Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
La violencia es inherente al poder, y viceversa. De allí que se establecieran marcos legales para los gobiernos y los gobernados; de allí también que los débiles se acojan al “amparo” del Estado, sea éste laico o religioso. El Poder Judicial está para eso; los templos son santuarios de los desvalidos, como lo narra Víctor Hugo en Nuestra Señora de París, o guaridas, como se comprobó cuando El Vaticano decidió esconder a Paul Marcinkus, con el propósito de ocultar los escándalos financieros del Banco Ambrosiano.
En México las normas legales que confieren al Estado el uso legítimo de la violencia dejaron de acatarse, o quizá la frontera entre legalidad e ilegalidad es absolutamente tenue, porosa. Para nuestro infortunio, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, institución cuyo deber es tutelar la observancia del cumplimiento al respeto de los derechos constitucionales, ha sido actora de actos de ilegalidad, por mostrarse incapaz de responder a su función política con inteligencia. Lo menos que puede decirse, es que el Pleno de ese alto tribunal, en conjunto, es lento para cumplir con su mandato constitucional, para zanjar diferencias y contener la violencia. En el caso de la propuesta de Ley de Seguridad Nacional no dijo esta boca es mía, cuando su obligación es estar del lado de los justiciables.
Si realizamos un esfuerzo por tratar de explicar el porqué de tanta muerte, de tanta violencia, caemos en la cuenta de que los Tres Poderes de la Unión son corresponsables de lo que sucede en este país, pero el que se lleva la palma es el Ejecutivo, que además de incumplir con el mandato constitucional en materia de garantías individuales y seguridad pública, tozudamente persiste en un error fundamental y pandilleril: desaparecer al enemigo, sin importar el número de muertos.
El Legislativo, bueno, la Cámara de Diputados mostró las orejas en el asunto de la Ley de Seguridad Nacional. El Judicial actuó como el cómplice que se suma en silencio. Sin embargo, no quedamos satisfechos, algo falta para dilucidar las causas de tanta muerte, las impredecibles consecuencias de lo que hoy es una política pública.
Leonardo Sciascia, que conoce bien ese tema de la violencia desde el poder y contra el poder; que conoce bien de la connivencia entre lo legal y lo ilegal, donde mejor lo explica es en los artículos por él escritos y las entrevistas concedidas sobre el tema, después de la ejecución de Aldo Moro. En Sin esperanza no pueden plantarse olivos, los lectores interesados pueden encontrar -entre otras perlas de su reflexión- la respuesta dada a un periodista que preguntó sobre el futuro de los participantes en ese asesinato.
“No, creo que algo ha sucedido para siempre en cada uno de los hombres que participaron en el crimen. Siguen disparando, pero no puede decirse que sean los mismos que mataron a Moro. No, yo sigo pensando que estarán devastados por la piedad porque no se pueden hacer ciertas cosas sin pagar el precio”. Acá, sólo están dispuestos a asumir el costo político, como declaró Alejandro Poiré, pero ¿y lo demás? ¿Cómo van a regresar a los mexicanos de a pie el optimismo y la dignidad de vivir? ¿Cómo reconstruirán al Estado? ¿Cómo recuperarán el concepto de patria, la idea de identidad? No podrán hacerlo.
Pero los mexicanos continuamos insatisfechos. Insatisfacción agudizada en cuanto Javier Sicilia reiteró la necesidad de la marcha por la paz en México, que partirá hoy de la ciudad de Cuernavaca, para llegar el domingo al zócalo capitalino. ¿Cómo entender, entonces, las declaraciones del señor Poiré? ¿Quién tiene razón?
Busco respuestas en un texto de María Zambrano, discípula de José Ortega y Gasset. Persona y democracia lo he estudiado no sé cuántas veces. Lo tengo anotado, subrayado; sin embargo, me sorprendí como si fuese la primera lectura, al encontrar lo siguiente:
“No hay personaje histórico que no se vea obligado a llevar una máscara. Reciente, apenas pasada, está en nuestros ojos la visión de las últimas, de las que esperamos sean las últimas.
