Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
No se puede establecer un saldo sobre sucesos inconclusos, pero en el caso de las fosas clandestinas de San Fernando, Tamaulipas, es necesario hacer un corte de caja provisional, porque de otra manera la crueldad de los hechos, la violencia con la que se ejecutó a los sepultados, la sinrazón del crimen, la aparición de más entierros clandestinos en otras entidades de la república, como ahora ocurre en Durango, como sucedió en Guerrero y Michoacán, avasallarían la posibilidad de reflexión, nos sujetaría la desinformación del gobierno, la versión oficial de lo posible, pero no probable.
No queda claro que los restos encontrados en esos pudrideros sean de asesinados por narcotraficantes o sicarios; no queda claro, por la saña inaudita con la cual procedieron, por la rapidez con la cual lo hicieron, prácticamente en cuanto las víctimas fueron levantadas. Me aseguran -lo que azora, duele, mortifica y obliga a poner atención- quienes saben de lo que hablan en materia de seguridad pública y seguridad nacional, que a la mayoría de los ejecutados en San Fernando los mataron a tubazos. ¿Era necesaria tanta sangre, como la encontrada en los lugares donde los sacrificaron? ¿Quién o quiénes instruyeron que así se hiciera? ¿Para poner ejemplo, para infundir temor? ¿Quién se beneficia de tanta muerte? ¿Quiénes son los ejecutados? ¡Vamos!, no son ejecuciones gratuitas, obedecen a un fin que nada tiene que ver con el tráfico de seres humanos, armas o drogas. Puedo estar equivocado, pero lo ocurrido en esa población tamaulipeca, como lo sucedido en Durango, en Juárez -cuando aniquilaron a grupos de jóvenes en ejecuciones colectivas-, Tijuana y Torreón, carece de explicación; desconocemos en cuántos otros lugares de este aterido país han sido ejecutados los levantados, o los elegidos para imponer el terror.
La cifra de ejecutados por esta guerra pírrica ronda las 40 mil víctimas, ¿de cuántos se conoce su identidad y nacionalidad? La mayoría son muertes anónimas, como lo son también las razones por las cuales fueron silenciados, porque si se medita con sensatez, si se recurre al sentido común, puede llegarse a la conclusión de que ese no es el proceder táctico de los barones de la droga, pues es sabido que para el éxito de sus delitos, mientras menor sea el ruido, mejor.
Parece imponerse, entonces, la conclusión a la que llega Stratfor, la consultoría estadounidense de seguridad global, que en su reporte Mexican drug war 2011, señala que el presidente Felipe Calderón busca que el cártel de Sinaloa asuma una posición dominante y se imponga así “una reducción forzada de la violencia”. No lo creo, el costo sería altísimo, las sospechas incontrolables. 'Disminuir la violencia, no la eliminación de los cárteles', sostienen que es lo que interesa a este gobierno. ¿Para qué tanta muerte?
La conclusión de los analistas de esa consultoría, establece que “al parecer, el gobierno mexicano ha decidido que el mejor curso de acción en este entorno (de inseguridad) es librar una guerra de desgaste”, en la cual el cártel de Sinaloa asuma la posición dominante en el país, lo que permitiría “imponer una reducción forzada de la violencia de los grupos criminales”, para que el cártel de Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera “sea usado para someter a las bandas más débiles”. Sustentan su opinión en el hecho, según ellos, de que “en tanto que las luchas internas y presiones externas que realizan las autoridades con sus operativos han debilitado a todos los cárteles, el de Sinaloa ha demostrado ser inmune a la crisis y está creciendo”.
Si lo anterior es cierto -insisto, me niego a creerlo-, las consecuencias electorales para el gobierno de Acción Nacional y su futuro son funestas, pues han procedido en sentido contrario a lo que públicamente niegan: cero acuerdos, pero hete aquí que parece que han decidido usar al cártel de Sinaloa para evitar un mayor desgaste de las fuerzas armadas, y sacarle las castañas del fuego al presidente de la República. ¿Será cierto?
Para la consultoría estadunidense, el cártel de La Familia Michoacana depende de Guzmán Loera para “restablecer su infraestructura antigua y sus rutas de contrabando”; en cambio, el cártel de Sinaloa es visto como “el poder hegemónico regional en la mitad occidental de México”, y como el grupo que “está ampliando activamente su territorio. Esta expansión se constata en Durango, Acapulco -su ruta vital a Oriente- y Michoacán, así como la ciudad de México. Debido a que se ha mantenido como una organización cohesionada y conserva ingresos muy diversificados -desde estupefacientes hasta aguacates-, éste es el grupo delictivo que se beneficiará más del caos en todo México”.
