Martha Anaya / Crónica de Política
Los vitrales retumbaban en la catedral metropolitana. ¿Qué está pasando afuera?, nos preguntábamos, ciertos de una tormenta que adivinábamos por los destellos de los relámpagos que se filtraban hacia la nave principal y el sordo retumbar de golpes sobre los muros que se expandía desde lo alto hasta el altar y nuestras bancas.
Pasaban de las siete de la noche. Centenares de personas aguardábamos impacientes, entre los religiosos muros, el inicio del Requiem de Berlioz que dirigiría Fernando Lozano con la Orquesta Sinfónica de Xalapa, con la participación del tenor Leonardo Villeda y distintos coros.
Apareció de pronto, al frente, un hombre para explicar el retraso: faltan varios instrumentos (contrabajos) que no pueden bajar de los vehículos y acceder a la catedral, “por la lluvia”.
La gente seguía llegando. Venían con la ropa mojada –playeras o vestimenta de calor la mayoría– o portaban de esos plásticos que suelen vender a las afueras del Metro. Llegaban sorprendidos por el “aguacerazo” que estaba cayendo.
Finalmente comenzó el concierto media hora después, acompasado por el rugir de algunos truenos y los fogonazos de los relámpagos que se visualizaban por entre los coloridos vitrales y nos olvidamos del exterior entre los acordes y los cantos.
Pero cuando salimos, hacia las diez de la noche, ¡vuelta a la realidad! Todo mojado, aún lloviznaba, imposible conseguir un taxi. Los de afuera comentaban que se había inundado el viaducto y que no había manera de pasar. El Metro estaba atiborrado, olía a aguas negras; en los vagones, hedía la ropa húmeda de muchos usuarios.
Del metro Chapultepec hacia Insurgentes Sur, desde el Metrobús la vista era densas capas de granizo cubriendo por entero aceras y parte de los arroyos. Todos mirábamos sorprendidos aquellas escenas inesperadas para estos días de abril tan calurosos.
Bajé en Sonora y me encaminé hacia el Parque México. Los zapatos se hundían en el granizo, comencé a sentir el frío y la humedad hasta los tobillos. Muchos optaron por abandonar las aceras y andar por los arroyos de los vehículos. Algunos cruces estaban inundados por completo. Imposible cruzar.
Entre deslices y chapoteos nos movíamos en la oscuridad, con la esperanza de que ningún auto nos arrollara a su paso.
Para cuando llegué a mi casa, las noticias informaban que el ducto del drenaje –con aguas negras– que corre en medio del viaducto, se había reventado. Según decían, frente al hotel “Oslo” se había abierto un boquete de unos 20 centímetros por el que las aguas negras se abrieron paso a borbotones y en unos cuantos minutos inundaron por completo los carriles centrales a la altura del Eje Central.
Decían también que el agua se había desbordado sobre la lateral del viaducto y que había como 20 automóviles atrapados en los bajo puentes.
¡Qué desmadre!, solté, mientras preparaba un baño de agua caliente.
Pero no sería todo. El amanecer del domingo me daría otra visión de la super granizada que hubo. Todo Amsterdam, el parque España y el parque México, no sólo estaban cubiertos por una gruesa capa de granizo sino por millares de trozos de hojas verdes arrancadas de los árboles.
La imagen era entre idílica y terrorífica: la bruma, el vapor que se formaba por el calor del sol que recién salía sobre el hielo, me cubría por completo. Los paseantes nos mirábamos como sombras en medio de aquella bruma y nuestros perros olisqueaban en medio del pedacerío de hojas que habían formado una alfombra tal que ya no se alcanzaba a distinguir el límite entre los andadores y los jardines.
De las flores, ni hablar. Prácticamente no quedaba ninguna. La fuerza de la granizada las hizo trizas. Hasta pajaritos muertos, ensangrentados, encontramos en el camino.
Al medio día todavía podían hallarse montañas de granizo formadas por los vecinos al limpiar ante sus puertas y hasta los chamacos jugaban con bolas de hielo. Algunos carros, evidentemente estacionados en la calle desde la noche anterior, se veían cubiertos por hojas.
Y sí, para muchos, este domingo fue salir a la calle con sus escobas, cubetas y trapos, a limpiar y barrer frente a sus casas y negocios. Y la expresión común era “pa’ granizada que cayó”.