“Y no hay máscara, personaje enmascarado, que no desate un delirio de persecución. Podría preverse el número de víctimas que a un cierto régimen corresponde, mirando tan sólo la máscara que lo representa. A mayor potencia de representación, mayor el número de las víctimas. Y no es necesario que las víctimas sean hechas por decreto cruel, por delirio persecutorio.
“…La historia trágica se mueve a través de personajes que son máscaras, que han de aceptar la máscara para actuar en ella como hacían los actores en la tragedia poética. El espectáculo del mundo en estos últimos tiempos deja ver, por la sola visión de las máscaras que no necesitan ser nombradas, la textura extremadamente trágica de nuestra época. Estamos, sin duda, en el dintel, límite más allá del cual la tragedia no puede mantenerse. La historia ha de dejar de ser representación, figuración hecha por máscaras, para ir entrando en una fase humana, en la fase de historia hecha tan sólo por necesidad, sin ídolo y sin víctima…”
La filósofa española puso punto final al texto en Roma, en julio de 1956. Puede determinarse, entonces, a cuáles máscaras recientes se refiere, pero es momento de preguntarse si no las regresaron al escenario del mundo para inquietar, aterrorizar, impedir a los mexicanos modestos, los clasemedieros, los causantes cautivos, los que compran productos 'pirata' para darse un respiro y soñar que tienen una oportunidad de alcanzar esa fase humana de la historia patria que tanto necesitan.
Por ello todos los mexicanos debemos unirnos al ritmo de respiración de Javier Sicilia, acompasar el latido de nuestro corazón al del poeta, fundirnos en uno solo con la voluntad de alcanzar esa paz que parece escaparse de nuestras manos, escurrirse entre los dedos de los familiares de esos 40 mil muertos.
La violencia es inherente al poder, y viceversa. De allí que se establecieran marcos legales para los gobiernos y los gobernados; de allí también que los débiles se acojan al “amparo” del Estado, sea éste laico o religioso. El Poder Judicial está para eso; los templos son santuarios de los desvalidos, como lo narra Víctor Hugo en Nuestra Señora de París, o guaridas, como se comprobó cuando El Vaticano decidió esconder a Paul Marcinkus, con el propósito de ocultar los escándalos financieros del Banco Ambrosiano.
En México las normas legales que confieren al Estado el uso legítimo de la violencia dejaron de acatarse, o quizá la frontera entre legalidad e ilegalidad es absolutamente tenue, porosa. Para nuestro infortunio, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, institución cuyo deber es tutelar la observancia del cumplimiento al respeto de los derechos constitucionales, ha sido actora de actos de ilegalidad, por mostrarse incapaz de responder a su función política con inteligencia. Lo menos que puede decirse, es que el Pleno de ese alto tribunal, en conjunto, es lento para cumplir con su mandato constitucional, para zanjar diferencias y contener la violencia. En el caso de la propuesta de Ley de Seguridad Nacional no dijo esta boca es mía, cuando su obligación es estar del lado de los justiciables.
Si realizamos un esfuerzo por tratar de explicar el porqué de tanta muerte, de tanta violencia, caemos en la cuenta de que los Tres Poderes de la Unión son corresponsables de lo que sucede en este país, pero el que se lleva la palma es el Ejecutivo, que además de incumplir con el mandato constitucional en materia de garantías individuales y seguridad pública, tozudamente persiste en un error fundamental y pandilleril: desaparecer al enemigo, sin importar el número de muertos.
El Legislativo, bueno, la Cámara de Diputados mostró las orejas en el asunto de la Ley de Seguridad Nacional. El Judicial actuó como el cómplice que se suma en silencio. Sin embargo, no quedamos satisfechos, algo falta para dilucidar las causas de tanta muerte, las impredecibles consecuencias de lo que hoy es una política pública.
