Miguel Ángel Granados Chapa
A los 11 meses de su toma de posesión, la rectora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México expresó una valerosa y genuina posición crítica respecto de la comunidad que la eligió en mayo pasado con el 80 por ciento de los votos del Consejo Universitario. Renovado ese cuerpo, sus actuales integrantes y otros miembros de la comunidad universitaria han increpado, y me temo que doblegado, el legítimo intento de la rectora por serlo, es decir, de gobernar una institución que concreta un proyecto muy valioso de educación popular, que por lo mismo debe practicar la crítica y la autocrítica.
La rectora Orozco, una científica laureada y pertinaz participante en proyectos de educación superior, expuso el 4 de abril su parecer sobre la estructura (o mejor dicho la falta de tal estructura) de la Universidad, carente a su juicio “de reglas que normen el trabajo y la vida universitaria (lo que hace) casi imposible realizar cualquier tarea”. En lo que fue apenas el esbozo de una reforma universitaria (que, por ejemplo, estableciera coordinaciones de licenciatura), la rectora anunció la próxima graduación de más de 300 estudiantes, cifra que es muy superior a la de 47 personas que se han titulado en la década inicial de esa institución.
Ciertamente, la obtención del grado no puede ser el único índice para medir el rendimiento de una institución universitaria, pero no se puede prescindir de él. La eficiencia terminal, expresión que tiene resonancias productivistas de mala reputación en algunos sectores universitarios, no puede ser eliminada de los criterios para evaluar el trabajo de una institución creada para dar una formación peculiar a sus estudiantes, meta que implica la obviedad de darles una formación.
El documento de la rectora Orozco, que simplemente manifiesta su propósito de cumplir el papel para el que fue elegida, es decir el de regir la vida académica, suscitó una reacción airada en algunos ámbitos de la UACM, que se condensó en la sesión del consejo universitario efectuada anteayer. Allí se puso de manifiesto la existencia de un conflicto estructural de competencias entre los dos principales órganos de la institución, la rectoría y el propio consejo. Éste hizo una especiosa interpretación de la fracción IV del artículo 5 de la ley orgánica de la Universidad. Del principio de colegialidad en las áreas académicas no se desprende subordinación de la rectoría al consejo.
De ese texto (“Las actividades y atribuciones de los responsables de las diversas áreas académicas y administrativas serán determinadas por los órganos colegiados correspondientes y estarán siempre supeditadas a los mismos y definidas en el Estatuto General Orgánico y los reglamentos respectivos”) el Consejo Universitario infiere, sin congruencia lógica porque no se trata de una área académica, sino de la representación y el gobierno de toda la Universidad, que “la rectoría y su estructura administrativa están supeditadas al máximo órgano de gobierno”.
En la sesión del lunes el consejo actuó con esa autoridad, de que él mismo se invistió, y reprendió a la rectora por haber expuesto su visión del estado que guarda la universidad capitalina. Le parece al consejo que la crítica de la rectora daña la imagen pública de la UACM y la lesiona por no reconocer como autoridad suprema al propio consejo. Con autoritarismo propio del Politburó, ordenó a la rectora “que antes de emitir cualquier comunicado público referente a la Universidad, lo someta a la consideración de la Comisión de Difusión, Extensión y Cooperación Universitaria del Consejo Universitario para sus observaciones y aprobación”. De esa perentoria instrucción resulta que la rectora dependerá ya no digamos del órgano colegiado, sino de una de sus comisiones.
Sin embargo, el consejo no pudo permanecer ajeno a la preocupación central de la rectora Orozco y se comprometió a desarrollar un “diagnóstico participativo”, que sea uno de los insumos para una “metaevaluación de la Universidad” practicada por una comisión especial que “recupere los documentos de diagnóstico que ha producido la institución en todos sus niveles”.