Los vitrales retumbaban en la catedral metropolitana. ¿Qué está pasando afuera?, nos preguntábamos, ciertos de una tormenta que adivinábamos por los destellos de los relámpagos que se filtraban hacia la nave principal y el sordo retumbar de golpes sobre los muros que se expandía desde lo alto hasta el altar y nuestras bancas.
Pasaban de las siete de la noche. Centenares de personas aguardábamos impacientes, entre los religiosos muros, el inicio del Requiem de Berlioz que dirigiría Fernando Lozano con la Orquesta Sinfónica de Xalapa, con la participación del tenor Leonardo Villeda y distintos coros.
Apareció de pronto, al frente, un hombre para explicar el retraso: faltan varios instrumentos (contrabajos) que no pueden bajar de los vehículos y acceder a la catedral, “por la lluvia”.
La gente seguía llegando. Venían con la ropa mojada –playeras o vestimenta de calor la mayoría– o portaban de esos plásticos que suelen vender a las afueras del Metro. Llegaban sorprendidos por el “aguacerazo” que estaba cayendo.
Finalmente comenzó el concierto media hora después, acompasado por el rugir de algunos truenos y los fogonazos de los relámpagos que se visualizaban por entre los coloridos vitrales y nos olvidamos del exterior entre los acordes y los cantos.
Pero cuando salimos, hacia las diez de la noche, ¡vuelta a la realidad! Todo mojado, aún lloviznaba, imposible conseguir un taxi. Los de afuera comentaban que se había inundado el viaducto y que no había manera de pasar. El Metro estaba atiborrado, olía a aguas negras; en los vagones, hedía la ropa húmeda de muchos usuarios.
Del metro Chapultepec hacia Insurgentes Sur, desde el Metrobús la vista era densas capas de granizo cubriendo por entero aceras y parte de los arroyos. Todos mirábamos sorprendidos aquellas escenas inesperadas para estos días de abril tan calurosos.
Bajé en Sonora y me encaminé hacia el Parque México. Los zapatos se hundían en el granizo, comencé a sentir el frío y la humedad hasta los tobillos. Muchos optaron por abandonar las aceras y andar por los arroyos de los vehículos. Algunos cruces estaban inundados por completo. Imposible cruzar.
Entre deslices y chapoteos nos movíamos en la oscuridad, con la esperanza de que ningún auto nos arrollara a su paso.
Para cuando llegué a mi casa, las noticias informaban que el ducto del drenaje –con aguas negras– que corre en medio del viaducto, se había reventado. Según decían, frente al hotel “Oslo” se había abierto un boquete de unos 20 centímetros por el que las aguas negras se abrieron paso a borbotones y en unos cuantos minutos inundaron por completo los carriles centrales a la altura del Eje Central.
Decían también que el agua se había desbordado sobre la lateral del viaducto y que había como 20 automóviles atrapados en los bajo puentes.
¡Qué desmadre!, solté, mientras preparaba un baño de agua caliente.
Pero no sería todo. El amanecer del domingo me daría otra visión de la super granizada que hubo. Todo Amsterdam, el parque España y el parque México, no sólo estaban cubiertos por una gruesa capa de granizo sino por millares de trozos de hojas verdes arrancadas de los árboles.
La imagen era entre idílica y terrorífica: la bruma, el vapor que se formaba por el calor del sol que recién salía sobre el hielo, me cubría por completo. Los paseantes nos mirábamos como sombras en medio de aquella bruma y nuestros perros olisqueaban en medio del pedacerío de hojas que habían formado una alfombra tal que ya no se alcanzaba a distinguir el límite entre los andadores y los jardines.
De las flores, ni hablar. Prácticamente no quedaba ninguna. La fuerza de la granizada las hizo trizas. Hasta pajaritos muertos, ensangrentados, encontramos en el camino.
Al medio día todavía podían hallarse montañas de granizo formadas por los vecinos al limpiar ante sus puertas y hasta los chamacos jugaban con bolas de hielo. Algunos carros, evidentemente estacionados en la calle desde la noche anterior, se veían cubiertos por hojas.
Y sí, para muchos, este domingo fue salir a la calle con sus escobas, cubetas y trapos, a limpiar y barrer frente a sus casas y negocios. Y la expresión común era “pa’ granizada que cayó”.
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