Leonardo Sciascia, que conoce bien ese tema de la violencia desde el poder y contra el poder; que conoce bien de la connivencia entre lo legal y lo ilegal, donde mejor lo explica es en los artículos por él escritos y las entrevistas concedidas sobre el tema, después de la ejecución de Aldo Moro. En Sin esperanza no pueden plantarse olivos, los lectores interesados pueden encontrar -entre otras perlas de su reflexión- la respuesta dada a un periodista que preguntó sobre el futuro de los participantes en ese asesinato.
“No, creo que algo ha sucedido para siempre en cada uno de los hombres que participaron en el crimen. Siguen disparando, pero no puede decirse que sean los mismos que mataron a Moro. No, yo sigo pensando que estarán devastados por la piedad porque no se pueden hacer ciertas cosas sin pagar el precio”. Acá, sólo están dispuestos a asumir el costo político, como declaró Alejandro Poiré, pero ¿y lo demás? ¿Cómo van a regresar a los mexicanos de a pie el optimismo y la dignidad de vivir? ¿Cómo reconstruirán al Estado? ¿Cómo recuperarán el concepto de patria, la idea de identidad? No podrán hacerlo.
Pero los mexicanos continuamos insatisfechos. Insatisfacción agudizada en cuanto Javier Sicilia reiteró la necesidad de la marcha por la paz en México, que partirá hoy de la ciudad de Cuernavaca, para llegar el domingo al zócalo capitalino. ¿Cómo entender, entonces, las declaraciones del señor Poiré? ¿Quién tiene razón?
Busco respuestas en un texto de María Zambrano, discípula de José Ortega y Gasset. Persona y democracia lo he estudiado no sé cuántas veces. Lo tengo anotado, subrayado; sin embargo, me sorprendí como si fuese la primera lectura, al encontrar lo siguiente:
“No hay personaje histórico que no se vea obligado a llevar una máscara. Reciente, apenas pasada, está en nuestros ojos la visión de las últimas, de las que esperamos sean las últimas.
“Y no hay máscara, personaje enmascarado, que no desate un delirio de persecución. Podría preverse el número de víctimas que a un cierto régimen corresponde, mirando tan sólo la máscara que lo representa. A mayor potencia de representación, mayor el número de las víctimas. Y no es necesario que las víctimas sean hechas por decreto cruel, por delirio persecutorio.
“…La historia trágica se mueve a través de personajes que son máscaras, que han de aceptar la máscara para actuar en ella como hacían los actores en la tragedia poética. El espectáculo del mundo en estos últimos tiempos deja ver, por la sola visión de las máscaras que no necesitan ser nombradas, la textura extremadamente trágica de nuestra época. Estamos, sin duda, en el dintel, límite más allá del cual la tragedia no puede mantenerse. La historia ha de dejar de ser representación, figuración hecha por máscaras, para ir entrando en una fase humana, en la fase de historia hecha tan sólo por necesidad, sin ídolo y sin víctima…”
La filósofa española puso punto final al texto en Roma, en julio de 1956. Puede determinarse, entonces, a cuáles máscaras recientes se refiere, pero es momento de preguntarse si no las regresaron al escenario del mundo para inquietar, aterrorizar, impedir a los mexicanos modestos, los clasemedieros, los causantes cautivos, los que compran productos 'pirata' para darse un respiro y soñar que tienen una oportunidad de alcanzar esa fase humana de la historia patria que tanto necesitan.
Por ello todos los mexicanos debemos unirnos al ritmo de respiración de Javier Sicilia, acompasar el latido de nuestro corazón al del poeta, fundirnos en uno solo con la voluntad de alcanzar esa paz que parece escaparse de nuestras manos, escurrirse entre los dedos de los familiares de esos 40 mil muertos.
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