Martha Anaya / Crónica de Política
El pasado 6 de febrero cumplió 90 años. Nueve décadas que Jorge Díaz Serrano solía resumir –en las reuniones con amigos– en la frase que llevan por título las memorias del poeta chileno Pablo Neruda: Confieso que he vivido.
Dicho lo cual, el ex director de Pemex (1976-1981) esbozaba una sonrisa entre pícara y tristona.
Con esa misma expresión lo imagino al despedirse de esta vida.
En distintas ocasiones –después de habérsele quitado el fuero que ostentaba como senador por Sonora y encarcelado durante cinco años– le preguntaron ¿qué cambiaría?, si tuviera oportunidad de volver a vivir su vida. Y él, una y otra vez respondió:
“Volvería a trabajar para hacer a mi país autosuficiente por muchos años en su abastecimiento energético y también para exportar lo necesario para nuestro desarrollo. Sin embargo, no depositaría tanta confianza en algunas personas. Pero ¿cómo saberlo?”
Cuando tal respondía, cruzaban sin duda por su mente los nombres de dos de sus subdirectores.
Logró lo que consideró un verdadero “milagro”. Convertirse en el director de Petróleos Mexicanos en el sexenio de José López Portillo. Y a su paso convirtió a la paraestatal, y a México, en el cuarto país productor de petróleo en el mundo.
Su imagen se alzó tan alto como la torre que construyó para Pemex. Creció al punto de convertirse en un posible candidato a la Presidencia de la República, y fue ahí, en ese terreno que no era el suyo –el político—que se urdió su derrumbe.
Su caída comenzó cuando clientes de Pemex comenzaron a recibir ofertas de vendedores árabes cuatro dólares por debajo del precio marcador y pedían a México un trato igual para tomar su decisión de seguir comprando a Pemex o emigrar.
Díaz Serrano decidió bajar el precio y mantener la clientela. (La historia demostraría posteriormente que su decisión era la correcta)
Pero en ese momento, ya sonaban los tambores de la sucesión presidencial. José Andrés de Oteyza, secretario de Patrimonio aprovechó el momento. Criticó y rechazó la medida del director de Pemex. Quiso convertirse en el gran señor del mundo petrolero.
José Ramón López Portillo, hijo del Presidente de la República y colaborador de otro de los aspirantes a la Presidencia, Miguel de la Madrid –entonces secretario de Programación–, atacaron también. Envenenaron el oído presidencial.
Así, aún y cuando el mercado petrolero se había tranquilizado, el 6 de junio de 1981 Jorge Díaz Serrano fue citado a Los Pinos. López Portillo lo recibió en su despacho. Le dijo que su decisión de bajar el precio del petróleo sin consultar al gabinete económico había provocado un rechazo de su política petrolera y que eso era muy grave.
El director de Pemex –ingeniero y gran conocedor del tema petrolero–defendió su decisión, pero ya era inútil. De nada valían sus conocimientos, su experiencia con su propia empresa Permargo, cuyo socio era nada menos que George Bush padre. Negocios que vendió para incursionar en la política.
El Presidente de la República le dijo sin más:
-La decisión está tomada. Te vas.
“Sentí que la sangre se me iba a la cabeza –refiere en su libro: Yo, Jorge Díaz Serrano–. Le dije que si seguía el consejo de los burócratas, éstos lo hundirían, que no se dejara llevar por las intrigas de ese joven Yago. Ellos los burócratas, no podrían sacar adelante el asunto del petróleo y, además, acabarían por hacerlo garras. Me di cuenta de que me había alterado y traté de calmarme al oír que me decía:
-Lo siento, pero es un asunto resuelto.
Ahí comenzó su caída política. En el sexenio de De la Madrid lo convertirían en el “chivo expiatorio” para apuntalar la nueva gobernabilidad y pasaría el sexenio en la cárcel acusado de un fraude del cual, siempre, se dijo inocente.
Muchos otros errores, decía, había cometido. Pero no el que imputaban. Con la frente en alto enfrentó su destino. Así fue hasta el final. Y si otros no le reconocieron sus conocimientos, su dignidad y sencillez, la historia al final le dio la razón.
