El autor reivindica la figura del recientemente dimitido director del FMI y critica a la prensa sensacionalista y al sistema judicial de EE UU, que exige al acusado que demuestre la falsedad de los cargos imputados
Bernard-Nenri Lévy / Cortesía de El País para RMX
No sé lo que pasó realmente el sábado pasado en la habitación del ahora famoso Sofitel de Nueva York.
No sé -nadie hasta ahora lo sabe, porque no se sabe gran cosa de la posición de la defensa- si Dominique Strauss-Kahn es culpable de los hechos que se le reprochan o si a esas horas estaba comiendo con su hija.
No sé -y esto, en cambio, sería bueno saberlo lo antes posible- cómo una empleada de la limpieza pudo introducirse sola en la habitación de uno de los personajes más vigilados del planeta, contrariamente a los usos que rigen en la mayor parte de los grandes hoteles neoyorquinos y que prevén "cuadrillas de limpieza" compuestas por dos personas.
Y tampoco quiero entrar en esas consideraciones seudopsicológicas que, pretendiendo penetrar en la cabeza del interesado y observando, por ejemplo, que el número de la famosa habitación (2806) coincide con la fecha (28-06) de la apertura de las primarias socialistas, de las que es el favorito indiscutido, concluyen un acto fallido, un lapsus suicida y patatín y patatán.
Lo que sé es que nada en el mundo justifica que un hombre sea arrojado a los leones de esta manera.
Lo que sé es que nada, ninguna sospecha, justifica -pues hay que recordarlo: en el momento en que escribo estas líneas, solo se trata de sospechas- que el mundo entero sea invitado a regodearse, estos días, con el espectáculo de su silueta esposada, confundida por 30 horas de retención, aún orgullosa.
Lo que sé es que nada, ninguna ley en todo el mundo, debería permitir que otra mujer, su mujer, que ha demostrado un amor y un coraje admirables, sea expuesta a la obscenidad de una opinión pública ávida de storytelling y de no se sabe bien qué oscura venganza.
Y lo que también sé es que el Strauss-Kahn que yo conozco, el Strauss-Kahn del que soy amigo desde hace 25 años y del que seguiré siendo amigo, no se parece al monstruo, a la bestia insaciable y maléfica, al hombre de las cavernas que hoy nos describen por todas partes: seductor, seguramente; conquistador, amante de las mujeres, y antes que nada, de la suya, naturalmente; pero ese personaje brutal y violento, ese animal salvaje, ese primate..., por supuesto que no. Es absurdo.
Esta mañana estoy resentido con el juez estadounidense que, al entregarle a la muchedumbre de cazadores de imágenes que esperaban ante el palacio de justicia, ha fingido pensar que se trata de un detenido como cualquier otro.
Estoy resentido con un sistema judicial calificado púdicamente de "acusatorio" que viene a decir que cualquiera puede acusar a quien le parezca del crimen que le parezca, y que le corresponde al acusado demostrar que la acusación es falsa y carece de fundamento.
Estoy resentido con esa prensa sensacionalista neoyorquina, vergüenza de la profesión, que, sin la menor precaución y sin proceder a la más mínima verificación, ha descrito a Strauss-Kahn como un enfermo, un hombre perverso, casi un asesino en serie y carne de psiquiatra.
Estoy resentido con todos aquellos que, en Francia, han aprovechado la ocasión para saldar sus cuentas o hacer avanzar sus mezquinos asuntos.
Estoy resentido con los comentaristas, politólogos y otros comparsas de una clase política exaltada por su divina sorpresa que, sin la menor decencia, enseguida, es decir, desde el primer segundo, entonaron su de profundis y dieron en hablar de "redistribución de papeles", "nuevo escenario" en el seno de esto y lo otro... Lo dejo aquí, porque me dan náuseas.
Estoy resentido -hay que nombrar a uno por lo menos- con el diputado Bernard Debré, que ha cargado contra el que ha denominado hombre "poco recomendable" y "entregado al sexo" que se conduce desde hace tiempo como un "miserable".
Estoy resentido con todos aquellos que reciben con complacencia el testimonio de esa otra joven, francesa esta vez, que pretende haber sido víctima de un intento de violación del mismo estilo que calló durante ocho años, pero que, olfateando la ocasión, desempolva su historia y corre a venderla en los platós televisivos.
Y además, por supuesto, estoy consternado por el alcance político de este suceso.
Por la izquierda, que, si Strauss-Kahn saliese de escena, perdería a su campeón.
Por Francia, que, desde hace años, tiene en él a uno de sus servidores más devotos y competentes.
Y por Europa, por no decir el mundo, que, en los cuatro años que lleva a la cabeza del FMI, le debe su contribución para evitar lo peor.
Por un lado estaban los ultraliberales puros y duros, los partidarios de las medidas de rigor sin modulaciones ni matices, y por el otro, aquellos que, con Dominique Strauss-Kahn al frente, habían empezado a poner en marcha unas reglas del juego menos clementes con los poderosos, más favorables con las naciones proletarias y, en el seno de estas, con los más frágiles y desfavorecidos.
Su arresto ha tenido lugar a unas horas de la reunión en la que iba a defender ante la canciller alemana, más ortodoxa, la causa de un país, Grecia, que él creía poder poner en orden sin ponerlo de rodillas al mismo tiempo. Su derrota sería también la de esa gran causa. Sería un desastre para toda esa parte de Europa y del mundo que, por primera vez en la historia, el FMI que él dirige no pretendía sacrificar a los intereses superiores de la finanza. Y en este caso, sí, sería un signo terrible.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva
Bernard-Nenri Lévy / Cortesía de El País para RMX
No sé lo que pasó realmente el sábado pasado en la habitación del ahora famoso Sofitel de Nueva York.
