Cancelar elecciones en Michoacán

Beatriz Pagés

“Michoacán es un estado en guerra. Las elecciones deberían, por lo tanto, cancelarse”. Palabras más, palabras menos, de Felipe Calderón, pronunciadas en la confidencialidad de Los Pinos y para lo que anda buscando acuerdos.

Conforme se acerca el 2012 y la aceptación tanto de Calderón como del PAN cae en las encuestas, se multiplican las ocurrencias y las medidas desesperadas.

La idea o el rumor —si se quiere— de cancelar elecciones no es nueva. Varios actores políticos han señalado desde diferentes ámbitos que existe la tentación —desde el poder— de recurrir al pretexto de la violencia, incluso a su estímulo, para postergar varios procesos electorales. Primero en Michoacán, y después, obviamente, en el país.

La propuesta, ya hecha a varios actores políticos, demuestra que en la mente de Calderón hay dos ideas que lo obsesionan y no puede evitar manejarlas, discutirlas, proponerlas en forma inseparable: narcotráfico y sucesión presidencial.

Gemelos, mancuerna, vínculo que, por muchas razones, producen escalofrío y demuestran la innegable politización que ha hecho el gobierno federal de la violencia.

Cuando Joel Magaña, director ejecutivo de la Asociación Tepeyac-Nueva York, dedicada a la protección de migrantes, le dijo a Calderón que “ya había cumplido con su sueño de ser presidente de México, pero que el país se encontraba en una guerra interminable que no va a ganar nadie”, el mandatario le contestó con enojo que él no enarbola esa bandera y que su decisión de combatir el narcotráfico no fue producto de un “me da la gana…”.

Sin embargo, lo que sí es y ha sido producto del capricho, de la obcecación, es la forma errática de atacar el crimen y de no importarle al Presidente que el país pague los costos de la derrota.

A instancias del gobierno federal, varias universidades han iniciado una campaña publicitaria para invitar a los jóvenes a convertirse en policías, “como opción de vida y superación”, claro ejemplo de que la estrategia del gobierno federal se parece cada vez más a Alicia en el país de las maravillas. Es decir, a un mundo al revés donde nada tiene lógica.

La guerra contra el narcotráfico no se va a ganar convirtiendo a la juventud en policía, sino transformando a esos jóvenes en médicos, ingenieros, arquitectos y profesionistas de excelencia, incorporados a un sistema económico productivo, con salarios dignos y posibilidades de ascenso en la escala social.

Muchos de esos jóvenes, con sentido de la dignidad, ya le dijeron al gobierno que no quieren ser policías para que los maten. Y es que el gobierno no sólo está usando la vida de la juventud en una guerra perdida, sino que la está colocando en las fauces del dinero fácil.

En eso radica, precisamente, el problema de Calderón, en que se metió al espejo por el que se introdujo Alicia y ve o concibe el mundo patas arriba, como diría el escritor Eduardo Galeano.

El solo hecho de pensar en que se puede utilizar la violencia que genera el narcotráfico como pretexto para subvertir el orden constitucional, primero en Michoacán, y después a nivel nacional, nos indica que algo anda mal. Que alguien no está pensando ni decidiendo correctamente.

Jugar al George W. Bush o al Barack Obama, pretender reproducir en México escenarios similares al de las Torres Gemelas, a la construcción de ejes del mal o al diseño de sketchs —reales o ficticios, donde se da muerte a los Osama Bin Laden— resultaría tan obvio como peligroso para la estabilidad.

A Calderón le ocurre hoy algo similar a lo que experimenta actualmente el presidente de Estados Unidos. Ambos enfrentan un problema de credibilidad. Pocos tienen la certeza de que el terrorista Bin Laden esté muerto. Pocos o casi nadie cree aquí que la guerra contra el narcotráfico esté resultando un éxito.

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