El documento de la rectora fue emitido poco después de que se evitó una trastada legislativa, una trampa urdida por la minirrepresentación priísta en la Asamblea Legislativa del DF. En ese espacio, donde no ha habido la atención necesaria para conocer y satisfacer los reclamos financieros de la Universidad, surgió un artificial interés por su estructura interna. Se propuso establecer la reelección de quien ocupe la rectoría, por una sola vez, a diferencia del riguroso mecanismo que ahora la impide. A pesar del expreso rechazo de la rectora a esa enmienda, se le atribuye haberla patrocinado.
La Universidad practicó ya ese régimen. La rectora Orozco es la segunda titular de ese cargo. Durante los 10 años anteriores lo ocupó el ingeniero Manuel Pérez Rocha, que mediante una empeñosa gestión sentó las bases del inicial desarrollo de la institución. Legítimamente celoso de su obra, Pérez Rocha dirigió un regaño público a su sucesora. Como experimentado académico y crítico de la educación superior, Pérez Rocha tiene todo el derecho de examinar lo que ocurra en la institución, pero no el de convertirse en supervisor de las acciones y actitudes de quien ahora ocupa la rectoría. De haber tenido antecesores, el propio ex rector hubiera rechazado la injerencia en sus labores. Cada quien en su tiempo ejerce las responsabilidades que le competen.
Cajón de sastre
La justicia federal dio una malvenida a la flamante procuradora general de la república, Marisela Morales Ibáñez. Un tribunal colegiado confirmó una sentencia de amparo a favor de Armando Medina Torres, alcalde priísta de Múgica, detenido el 4 de septiembre de 2009, en una fase tardía del michoacanazo, como se dio en llamar a la redada que se practicó en contra de 12 alcaldes y 23 funcionarios estatales y municipales, a los que la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO) acusó de ligas con La familia michoacana. Uno a uno, todos los involucrados obtuvieron resoluciones que los dejaron en libertad, pues las imputaciones eran insuficientes y endebles. Sólo quedaba preso Medina Torres, de manera que la encargada de la acusación, la entonces subprocuradora, ahora titular de la PGR, erró de todas todas.
A los 11 meses de su toma de posesión, la rectora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México expresó una valerosa y genuina posición crítica respecto de la comunidad que la eligió en mayo pasado con el 80 por ciento de los votos del Consejo Universitario. Renovado ese cuerpo, sus actuales integrantes y otros miembros de la comunidad universitaria han increpado, y me temo que doblegado, el legítimo intento de la rectora por serlo, es decir, de gobernar una institución que concreta un proyecto muy valioso de educación popular, que por lo mismo debe practicar la crítica y la autocrítica.
La rectora Orozco, una científica laureada y pertinaz participante en proyectos de educación superior, expuso el 4 de abril su parecer sobre la estructura (o mejor dicho la falta de tal estructura) de la Universidad, carente a su juicio “de reglas que normen el trabajo y la vida universitaria (lo que hace) casi imposible realizar cualquier tarea”. En lo que fue apenas el esbozo de una reforma universitaria (que, por ejemplo, estableciera coordinaciones de licenciatura), la rectora anunció la próxima graduación de más de 300 estudiantes, cifra que es muy superior a la de 47 personas que se han titulado en la década inicial de esa institución.
Ciertamente, la obtención del grado no puede ser el único índice para medir el rendimiento de una institución universitaria, pero no se puede prescindir de él. La eficiencia terminal, expresión que tiene resonancias productivistas de mala reputación en algunos sectores universitarios, no puede ser eliminada de los criterios para evaluar el trabajo de una institución creada para dar una formación peculiar a sus estudiantes, meta que implica la obviedad de darles una formación.
El documento de la rectora Orozco, que simplemente manifiesta su propósito de cumplir el papel para el que fue elegida, es decir el de regir la vida académica, suscitó una reacción airada en algunos ámbitos de la UACM, que se condensó en la sesión del consejo universitario efectuada anteayer. Allí se puso de manifiesto la existencia de un conflicto estructural de competencias entre los dos principales órganos de la institución, la rectoría y el propio consejo. Éste hizo una especiosa interpretación de la fracción IV del artículo 5 de la ley orgánica de la Universidad. Del principio de colegialidad en las áreas académicas no se desprende subordinación de la rectoría al consejo.
