Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
Resulta perturbadora la seguridad con la que el presidente de todos los mexicanos administra la información que nos receta, con el propósito de que aceptemos o al menos compartamos con él su percepción sobre el bienestar de los mexicanos alcanzado en 10 años de panismo.
Inquietantes las respuestas concedidas a Javier Moreno publicadas con gran despliegue en Domingo, suplemento de El País. Don Felipe Calderón da la impresión, con sus palabras, de que habla de un país distinto, ajeno al que los mexicanos responsables, cultos e inteligentes viven y padecen -lo acepten o no públicamente, porque proceden con la discreción que sus intereses políticos y empresariales les dictan, que sus patrones y agendas les imponen- todos los días, en la certeza de que es el México que heredarán a sus hijos y nietos.
Parte, Felipe Calderón, del supuesto de que lo fallido de un Estado se manifiesta de la noche a la mañana, o de que hay hechos, sucesos que expresan el fracaso del Estado y sus instituciones. No es así. Cuando Gavrilo Princip asesinó al heredero de Francisco José no se disolvió el Imperio Austro-Húngaro; la perestroika es consecuencia de la previsible disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y no su detonante; el terrorismo islámico es anuncio, presagio de lo que hoy ocurre en las naciones árabes, y no a la inversa.
La descomposición social, la anomia de los gobiernos, la debilidad de las instituciones, el desorden y la imposibilidad de dar seguridad jurídica y pública porque la violencia y la desconfianza desbordan a las autoridades, son síntomas que permiten establecer un diagnóstico: el modelo político y económico de México dio de sí, e intentar la restauración equivale a llamar a gritos la implosión de las fallas sistémicas y estructurales que afectan al Estado mexicano, para convertirlo en uno fallido.
Es cierto, la vida en México continúa, ¿a qué precio? También es verdad que millones de estudiantes asisten diario a sus escuelas, pero quisiera saber si el presidente Calderón o sus empleados estarían dispuestos a enviar a sus hijos al sistema educativo del Estado, gerenciado por Elba Esther Gordillo, o a la educación media del Instituto Politécnico Nacional o de la Universidad Nacional Autónoma de México. Naturalmente no, ellos y los que son como ellos están necesitados, urgidos de conformar una élite.
Con el firme deseo, propósito de que el mayor número de mexicanos se sumen a su país ideal, el gobierno, su presidente, su partido, están inmersos en una campaña de desprestigio de nuestro pasado inmediato, pues quieren vendernos que todos los males políticos, económicos y sociales que hoy mantienen postrados a muchos millones de mexicanos, son responsabilidad directa de ese nefasto priismo que hoy quiere regresar al poder.
Olvidan esos diligentes panistas, sólo dispuestos a ver la paja en el ojo ajeno, que desde que se crearon las diputaciones de partido se convirtieron en cómplices de lo que niegan y dicen abominar; naturalmente con sus honorables excepciones, contentos se dejaron cooptar por el sistema para votar en el Congreso cuanta enmienda constitucional o reforma legal les exigían sus patrocinadores; olvidan también que crecieron a la sombra del PRI y se mimetizaron con lo peor de ese partido, y es por ello que reniegan de esa alianza política no escrita, pero establecida desde que uno o más panistas daban el sí como diputados de partido. Alianza menos perversa que la electoral, pero también dañina, porque no fueron una leal oposición. Transaban como norma.
No es verdad que fuera conseja popular que el PAN nunca accedería al poder. Lo compartía, era cómplice.
Claro que sobre este país pende la amenaza de que si sus gobernantes no proceden a instrumentar, ya, la transición, puede devenir en un Estado fallido, útil a los intereses de Estados Unidos. Quizá sólo se trató de llegar al poder para dejar las cosas como estaban, o peor, aunque debieran aceptar que la solvencia económica de la nación se debe al entramado dejado por el gobierno priista de Ernesto Zedillo. Eso no lo reconocerán nunca.
Meditada ya esta opinión y antes de redactarla, encontré en la última página de El País del jueves 31 de marzo, un texto de Maruja Torres, que, salvo nombres y lugares, describe lo que acá nos ocurre, como sucede en España.
