Gregorio Ortega Molina / La Costumbre Del Poder
Para que haya una verdadera y profunda reforma política que asegure la viabilidad de México como nación, se requiere de democracia, pero ésta no existe en nuestro país. Desde la alternancia nos han vendido ese fenómeno electoral como paradigma de la democracia mexicana, dada a la sociedad por Acción Nacional, cuando sucede precisamente lo contrario: estábamos mejor cuando estuvimos peor.
La guerra presidencial contra los barones de la droga dinamitó toda propuesta democrática. A menos seguridad pública y jurídica, corresponde menor libertad personal y disminución en la creación de empresas y empleos; a mayor violencia y crueldad, autocensura en la información y fortalecimiento de los poderes fácticos; a más ejecuciones, muertes inexplicables y violación de los derechos humanos, más debilidad de la imagen presidencial y del poder que la caracterizaba para, al menos, imponer orden; a más desorden, mayor debilitamiento del Estado, lo que favorece la confrontación de la sociedad a todos niveles, como se muestra en la contienda de las televisoras contra el grupo Carso, por el usufructo de concesiones y señales que son propiedad de la nación, que al gobierno corresponde administrar; a más debilidad del Estado, mayor presencia política de Estados Unidos, como lo demuestra la permanencia de Carlos Pascual, como si nada hubiese ocurrido.
Hoy vivimos un autoritarismo que va más allá de la democracia perfecta. Los datos duros lo demuestran.
Investigadores y estudiosos de los problemas nacionales sostienen que los derechos humanos no están garantizados en amplias zonas de la república, incluso en ciudades como Monterrey. Los derechos constitucionales a la alimentación y la vivienda no se ejercen plenamente.
Afirman también que México está hoy tan lejos de la auténtica libertad, la justicia y la igualdad, como lo estuvo en momentos críticos de su historia; por ello, probablemente los daños más graves son el deterioro de la cohesión social y el debilitamiento de las instituciones; insisten en que las políticas públicas no marchan satisfactoriamente, pues los indicadores económicos son negativos.
Dicen, los que saben, que el Congreso ha construido el marco legal para respaldar la procuración de justicia y la lucha contra el crimen organizado y aprobado las propuestas legislativas y los requerimientos de recursos fiscales del Ejecutivo Federal, pero continúan las ejecuciones y nadie asume la responsabilidad de nada. El país vive sobresaltado por una violencia de la que no hay registro histórico. La inseguridad afecta la cohesión social y la economía: entre 2000 y 2009, el crecimiento promedio del Producto Interno Bruto fue de 1.2 por ciento. Durante el sexenio 1994-2000 el promedio del crecimiento fue del 3.6 por ciento, aún con la crisis de 1995 y la caída del precio del petróleo en 1998, con tasas de crecimiento que llegaron al 7 por ciento. El ingreso per cápita real al tercer trimestre de 2010 es inferior al observado al inicio de este sexenio, como consecuencia del estancamiento de la economía y del deterioro de la cantidad y calidad del empleo.
Hoy recurrimos a Alain Touraine en ¿Podremos vivir juntos?, donde el autor escribe: “El triunfo del liberalismo económico no debe confundirse con la victoria de la democracia. Hay que alegrarse, sin duda, de la caída de los estados autoritarios. Incluso se pueden preferir la marginación y las desigualdades que aumentan casi sin excepción en los países poscomunistas, a la represión masiva puesta en ejecución por los antiguos regímenes autoritarios, pero considerar democrática la difusión de la economía de mercado es jugar con las palabras”.
Para colmo, acá se las ingeniaron, para sin haber sido comunistas, conjuntar marginación y desigualdades con represión, dejada a cargo de entes sin rostro, encargados de llenar fosas clandestinas con cadáveres de inocentes. Pero así es la guerra, estamos inmersos en una, de allí que anden urgidos con la Ley de Seguridad Nacional.
Regresemos a Touraine: “La idea de la democracia directa, expresión de la voluntad general de la conciencia colectiva o el bien común, no es en modo alguno radical, en tanto que se supone moderada la de democracia representativa. Más bien traduce, en los países donde la vida política es libre, una crisis de la representación política; crisis tan difundida y aguda… que los llamados a la democracia directa se dejan oír en casi todas partes a través de los discursos populistas, las campañas nacionalistas y exhortaciones cada vez más extremas a la preferencia nacional”; es el regreso al presidencialismo que el mismo PRI desmontó a lo que hoy aspira Acción Nacional, consciente de que en su intento se va más allá de la dictadura perfecta para instalarse en un autoritarismo feroz, por no depender del Estado sino de los poderes fácticos y sujeto al juego del libre mercado.
Puntualiza Alain Touraine: “Sobre las ruinas de la síntesis republicana se afirman tres posiciones. La primera es un neorrepublicanismo que apela a los principios que triunfaron a finales del siglo XIX y les da un sentido cada vez más defensivo y conservador; una segunda posición, la menos elaborada pero la más común, consiste en reducir la democracia al pluralismo político; la tercera posición no puede sino ser marginal en los países industrializados de desarrollo endógeno, pero triunfa en muchas sociedades dependientes. Es la exhortación a la integración comunitaria moral y religiosa”.
El diagnóstico que permitiría tomar decisiones y orientar, ya, el perfil que debe tener una profunda reforma de Estado, quedó establecido por nuestro autor: “Entre la unificación económica del mundo y su fragmentación cultural, el espacio que era el de la vida social (y sobre todo política) se hunde, y los dirigentes o los partidos políticos pierden tan brutalmente su función representativa, que se sumergen o son acusados de sumergirse en la corrupción o el cinismo. Los partidos no son ya otra cosa que empresas políticas puestas al servicio de un candidato más que de un programa o de los intereses sociales de sus mandantes”.