No sé -nadie hasta ahora lo sabe, porque no se sabe gran cosa de la posición de la defensa- si Dominique Strauss-Kahn es culpable de los hechos que se le reprochan o si a esas horas estaba comiendo con su hija.
No sé -y esto, en cambio, sería bueno saberlo lo antes posible- cómo una empleada de la limpieza pudo introducirse sola en la habitación de uno de los personajes más vigilados del planeta, contrariamente a los usos que rigen en la mayor parte de los grandes hoteles neoyorquinos y que prevén "cuadrillas de limpieza" compuestas por dos personas.
Y tampoco quiero entrar en esas consideraciones seudopsicológicas que, pretendiendo penetrar en la cabeza del interesado y observando, por ejemplo, que el número de la famosa habitación (2806) coincide con la fecha (28-06) de la apertura de las primarias socialistas, de las que es el favorito indiscutido, concluyen un acto fallido, un lapsus suicida y patatín y patatán.
Lo que sé es que nada en el mundo justifica que un hombre sea arrojado a los leones de esta manera.
Lo que sé es que nada, ninguna sospecha, justifica -pues hay que recordarlo: en el momento en que escribo estas líneas, solo se trata de sospechas- que el mundo entero sea invitado a regodearse, estos días, con el espectáculo de su silueta esposada, confundida por 30 horas de retención, aún orgullosa.
Lo que sé es que nada, ninguna ley en todo el mundo, debería permitir que otra mujer, su mujer, que ha demostrado un amor y un coraje admirables, sea expuesta a la obscenidad de una opinión pública ávida de storytelling y de no se sabe bien qué oscura venganza.
Y lo que también sé es que el Strauss-Kahn que yo conozco, el Strauss-Kahn del que soy amigo desde hace 25 años y del que seguiré siendo amigo, no se parece al monstruo, a la bestia insaciable y maléfica, al hombre de las cavernas que hoy nos describen por todas partes: seductor, seguramente; conquistador, amante de las mujeres, y antes que nada, de la suya, naturalmente; pero ese personaje brutal y violento, ese animal salvaje, ese primate..., por supuesto que no. Es absurdo.
Esta mañana estoy resentido con el juez estadounidense que, al entregarle a la muchedumbre de cazadores de imágenes que esperaban ante el palacio de justicia, ha fingido pensar que se trata de un detenido como cualquier otro.
Estoy resentido con un sistema judicial calificado púdicamente de "acusatorio" que viene a decir que cualquiera puede acusar a quien le parezca del crimen que le parezca, y que le corresponde al acusado demostrar que la acusación es falsa y carece de fundamento.
Estoy resentido con esa prensa sensacionalista neoyorquina, vergüenza de la profesión, que, sin la menor precaución y sin proceder a la más mínima verificación, ha descrito a Strauss-Kahn como un enfermo, un hombre perverso, casi un asesino en serie y carne de psiquiatra.
Estoy resentido con todos aquellos que, en Francia, han aprovechado la ocasión para saldar sus cuentas o hacer avanzar sus mezquinos asuntos.
Estoy resentido con los comentaristas, politólogos y otros comparsas de una clase política exaltada por su divina sorpresa que, sin la menor decencia, enseguida, es decir, desde el primer segundo, entonaron su de profundis y dieron en hablar de "redistribución de papeles", "nuevo escenario" en el seno de esto y lo otro... Lo dejo aquí, porque me dan náuseas.
Estoy resentido -hay que nombrar a uno por lo menos- con el diputado Bernard Debré, que ha cargado contra el que ha denominado hombre "poco recomendable" y "entregado al sexo" que se conduce desde hace tiempo como un "miserable".
Estoy resentido con todos aquellos que reciben con complacencia el testimonio de esa otra joven, francesa esta vez, que pretende haber sido víctima de un intento de violación del mismo estilo que calló durante ocho años, pero que, olfateando la ocasión, desempolva su historia y corre a venderla en los platós televisivos.
Y además, por supuesto, estoy consternado por el alcance político de este suceso.
Por la izquierda, que, si Strauss-Kahn saliese de escena, perdería a su campeón.
Por Francia, que, desde hace años, tiene en él a uno de sus servidores más devotos y competentes.
Y por Europa, por no decir el mundo, que, en los cuatro años que lleva a la cabeza del FMI, le debe su contribución para evitar lo peor.
Por un lado estaban los ultraliberales puros y duros, los partidarios de las medidas de rigor sin modulaciones ni matices, y por el otro, aquellos que, con Dominique Strauss-Kahn al frente, habían empezado a poner en marcha unas reglas del juego menos clementes con los poderosos, más favorables con las naciones proletarias y, en el seno de estas, con los más frágiles y desfavorecidos.
Su arresto ha tenido lugar a unas horas de la reunión en la que iba a defender ante la canciller alemana, más ortodoxa, la causa de un país, Grecia, que él creía poder poner en orden sin ponerlo de rodillas al mismo tiempo. Su derrota sería también la de esa gran causa. Sería un desastre para toda esa parte de Europa y del mundo que, por primera vez en la historia, el FMI que él dirige no pretendía sacrificar a los intereses superiores de la finanza. Y en este caso, sí, sería un signo terrible.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva
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