Calderón: Confesión en el Vaticano

Álvaro Delgado

El problema de los zalameros es que suelen ponerlos en ridículo hasta sus propios adulados y eso le pasó a Germán Martínez, el peor presidente que ha tenido el Partido Acción Nacional (PAN) en su historia, por quedar bien con Felipe Calderón, quien en Roma hizo una aterradora confesión.

Martínez, cuya súbita riqueza patrimonial es motivo de escándalo entre los panistas, escribió en el diario Reforma, el lunes 2, que la visita de Calderón a la ceremonia de beatificación de Juan Pablo II no viola el Estado laico ni la Constitución y la ley.

El viaje de Calderón a El Vaticano, alegó, no fue de carácter oficial, “aunque tampoco sea privado o personal”. Más allá de si algún día explica qué naturaleza tuvo esa visita, a la que se sumó un grupo de religiosos con cargo a nuestros impuestos, conviene detenerse en la defensa que hace Martínez de su jefe en la violación por lo menos de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público.

Dice el artículo 25 de esa ley que las autoridades federales, estatales y municipales “no podrán asistir con carácter oficial a ningún acto religioso de culto público ni a actividad que tenga motivos o propósitos similares”.

Según Martínez, si bien es cierto que existe esa prohibición en la ley, Calderón no la violó porque su presencia en El Vaticano no tuvo, como ya se apuntó, “carácter oficial”, y dio sus alegatos:

“No es oficial, porque ‘lo oficial’ de un acto de gobierno produce consecuencias jurídicas, políticas o ‘de facto’ en la población. El Presidente (sic) nada ‘oficializó’ con su visita. Nada acordó como para suponer la violación al Estado laico. No pactó subordinar el gobierno al deseo de un obispo, cura, abad o acólito.”

Cabe preguntarse entonces: ¿En calidad de qué Calderón invitó a Joseph Ratzinger a visitar México, donde los mexicanos --¡y él mismo!-- “estamos sufriendo” por la violencia que ha ensangrentado la nación? ¿Solicitó esa visita de desesperado auxilio --“lo necesitamos”--, sólo como ciudadano michoacano y creyente?

Y más aún: ¿Calderón invitó a Ratzinger como jefe de un Estado, El Vaticano, o como líder espiritual de una religión que no profesan por lo menos 20 millones de mexicanos que han sido discriminados por su predilección religiosa?

Esto fue lo que le dijo: “Santo Padre, gracias por su invitación, gracias a usted y a la Iglesia. Le traigo una invitación del pueblo mexicano, de los mexicanos para que visite nuestro país que al momento sufre mucha violencia. Ellos le necesitan mucho, más que nunca, estamos sufriendo”.

¿No es obvio que esa solicitud al papa Benedicto XVI a México, hecha por Calderón en ese viaje que para Martínez no fue oficial, “aunque tampoco sea privado o personal”, ya tiene consecuencias jurídicas, políticas o por lo menos “de facto” en la población, así sea con fines facciosos, y por tanto implica una violación legal?

Es obvia que la defensa de Martínez a Calderón, su jefe, no había tomado en cuenta la petición que le hizo a Ratzinger en el breve saludo y su alegato resultó ridículo.

Martínez concluyó su panegírico de Calderón así: “Entiendo el enojo por beatificar al liquidador del comunismo, pero, ¿qué culpa tiene Calderón?”

Y uno puede decir: Se entiende la necesidad de Calderón de sustituir con religiosidad su suprema ineptitud, pero ¿qué culpa tenemos los mexicanos de que nos traiga a un protector de pederastas como fue también el nuevo beato?

Lo que aterra es la dramática solicitud de Calderón a Ratzinger que, sin sarcasmos, implica el reconocimiento de que avanzamos fatalmente hacia el abismo. Es la capitulación de alguien que por su capacidad pudo ser, si acaso, alcalde de Morelia.

Por eso, a pesar del ominoso silencio de las grandes cadenas mediáticas --tan obsequiosas con el poder cuando les deja rédito económico--, la indiferencia de los magnates y el grueso de la clase política, es preciso sumarse a la Marcha Nacional por la Paz con Justicia y Dignidad, que el domingo 8 llegará al Zócalo…

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