Los costos de la estrella

Raymundo Riva Palacio / Estrictamente Personal

Enrique Peña Nieto ya no podía contener la molestia el miércoles. ¿Por qué lo responsabilizaban de ser el causante de que no se aprobara la Reforma Política en la Cámara de Diputados? ¿Por qué pagaba un costo que debía ser realmente de los legisladores? Exploraba estrategias y acciones inmediatas que desviaran el énfasis negativo hacia su persona. No va a ser fácil. No ahora, no después.

El gobernador del estado de México se ha convertido en un personaje de múltiples caras públicas que convergen en la creencia absoluta que Peña Nieto será el próximo Presidente de la República. ¿Candidatura? ¿Campaña? ¿Elecciones? Lo manejan como si fuera un mero trámite en la biografía política del hijo más atractivo al electorado que ha producido Atlacomulco, la gran fábrica de celebridades políticas, que enfrenta, paradójicamente, un problema de éxito.

Peña Nieto es la admiración de muchos y el costal de golpes de los políticos. Su carisma y conexión con la gente no se había visto en este país desde que otro mexiquense, Adolfo López Mateos, volvía locos a la mayoría de los mexicanos. Sus críticos afirman que es un producto de la televisión, pero quien lo ha visto en actos políticos que no controlan los suyos, tienen bases para pensar diferente.

Ha sido el imán de candidatos de todos niveles en los últimos años que lo procuran para que los acompañe y los bañe con su popularidad. Su figura, que despierta el imaginario colectivo, trasciende las filas partidistas. Cuando fue a defender su presupuesto a San Lázaro en 2009, se formaron multitudes de todas filiaciones para verlo de cerca. Cuando el ex primer ministro británico, Tony Blair, en una misión política a México para hablar con el presidente Felipe Calderón, buscó una cita con el gobernador para platicar con él y conocerlo.

Peña Nieto es un fenómeno mediático y un dinamo político, combinación que le ha dado una abrumadora preferencia electoral que duplica y en ocasiones triplica al segundo mejor colocado rumbo a la contienda presidencial en 2012. Esta superior se traduce en ser el objetivo central de todo ataque. Es muy natural que esto suceda. ¿Por qué un potencial adversario se va a poner a pelear con quien no le va a dar réditos políticos porque muy pocos lo conocen? Un político pelea con quien es muy conocido para así tratar de arrancarle algunos puntos de popularidad.

Alonso Lujambio, el secretario de Educación que es politólogo de alto nivel, lo entiende bien. Desde diciembre ha provocado a Peña Nieto a un debate para “ver de qué está hecho”. Lujambio no está equivocado. Si logra que Peña Nieto caiga en la provocación y le responde, le ayudará en su propia lucha por la candidatura presidencial del PAN. Si en cambio Lujambio se peleara con alguien más, la disputa difícilmente pasaría de ser un tema de prensa, sin permear entre el electorado.

Para entender lo que esto significa hay que leer políticamente las encuestas. En el caso de un gobernante, si mantiene un nivel de aprobación de 50%, tiene el mandato popular y entrega la otra mitad para que se la repartan sus adversarios, con lo cual diversifica los blancos de ataque. Si Peña Nieto pudiera repartir la mitad de su popularidad a otros priístas, se quitaría la mitad de los golpes, pues sus adversarios encontrarían en los otros, posibilidades también de obtener rédito político al enfrentarse con ellos.

El problema de Peña Nieto es que ni crecen sus correligionarios, ni le ayudan sus amigos. Las dos últimas semanas son una prueba de ello. Hace dos domingos en su habitual columna en Milenio, Federico Berrueto, que trabaja para Peña Nieto en su equipo de estrategia y encuestas, fustigó al senador Manlio Fabio Beltrones. Es muy conocida la antipatía de Berrueto por Beltrones, que afirman se origina en que no lo hizo diputado, y el senador ha sido su cliente permanente en la crítica.

La Reforma Política es el caso. La minuta del Senado llegó al Congreso con problemas reales. El caso de las candidaturas ciudadanas es el más claro. El Senado las aprobó sin contemplar modificaciones a la Ley Electoral, por lo que no se prevén fórmulas de financiamiento ni esquemas de supervisión del gasto. De haberse aprobado la minuta en esos términos, el problema habría estallado muy pronto, con acusaciones a las cámaras de haber hecho una reforma cosmética y tramposa.

Los senadores no hicieron su autocrítica. Le echaron la responsabilidad a Peña Nieto. Carlos Navarrete y Graco Ramírez del PRD, dijeron que era culpa del gobernador que no se aprobaba la reforma, e instaron a los diputados a que no fueran rehenes de Toluca. La lógica de la afirmación es que el estado de México tiene unos 100 diputados. Aún si todos ellos votaran en bloque por instrucciones de Peña Nieto, ¿qué hizo el 80 por ciento restante de la Cámara? Deliberó, negoció, pero finalmente tampoco se puso de acuerdo. Aliados y enemigos de Peña Nieto congelaron la reforma.

La idea de que la imposición de Peña Nieto sobre sus diputados provocó la debacle de la reforma la dieron sus propios incondicionales. Uno de ellos, Felipe Enríquez, aseguró que no pasaría la reforma si no se incluía la cláusula de gobernabilidad que deseaba el gobernador. En el caso de la Ley de Seguridad Pública, que también se aplazó para mejores tiempos, fue otro incondicional de Peña Nieto, Alfonso Navarrete Prida, quien contribuyó a la confusión que llevó al empantanamiento. Si el gobernador no tuvo nada que ver, muy pocos, por la gestión de sus leales, lo van a creer.

Peña Nieto y sus asesores no comprenden porqué el gobernador es visto como la Némesis de la política nacional. Pero, o manejan sus análisis con categorías equivocadas, o no quieren darle todo el peso real que tiene ser el puntero en las preferencias electorales para 2012. Quien no admita que lo que suceda en los próximos meses se ubica dentro de ese marco de referencia, vivirá de sorpresa en sorpresa, con frustración y desilusión. O como Peña Nieto, se enfurecerá al ver el árbol, sin entender que se encuentra en el bosque.

Comentarios