De lo anterior y acerca de las fosas clandestinas que ya pueden aparecer en cualquier parte del territorio nacional, me cuenta en conversación privada mi gurú político: “Se dice que la Policía Federal no hizo nada para prevenir tamaños crímenes, tamaña violencia; es cierto que fue omisa en su mandato constitucional, pero -afirma mi interlocutor- lo que no puede prevenir ningún sistema de seguridad nacional es el vértigo producido por el miedo…
“No son sucesos aislados estas fosas clandestinas, estas ejecuciones a tubazos; son más feroces que las acciones terroristas, facilitadas por la ausencia de acciones que unan a la sociedad; es el rompimiento irreparable del tejido social. Más bien, es la implosión del modelo político mexicano, lo que se manifiesta como un vacío de poder en las explosiones originadas por el resentimiento y la confrontación de los grupos propiciada por el gobierno. Es el silencio de las conciencias, es la indiferencia y el mutismo cómplice de buena parte de las redes sociales, profundizado por las fosas clandestinas. No es un hecho irracional e irrepetible, pues aparecen más y más cadáveres. Es la aceleración del desconcierto, del azoro, para facilitar la imposición del autoritarismo”.
Luego, con una sonrisa forzada en los labios, acepta: “Lo que te he dicho es mi interpretación de lo escrito por Jean Baudrillard”, pero me doy cuenta que tampoco a nadie le importa.
Es cierto, no importa porque somos incapaces de buscar una sencilla respuesta: ¿En qué México vivimos? En una paráfrasis de Kurt Wallander, puede sostenerse: “Es una pregunta demasiado amplia para detenerse a considerarla. Más bien deberíamos preguntarnos si lo que tememos que suceda no habrá sucedido ya, si no nos hallamos a un paso más allá del hundimiento definitivo del Estado de Derecho. Un México en el que cada vez más mexicanos se sienten inútiles o, peor todavía, no necesitados. En ese contexto, la violencia irracional detonada por la guerra del gobierno al narcotráfico, cuyo culmen son las fosas clandestinas; violencia en la que los ejecutores carecen de rostro, no tienen identidad, se convierte en algo cotidiano. Nos quejamos de lo mal que están las cosas, pero es momento de preguntarnos si no están mucho peor de lo que nos imaginamos”.
El gobierno juega con fuego; en la confrontación social por él propiciada busca encontrar el apoyo necesario para imponer criterios y políticas públicas, sin importar si los muertos superan la realidad.
No caben las analogías, no podemos vernos en el espejo de Colombia, como sugiere Héctor Aguilar Camín, porque son países, fronteras y épocas diferentes, y porque no podemos esperar a gritar de espanto, hasta que se llegue a la cuota de 80 mil muertes anuales, como puede deducirse de su texto. Bastante sangre corre ya como para cerrar los ojos. No hay cifras que avalen el éxito de las políticas de seguridad como resultado de tanta muerte, tanta tumba clandestina, tanta enfermedad que exige, demanda matar a tubazos.
No se puede establecer un saldo sobre sucesos inconclusos, pero en el caso de las fosas clandestinas de San Fernando, Tamaulipas, es necesario hacer un corte de caja provisional, porque de otra manera la crueldad de los hechos, la violencia con la que se ejecutó a los sepultados, la sinrazón del crimen, la aparición de más entierros clandestinos en otras entidades de la república, como ahora ocurre en Durango, como sucedió en Guerrero y Michoacán, avasallarían la posibilidad de reflexión, nos sujetaría la desinformación del gobierno, la versión oficial de lo posible, pero no probable.
No queda claro que los restos encontrados en esos pudrideros sean de asesinados por narcotraficantes o sicarios; no queda claro, por la saña inaudita con la cual procedieron, por la rapidez con la cual lo hicieron, prácticamente en cuanto las víctimas fueron levantadas. Me aseguran -lo que azora, duele, mortifica y obliga a poner atención- quienes saben de lo que hablan en materia de seguridad pública y seguridad nacional, que a la mayoría de los ejecutados en San Fernando los mataron a tubazos. ¿Era necesaria tanta sangre, como la encontrada en los lugares donde los sacrificaron? ¿Quién o quiénes instruyeron que así se hiciera? ¿Para poner ejemplo, para infundir temor? ¿Quién se beneficia de tanta muerte? ¿Quiénes son los ejecutados? ¡Vamos!, no son ejecuciones gratuitas, obedecen a un fin que nada tiene que ver con el tráfico de seres humanos, armas o drogas. Puedo estar equivocado, pero lo ocurrido en esa población tamaulipeca, como lo sucedido en Durango, en Juárez -cuando aniquilaron a grupos de jóvenes en ejecuciones colectivas-, Tijuana y Torreón, carece de explicación; desconocemos en cuántos otros lugares de este aterido país han sido ejecutados los levantados, o los elegidos para imponer el terror.
La cifra de ejecutados por esta guerra pírrica ronda las 40 mil víctimas, ¿de cuántos se conoce su identidad y nacionalidad? La mayoría son muertes anónimas, como lo son también las razones por las cuales fueron silenciados, porque si se medita con sensatez, si se recurre al sentido común, puede llegarse a la conclusión de que ese no es el proceder táctico de los barones de la droga, pues es sabido que para el éxito de sus delitos, mientras menor sea el ruido, mejor.