El pasado 6 de febrero cumplió 90 años. Nueve décadas que Jorge Díaz Serrano solía resumir –en las reuniones con amigos– en la frase que llevan por título las memorias del poeta chileno Pablo Neruda: Confieso que he vivido.
Dicho lo cual, el ex director de Pemex (1976-1981) esbozaba una sonrisa entre pícara y tristona.
Con esa misma expresión lo imagino al despedirse de esta vida.
En distintas ocasiones –después de habérsele quitado el fuero que ostentaba como senador por Sonora y encarcelado durante cinco años– le preguntaron ¿qué cambiaría?, si tuviera oportunidad de volver a vivir su vida. Y él, una y otra vez respondió:
“Volvería a trabajar para hacer a mi país autosuficiente por muchos años en su abastecimiento energético y también para exportar lo necesario para nuestro desarrollo. Sin embargo, no depositaría tanta confianza en algunas personas. Pero ¿cómo saberlo?”
Cuando tal respondía, cruzaban sin duda por su mente los nombres de dos de sus subdirectores.
Logró lo que consideró un verdadero “milagro”. Convertirse en el director de Petróleos Mexicanos en el sexenio de José López Portillo. Y a su paso convirtió a la paraestatal, y a México, en el cuarto país productor de petróleo en el mundo.
Su imagen se alzó tan alto como la torre que construyó para Pemex. Creció al punto de convertirse en un posible candidato a la Presidencia de la República, y fue ahí, en ese terreno que no era el suyo –el político—que se urdió su derrumbe.
Su caída comenzó cuando clientes de Pemex comenzaron a recibir ofertas de vendedores árabes cuatro dólares por debajo del precio marcador y pedían a México un trato igual para tomar su decisión de seguir comprando a Pemex o emigrar.
Díaz Serrano decidió bajar el precio y mantener la clientela. (La historia demostraría posteriormente que su decisión era la correcta)
Pero en ese momento, ya sonaban los tambores de la sucesión presidencial. José Andrés de Oteyza, secretario de Patrimonio aprovechó el momento. Criticó y rechazó la medida del director de Pemex. Quiso convertirse en el gran señor del mundo petrolero.
José Ramón López Portillo, hijo del Presidente de la República y colaborador de otro de los aspirantes a la Presidencia, Miguel de la Madrid –entonces secretario de Programación–, atacaron también. Envenenaron el oído presidencial.
Así, aún y cuando el mercado petrolero se había tranquilizado, el 6 de junio de 1981 Jorge Díaz Serrano fue citado a Los Pinos. López Portillo lo recibió en su despacho. Le dijo que su decisión de bajar el precio del petróleo sin consultar al gabinete económico había provocado un rechazo de su política petrolera y que eso era muy grave.
El director de Pemex –ingeniero y gran conocedor del tema petrolero–defendió su decisión, pero ya era inútil. De nada valían sus conocimientos, su experiencia con su propia empresa Permargo, cuyo socio era nada menos que George Bush padre. Negocios que vendió para incursionar en la política.
El Presidente de la República le dijo sin más:
-La decisión está tomada. Te vas.
“Sentí que la sangre se me iba a la cabeza –refiere en su libro: Yo, Jorge Díaz Serrano–. Le dije que si seguía el consejo de los burócratas, éstos lo hundirían, que no se dejara llevar por las intrigas de ese joven Yago. Ellos los burócratas, no podrían sacar adelante el asunto del petróleo y, además, acabarían por hacerlo garras. Me di cuenta de que me había alterado y traté de calmarme al oír que me decía:
-Lo siento, pero es un asunto resuelto.
Ahí comenzó su caída política. En el sexenio de De la Madrid lo convertirían en el “chivo expiatorio” para apuntalar la nueva gobernabilidad y pasaría el sexenio en la cárcel acusado de un fraude del cual, siempre, se dijo inocente.
Muchos otros errores, decía, había cometido. Pero no el que imputaban. Con la frente en alto enfrentó su destino. Así fue hasta el final. Y si otros no le reconocieron sus conocimientos, su dignidad y sencillez, la historia al final le dio la razón.
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