Observen la frivolidad con que se sacuden, en la escena pública, principios sagrados del bien común -respeto, reflexión, búsqueda de soluciones-, como si el politiqueo indujera a los próceres a menear nuestros derechos cual bata de cola, y a los medios a hacer de palmeros.
Esto no es una feria ni una romería. Esto es la gestión de un país y la gestión de una oposición a esa gestión. Con el ejemplo que dan los vociferantes -unos más que otros- y los calumniadores -sobre todo, unos-, y con nuestro encogimiento de hombros, vamos hacia una anarquía de derechas tan ignorante como culpable, caldo de cultivo para que llegue un demagogo con mano dura. Ah, si Fraga Iribarne estuviera en sus verdes años… No duden de que se le conduciría a hombros hasta La Moncloa. Por las redes sociales transcurren los verdaderos problemas, las preocupaciones que nos agobian. No tenemos soluciones. Ni de una forma ni de otra. Hacemos cosas insignificantes, que solo nos sirven a nosotros. Firmamos manifiestos, divulgamos injusticias. Y esperamos el regreso del sentido del bien común.
Pero lo que hay que hacer ya está inventado. Se llama democracia, y la tenemos, tan imperfecta como la de cualquier otro país democrático, aunque con una especial mala leche compartida. Se llama política, y eso es lo que hay que practicar. Se llama servicio público, derechos, deberes. Amar el país de todos.
En la antigua Mesopotamia, cuando los adivinos predecían una mala racha para el rey, buscaban a un delincuente en las prisiones y lo ponían en el trono, con objeto de que los hados se cebaran en él. Luego, el monarca verdadero volvía, y al pobre hombre lo ejecutaban.
Ahora el rey somos todos. Hay que pensar. Y que los delincuentes ocupen su lugar: la cárcel, sea la de barrotes o la de nuestra indiferencia.
Nada añadiría a este terrible diagnóstico. México como España, o viceversa, pero de que lo que viene se anticipa difícil, no puede negarse.
Resulta perturbadora la seguridad con la que el presidente de todos los mexicanos administra la información que nos receta, con el propósito de que aceptemos o al menos compartamos con él su percepción sobre el bienestar de los mexicanos alcanzado en 10 años de panismo.
Inquietantes las respuestas concedidas a Javier Moreno publicadas con gran despliegue en Domingo, suplemento de El País. Don Felipe Calderón da la impresión, con sus palabras, de que habla de un país distinto, ajeno al que los mexicanos responsables, cultos e inteligentes viven y padecen -lo acepten o no públicamente, porque proceden con la discreción que sus intereses políticos y empresariales les dictan, que sus patrones y agendas les imponen- todos los días, en la certeza de que es el México que heredarán a sus hijos y nietos.
Parte, Felipe Calderón, del supuesto de que lo fallido de un Estado se manifiesta de la noche a la mañana, o de que hay hechos, sucesos que expresan el fracaso del Estado y sus instituciones. No es así. Cuando Gavrilo Princip asesinó al heredero de Francisco José no se disolvió el Imperio Austro-Húngaro; la perestroika es consecuencia de la previsible disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y no su detonante; el terrorismo islámico es anuncio, presagio de lo que hoy ocurre en las naciones árabes, y no a la inversa.
La descomposición social, la anomia de los gobiernos, la debilidad de las instituciones, el desorden y la imposibilidad de dar seguridad jurídica y pública porque la violencia y la desconfianza desbordan a las autoridades, son síntomas que permiten establecer un diagnóstico: el modelo político y económico de México dio de sí, e intentar la restauración equivale a llamar a gritos la implosión de las fallas sistémicas y estructurales que afectan al Estado mexicano, para convertirlo en uno fallido.
Es cierto, la vida en México continúa, ¿a qué precio? También es verdad que millones de estudiantes asisten diario a sus escuelas, pero quisiera saber si el presidente Calderón o sus empleados estarían dispuestos a enviar a sus hijos al sistema educativo del Estado, gerenciado por Elba Esther Gordillo, o a la educación media del Instituto Politécnico Nacional o de la Universidad Nacional Autónoma de México. Naturalmente no, ellos y los que son como ellos están necesitados, urgidos de conformar una élite.