Parece imponerse, entonces, la conclusión a la que llega Stratfor, la consultoría estadounidense de seguridad global, que en su reporte Mexican drug war 2011, señala que el presidente Felipe Calderón busca que el cártel de Sinaloa asuma una posición dominante y se imponga así “una reducción forzada de la violencia”. No lo creo, el costo sería altísimo, las sospechas incontrolables. 'Disminuir la violencia, no la eliminación de los cárteles', sostienen que es lo que interesa a este gobierno. ¿Para qué tanta muerte?
La conclusión de los analistas de esa consultoría, establece que “al parecer, el gobierno mexicano ha decidido que el mejor curso de acción en este entorno (de inseguridad) es librar una guerra de desgaste”, en la cual el cártel de Sinaloa asuma la posición dominante en el país, lo que permitiría “imponer una reducción forzada de la violencia de los grupos criminales”, para que el cártel de Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera “sea usado para someter a las bandas más débiles”. Sustentan su opinión en el hecho, según ellos, de que “en tanto que las luchas internas y presiones externas que realizan las autoridades con sus operativos han debilitado a todos los cárteles, el de Sinaloa ha demostrado ser inmune a la crisis y está creciendo”.
Si lo anterior es cierto -insisto, me niego a creerlo-, las consecuencias electorales para el gobierno de Acción Nacional y su futuro son funestas, pues han procedido en sentido contrario a lo que públicamente niegan: cero acuerdos, pero hete aquí que parece que han decidido usar al cártel de Sinaloa para evitar un mayor desgaste de las fuerzas armadas, y sacarle las castañas del fuego al presidente de la República. ¿Será cierto?
Para la consultoría estadunidense, el cártel de La Familia Michoacana depende de Guzmán Loera para “restablecer su infraestructura antigua y sus rutas de contrabando”; en cambio, el cártel de Sinaloa es visto como “el poder hegemónico regional en la mitad occidental de México”, y como el grupo que “está ampliando activamente su territorio. Esta expansión se constata en Durango, Acapulco -su ruta vital a Oriente- y Michoacán, así como la ciudad de México. Debido a que se ha mantenido como una organización cohesionada y conserva ingresos muy diversificados -desde estupefacientes hasta aguacates-, éste es el grupo delictivo que se beneficiará más del caos en todo México”.
De lo anterior y acerca de las fosas clandestinas que ya pueden aparecer en cualquier parte del territorio nacional, me cuenta en conversación privada mi gurú político: “Se dice que la Policía Federal no hizo nada para prevenir tamaños crímenes, tamaña violencia; es cierto que fue omisa en su mandato constitucional, pero -afirma mi interlocutor- lo que no puede prevenir ningún sistema de seguridad nacional es el vértigo producido por el miedo…
“No son sucesos aislados estas fosas clandestinas, estas ejecuciones a tubazos; son más feroces que las acciones terroristas, facilitadas por la ausencia de acciones que unan a la sociedad; es el rompimiento irreparable del tejido social. Más bien, es la implosión del modelo político mexicano, lo que se manifiesta como un vacío de poder en las explosiones originadas por el resentimiento y la confrontación de los grupos propiciada por el gobierno. Es el silencio de las conciencias, es la indiferencia y el mutismo cómplice de buena parte de las redes sociales, profundizado por las fosas clandestinas. No es un hecho irracional e irrepetible, pues aparecen más y más cadáveres. Es la aceleración del desconcierto, del azoro, para facilitar la imposición del autoritarismo”.
Luego, con una sonrisa forzada en los labios, acepta: “Lo que te he dicho es mi interpretación de lo escrito por Jean Baudrillard”, pero me doy cuenta que tampoco a nadie le importa.
Es cierto, no importa porque somos incapaces de buscar una sencilla respuesta: ¿En qué México vivimos? En una paráfrasis de Kurt Wallander, puede sostenerse: “Es una pregunta demasiado amplia para detenerse a considerarla. Más bien deberíamos preguntarnos si lo que tememos que suceda no habrá sucedido ya, si no nos hallamos a un paso más allá del hundimiento definitivo del Estado de Derecho. Un México en el que cada vez más mexicanos se sienten inútiles o, peor todavía, no necesitados. En ese contexto, la violencia irracional detonada por la guerra del gobierno al narcotráfico, cuyo culmen son las fosas clandestinas; violencia en la que los ejecutores carecen de rostro, no tienen identidad, se convierte en algo cotidiano. Nos quejamos de lo mal que están las cosas, pero es momento de preguntarnos si no están mucho peor de lo que nos imaginamos”.
El gobierno juega con fuego; en la confrontación social por él propiciada busca encontrar el apoyo necesario para imponer criterios y políticas públicas, sin importar si los muertos superan la realidad.
No caben las analogías, no podemos vernos en el espejo de Colombia, como sugiere Héctor Aguilar Camín, porque son países, fronteras y épocas diferentes, y porque no podemos esperar a gritar de espanto, hasta que se llegue a la cuota de 80 mil muertes anuales, como puede deducirse de su texto. Bastante sangre corre ya como para cerrar los ojos. No hay cifras que avalen el éxito de las políticas de seguridad como resultado de tanta muerte, tanta tumba clandestina, tanta enfermedad que exige, demanda matar a tubazos.
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