario de Durango—, otro los cheques de Fidel Herrera, otro González Parás. El sueño que hará posible no entregarle la presidencia al PRI es sacarlos esposados de la sede del tricolor.
En caso de que el Estado mexicano, a través de la PGR, tenga información que le permita saber, aunque aún no esté perfectamente instruido el caso, que esos gravísimos delitos se han producido, ¿qué espera? ¿Una mejor situación de coyuntura electoral para proceder?
Nuestra Constitución nos protege a todos, incluso al Ejército que está en las calles sin respaldo legal. También protege a los del “michoacanazo”, pero a quienes no protege es a las autoridades que ordenaron su detención sin poder probar que eran criminales.
Si son culpables que paguen y, si no, ¿quién protege sus derechos? ¿Quién le dirá a Calderón que lo mejor de Eliot Ness no fue que mató a Capone en un enfrentamiento sino que lo condenaran por evasión de impuestos?
Aquí es donde está el peligro troncal del hoy, mañana y del día después del sexenio: se olvidó la legalidad. Cuando las armas rugen es difícil ser legal, más cuando desde el principio no hubo ley de seguridad nacional que acompañara la actuación de las Fuerzas Armadas. ¿De qué se trata: de matarlos, de exhibirlos en los noticieros de televisión, de hacer montajes? Después de eso, ¿quién los investigará, condenará y demostrará que efectivamente los malos son malos y que no sólo mueren o son detenidos en el prime time televisivo de la telecracia mexicana, sino que un sistema judicial, solvente y serio, demostró que eran lo que se dice?
Sin duda esto desencadenará una reacción que afectará no sólo a las víctimas y a sus padres —caso Javier Sicilia—, sino a todos. Si de lo que se trata es del terror, de destruir nuestra vida poniéndonos unas esposas simplemente porque se tiene la certeza moral, pero no la seguridad jurídica, entonces, ¿qué impedirá que lo detengan a usted o a mí?
La realidad es que no sólo se está acabando con los jefes de los cárteles —lo cual aplaudimos— o se persigue a los peores elementos de la sociedad mexicana, sino se está reduciendo a cenizas el entramado legal de garantías constitucionales, y frente a eso habrá que saber qué espera el Estado para proteger a los ex gobernadores priístas y a sus familias por sospechas de actos ilícitos, porque aunque crean que son delincuentes, si no lo pueden probar, tampoco tienen derecho de matarlos todas las mañanas con la duda permanente del reino del terror.
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