Con el firme deseo, propósito de que el mayor número de mexicanos se sumen a su país ideal, el gobierno, su presidente, su partido, están inmersos en una campaña de desprestigio de nuestro pasado inmediato, pues quieren vendernos que todos los males políticos, económicos y sociales que hoy mantienen postrados a muchos millones de mexicanos, son responsabilidad directa de ese nefasto priismo que hoy quiere regresar al poder.
Olvidan esos diligentes panistas, sólo dispuestos a ver la paja en el ojo ajeno, que desde que se crearon las diputaciones de partido se convirtieron en cómplices de lo que niegan y dicen abominar; naturalmente con sus honorables excepciones, contentos se dejaron cooptar por el sistema para votar en el Congreso cuanta enmienda constitucional o reforma legal les exigían sus patrocinadores; olvidan también que crecieron a la sombra del PRI y se mimetizaron con lo peor de ese partido, y es por ello que reniegan de esa alianza política no escrita, pero establecida desde que uno o más panistas daban el sí como diputados de partido. Alianza menos perversa que la electoral, pero también dañina, porque no fueron una leal oposición. Transaban como norma.
No es verdad que fuera conseja popular que el PAN nunca accedería al poder. Lo compartía, era cómplice.
Claro que sobre este país pende la amenaza de que si sus gobernantes no proceden a instrumentar, ya, la transición, puede devenir en un Estado fallido, útil a los intereses de Estados Unidos. Quizá sólo se trató de llegar al poder para dejar las cosas como estaban, o peor, aunque debieran aceptar que la solvencia económica de la nación se debe al entramado dejado por el gobierno priista de Ernesto Zedillo. Eso no lo reconocerán nunca.
Meditada ya esta opinión y antes de redactarla, encontré en la última página de El País del jueves 31 de marzo, un texto de Maruja Torres, que, salvo nombres y lugares, describe lo que acá nos ocurre, como sucede en España.
Observen la frivolidad con que se sacuden, en la escena pública, principios sagrados del bien común -respeto, reflexión, búsqueda de soluciones-, como si el politiqueo indujera a los próceres a menear nuestros derechos cual bata de cola, y a los medios a hacer de palmeros.
Esto no es una feria ni una romería. Esto es la gestión de un país y la gestión de una oposición a esa gestión. Con el ejemplo que dan los vociferantes -unos más que otros- y los calumniadores -sobre todo, unos-, y con nuestro encogimiento de hombros, vamos hacia una anarquía de derechas tan ignorante como culpable, caldo de cultivo para que llegue un demagogo con mano dura. Ah, si Fraga Iribarne estuviera en sus verdes años… No duden de que se le conduciría a hombros hasta La Moncloa. Por las redes sociales transcurren los verdaderos problemas, las preocupaciones que nos agobian. No tenemos soluciones. Ni de una forma ni de otra. Hacemos cosas insignificantes, que solo nos sirven a nosotros. Firmamos manifiestos, divulgamos injusticias. Y esperamos el regreso del sentido del bien común.
Pero lo que hay que hacer ya está inventado. Se llama democracia, y la tenemos, tan imperfecta como la de cualquier otro país democrático, aunque con una especial mala leche compartida. Se llama política, y eso es lo que hay que practicar. Se llama servicio público, derechos, deberes. Amar el país de todos.
En la antigua Mesopotamia, cuando los adivinos predecían una mala racha para el rey, buscaban a un delincuente en las prisiones y lo ponían en el trono, con objeto de que los hados se cebaran en él. Luego, el monarca verdadero volvía, y al pobre hombre lo ejecutaban.
Ahora el rey somos todos. Hay que pensar. Y que los delincuentes ocupen su lugar: la cárcel, sea la de barrotes o la de nuestra indiferencia.
Nada añadiría a este terrible diagnóstico. México como España, o viceversa, pero de que lo que viene se anticipa difícil, no puede negarse.
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