De ese texto (“Las actividades y atribuciones de los responsables de las diversas áreas académicas y administrativas serán determinadas por los órganos colegiados correspondientes y estarán siempre supeditadas a los mismos y definidas en el Estatuto General Orgánico y los reglamentos respectivos”) el Consejo Universitario infiere, sin congruencia lógica porque no se trata de una área académica, sino de la representación y el gobierno de toda la Universidad, que “la rectoría y su estructura administrativa están supeditadas al máximo órgano de gobierno”.
En la sesión del lunes el consejo actuó con esa autoridad, de que él mismo se invistió, y reprendió a la rectora por haber expuesto su visión del estado que guarda la universidad capitalina. Le parece al consejo que la crítica de la rectora daña la imagen pública de la UACM y la lesiona por no reconocer como autoridad suprema al propio consejo. Con autoritarismo propio del Politburó, ordenó a la rectora “que antes de emitir cualquier comunicado público referente a la Universidad, lo someta a la consideración de la Comisión de Difusión, Extensión y Cooperación Universitaria del Consejo Universitario para sus observaciones y aprobación”. De esa perentoria instrucción resulta que la rectora dependerá ya no digamos del órgano colegiado, sino de una de sus comisiones.
Sin embargo, el consejo no pudo permanecer ajeno a la preocupación central de la rectora Orozco y se comprometió a desarrollar un “diagnóstico participativo”, que sea uno de los insumos para una “metaevaluación de la Universidad” practicada por una comisión especial que “recupere los documentos de diagnóstico que ha producido la institución en todos sus niveles”.
El documento de la rectora fue emitido poco después de que se evitó una trastada legislativa, una trampa urdida por la minirrepresentación priísta en la Asamblea Legislativa del DF. En ese espacio, donde no ha habido la atención necesaria para conocer y satisfacer los reclamos financieros de la Universidad, surgió un artificial interés por su estructura interna. Se propuso establecer la reelección de quien ocupe la rectoría, por una sola vez, a diferencia del riguroso mecanismo que ahora la impide. A pesar del expreso rechazo de la rectora a esa enmienda, se le atribuye haberla patrocinado.
La Universidad practicó ya ese régimen. La rectora Orozco es la segunda titular de ese cargo. Durante los 10 años anteriores lo ocupó el ingeniero Manuel Pérez Rocha, que mediante una empeñosa gestión sentó las bases del inicial desarrollo de la institución. Legítimamente celoso de su obra, Pérez Rocha dirigió un regaño público a su sucesora. Como experimentado académico y crítico de la educación superior, Pérez Rocha tiene todo el derecho de examinar lo que ocurra en la institución, pero no el de convertirse en supervisor de las acciones y actitudes de quien ahora ocupa la rectoría. De haber tenido antecesores, el propio ex rector hubiera rechazado la injerencia en sus labores. Cada quien en su tiempo ejerce las responsabilidades que le competen.
Cajón de sastre
La justicia federal dio una malvenida a la flamante procuradora general de la república, Marisela Morales Ibáñez. Un tribunal colegiado confirmó una sentencia de amparo a favor de Armando Medina Torres, alcalde priísta de Múgica, detenido el 4 de septiembre de 2009, en una fase tardía del michoacanazo, como se dio en llamar a la redada que se practicó en contra de 12 alcaldes y 23 funcionarios estatales y municipales, a los que la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO) acusó de ligas con La familia michoacana. Uno a uno, todos los involucrados obtuvieron resoluciones que los dejaron en libertad, pues las imputaciones eran insuficientes y endebles. Sólo quedaba preso Medina Torres, de manera que la encargada de la acusación, la entonces subprocuradora, ahora titular de la PGR, erró de todas todas.
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