Álvaro Cepeda Neri
Los 16 mil ex trabajadores de la extinta empresa paraestatal Luz y Fuerza del Centro, que no aceptaron su liquidación y han continuado luchando desde hace un año y medio, para demandar su reinstalación en la Comisión Federal de Electricidad, se excedieron hasta la barbarie o, cuando menos, con actos muy cercanos en lo que fue el desbordamiento de la violencia para manifestarse en memoria de su aniversario de cuando fueron despedidos autoritariamente por Calderón y Lozano.
Agredieron a los que transitaban por el lugar de los hechos. Incendiaron automóviles (así sea, como alegan, que eran de su propiedad). Dañaron el inmueble de la Comisión Federal de Electricidad. Desquiciaron la circulación del transporte de toda clase. Y, de paso, al parecer hasta intencionalmente, a una orden de Martín Esparza, sus obedientes golpeadores se fueron encima de dos reporteros (a uno de ellos le robaron su cámara y documentos personales).
La cuestión es que las agresiones al reportero gráfico: Marco Peláez, del periódico La Jornada, y a Juan Carlos Santoyo, reportero de Radio Fórmula, como el resto del vandalismo, demuestra que los electricistas fueron más allá de sus derechos de petición y de protesta (Artículos: 8 y 9 constitucionales). Pasando de manifestaciones y mítines, a una violencia que los presenta como provocadores. Y si a esto le agregamos que posiblemente hubo otros individuos que, infiltrados, se dieron a la tarea de activar o iniciar la violencia, aquello se complicó porque las policías, federal y defeña, atacaron con gases lacrimógenos, convirtiendo el lugar en un infierno.
Periodistas y ciudadanos fueron víctimas al igual que los bomberos que concurrieron a sofocar el fuego de los cinco automóviles. Fue el exceso. De esta manera han desacreditado su lucha que se ha convertido en lo que quieren los funcionarios: un movimiento de fines violentos que echó por la borda sus fines laborales. Y se está transformando en otro grupo de los que abundan en el contexto de la violencia que aterroriza a los mexicanos. Los integrantes de lo que se sigue denominando Sindicato Mexicano de Electricistas, tienen simpatía y apoyo obrero; pero ante la opinión pública, sus actos que esta vez rayaron en la barbarie, los están marcando con el estigma de que se han pasado de una actitud pacífica y legal a un estado de cosas y conductas tipificadas penalmente.
Incurrir en la barbarie es el camino, la salida, más fácil para un gremio formado sindicalmente que, a toda costa, debería mantenerse fiel a los principios del sindicalismo para continuar su lucha. Si han de continuar violentamente, entonces estarán totalmente derrotados y de nada habrá servido su comportamiento anterior a los hechos del lunes 11. El parteaguas, antes y después de ese lunes, ya puso a los trabajadores en el filo de que el gobierno calderonista los pueda reprimir con el visto bueno de varios sectores. Y una lucha sindical así deja de serlo. La barbarie conduce al suicidio y los ex trabajadores de la ex LyFC, no lo merecen.
Los 16 mil ex trabajadores de la extinta empresa paraestatal Luz y Fuerza del Centro, que no aceptaron su liquidación y han continuado luchando desde hace un año y medio, para demandar su reinstalación en la Comisión Federal de Electricidad, se excedieron hasta la barbarie o, cuando menos, con actos muy cercanos en lo que fue el desbordamiento de la violencia para manifestarse en memoria de su aniversario de cuando fueron despedidos autoritariamente por Calderón y Lozano.
Agredieron a los que transitaban por el lugar de los hechos. Incendiaron automóviles (así sea, como alegan, que eran de su propiedad). Dañaron el inmueble de la Comisión Federal de Electricidad. Desquiciaron la circulación del transporte de toda clase. Y, de paso, al parecer hasta intencionalmente, a una orden de Martín Esparza, sus obedientes golpeadores se fueron encima de dos reporteros (a uno de ellos le robaron su cámara y documentos personales).
La cuestión es que las agresiones al reportero gráfico: Marco Peláez, del periódico La Jornada, y a Juan Carlos Santoyo, reportero de Radio Fórmula, como el resto del vandalismo, demuestra que los electricistas fueron más allá de sus derechos de petición y de protesta (Artículos: 8 y 9 constitucionales). Pasando de manifestaciones y mítines, a una violencia que los presenta como provocadores. Y si a esto le agregamos que posiblemente hubo otros individuos que, infiltrados, se dieron a la tarea de activar o iniciar la violencia, aquello se complicó porque las policías, federal y defeña, atacaron con gases lacrimógenos, convirtiendo el lugar en un infierno.
Periodistas y ciudadanos fueron víctimas al igual que los bomberos que concurrieron a sofocar el fuego de los cinco automóviles. Fue el exceso. De esta manera han desacreditado su lucha que se ha convertido en lo que quieren los funcionarios: un movimiento de fines violentos que echó por la borda sus fines laborales. Y se está transformando en otro grupo de los que abundan en el contexto de la violencia que aterroriza a los mexicanos. Los integrantes de lo que se sigue denominando Sindicato Mexicano de Electricistas, tienen simpatía y apoyo obrero; pero ante la opinión pública, sus actos que esta vez rayaron en la barbarie, los están marcando con el estigma de que se han pasado de una actitud pacífica y legal a un estado de cosas y conductas tipificadas penalmente.
Incurrir en la barbarie es el camino, la salida, más fácil para un gremio formado sindicalmente que, a toda costa, debería mantenerse fiel a los principios del sindicalismo para continuar su lucha. Si han de continuar violentamente, entonces estarán totalmente derrotados y de nada habrá servido su comportamiento anterior a los hechos del lunes 11. El parteaguas, antes y después de ese lunes, ya puso a los trabajadores en el filo de que el gobierno calderonista los pueda reprimir con el visto bueno de varios sectores. Y una lucha sindical así deja de serlo. La barbarie conduce al suicidio y los ex trabajadores de la ex LyFC, no lo merecen.
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