Bin Laden: sólo un símbolo necesario

Rubén Cortés

No fue a Bin Laden a quien se le ocurrió atentar contra las Torres Gemelas, tampoco reventarlas con aviones. Sí pensó en el atentado dos años antes en Afganistán, pero no pudo organizarlo porque ya entonces andaba a salto de mata, sin poder usar un teléfono, pues a los dos segundos Estados Unidos le disparaba un misil desde un barco en el Océano Indico.

Bin Laden no tenía todos los hilos de Al Qaeda desde que en 1998 lo puso en la mira y obligó a Sudán a expulsarlo, donde se había asentado desde que su país, Arabia Saudita, le quitó la ciudadanía en 1994. Entonces se ocultó en Afganistán.

Los avionazos del 11 de septiembre de 2001 fueron planificados y operados por Ramzi Yusef, un kuwaití que había estado con él en Afganistán durante la guerra contra los soviéticos en 1979.

Fue mucho antes que el gobierno de Bill Clinton había escogido a Bin Laden como “el enemigo número uno”, ése genio del mal, perversamente atractivo, que siempre necesita Estados Unidos para justificar sus razias contra los villanos.

Bin Laden ya no era el gran jefe de Al Qaeda cuando lo de las Torres Gemelas. Dos semanas después del atentado, entrevisté en Islamabad a su biógrafo oficial, Hamid Mir, un periodista que vivía en una casa de dos pisos, con calcetines y calzoncillos puestos a secar al sol en la terraza.

El 11 de septiembre, Hamir estaba con Bin Laden en Afganistán, en una de las rutinarias conversaciones que solía tener con él mientras preparaban la biografía autorizada del “Saladino moderno” para que fuera publicada después de muerto. Hamir le preguntó si el ataque era obra suya.

Bin Laden le respondió: “Yo no he sido, Hamid. Cómo puede alguien organizar un ataque de ese tamaño desde aquí donde estamos, sin poder hablar por teléfono porque los satélites estadounidenses me ubican al instante. Dile al mundo, Hamid, dile al mundo que yo no he sido”.

En realidad, Bin Laden cobró la importancia que le dio Estados Unidos como símbolo del terrorismo, lo cual le dio una aureola de santo feroz, de ídolo malintencionado, malicioso, rencoroso, perverso, malvado, resentido, insidioso… pero al fin y al cabo fascinante.

Y, aún cuando el Antiguo Testamento prohíbe idolatrar imagen alguna ni de lo que hay arriba de los cielos, ni de lo que hay debajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra, lo cierto es que al hombre le resulta insoportable vivir sin la idolatría.

Al final, Estados Unidos ayudó a crear en Bin Laden un ídolo para después bajarlo de los altares.

Y eso es todavía más deslumbrante: ver caer a un ídolo.

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