Constatamos, entonces, que la reforma del Estado pasa por la de los partidos, y ésta se inicia al concebir primero el proyecto de nación para evitar que se transforme en un Estado fallido, y después en la búsqueda del candidato idóneo para articularlo. Lo otro, lo demás, será profundizar en el autoritarismo que nos impuso la guerra contra la delincuencia organizada.
Para que haya una verdadera y profunda reforma política que asegure la viabilidad de México como nación, se requiere de democracia, pero ésta no existe en nuestro país. Desde la alternancia nos han vendido ese fenómeno electoral como paradigma de la democracia mexicana, dada a la sociedad por Acción Nacional, cuando sucede precisamente lo contrario: estábamos mejor cuando estuvimos peor.
La guerra presidencial contra los barones de la droga dinamitó toda propuesta democrática. A menos seguridad pública y jurídica, corresponde menor libertad personal y disminución en la creación de empresas y empleos; a mayor violencia y crueldad, autocensura en la información y fortalecimiento de los poderes fácticos; a más ejecuciones, muertes inexplicables y violación de los derechos humanos, más debilidad de la imagen presidencial y del poder que la caracterizaba para, al menos, imponer orden; a más desorden, mayor debilitamiento del Estado, lo que favorece la confrontación de la sociedad a todos niveles, como se muestra en la contienda de las televisoras contra el grupo Carso, por el usufructo de concesiones y señales que son propiedad de la nación, que al gobierno corresponde administrar; a más debilidad del Estado, mayor presencia política de Estados Unidos, como lo demuestra la permanencia de Carlos Pascual, como si nada hubiese ocurrido.
Hoy vivimos un autoritarismo que va más allá de la democracia perfecta. Los datos duros lo demuestran.
Investigadores y estudiosos de los problemas nacionales sostienen que los derechos humanos no están garantizados en amplias zonas de la república, incluso en ciudades como Monterrey. Los derechos constitucionales a la alimentación y la vivienda no se ejercen plenamente.
Afirman también que México está hoy tan lejos de la auténtica libertad, la justicia y la igualdad, como lo estuvo en momentos críticos de su historia; por ello, probablemente los daños más graves son el deterioro de la cohesión social y el debilitamiento de las instituciones; insisten en que las políticas públicas no marchan satisfactoriamente, pues los indicadores económicos son negativos.
Dicen, los que saben, que el Congreso ha construido el marco legal para respaldar la procuración de justicia y la lucha contra el crimen organizado y aprobado las propuestas legislativas y los requerimientos de recursos fiscales del Ejecutivo Federal, pero continúan las ejecuciones y nadie asume la responsabilidad de nada. El país vive sobresaltado por una violencia de la que no hay registro histórico. La inseguridad afecta la cohesión social y la economía: entre 2000 y 2009, el crecimiento promedio del Producto Interno Bruto fue de 1.2 por ciento. Durante el sexenio 1994-2000 el promedio del crecimiento fue del 3.6 por ciento, aún con la crisis de 1995 y la caída del precio del petróleo en 1998, con tasas de crecimiento que llegaron al 7 por ciento. El ingreso per cápita real al tercer trimestre de 2010 es inferior al observado al inicio de este sexenio, como consecuencia del estancamiento de la economía y del deterioro de la cantidad y calidad del empleo.
Hoy recurrimos a Alain Touraine en ¿Podremos vivir juntos?, donde el autor escribe: “El triunfo del liberalismo económico no debe confundirse con la victoria de la democracia. Hay que alegrarse, sin duda, de la caída de los estados autoritarios. Incluso se pueden preferir la marginación y las desigualdades que aumentan casi sin excepción en los países poscomunistas, a la represión masiva puesta en ejecución por los antiguos regímenes autoritarios, pero considerar democrática la difusión de la economía de mercado es jugar con las palabras”.
Para colmo, acá se las ingeniaron, para sin haber sido comunistas, conjuntar marginación y desigualdades con represión, dejada a cargo de entes sin rostro, encargados de llenar fosas clandestinas con cadáveres de inocentes. Pero así es la guerra, estamos inmersos en una, de allí que anden urgidos con la Ley de Seguridad Nacional.
Regresemos a Touraine: “La idea de la democracia directa, expresión de la voluntad general de la conciencia colectiva o el bien común, no es en modo alguno radical, en tanto que se supone moderada la de democracia representativa. Más bien traduce, en los países donde la vida política es libre, una crisis de la representación política; crisis tan difundida y aguda… que los llamados a la democracia directa se dejan oír en casi todas partes a través de los discursos populistas, las campañas nacionalistas y exhortaciones cada vez más extremas a la preferencia nacional”; es el regreso al presidencialismo que el mismo PRI desmontó a lo que hoy aspira Acción Nacional, consciente de que en su intento se va más allá de la dictadura perfecta para instalarse en un autoritarismo feroz, por no depender del Estado sino de los poderes fácticos y sujeto al juego del libre mercado.
Puntualiza Alain Touraine: “Sobre las ruinas de la síntesis republicana se afirman tres posiciones. La primera es un neorrepublicanismo que apela a los principios que triunfaron a finales del siglo XIX y les da un sentido cada vez más defensivo y conservador; una segunda posición, la menos elaborada pero la más común, consiste en reducir la democracia al pluralismo político; la tercera posición no puede sino ser marginal en los países industrializados de desarrollo endógeno, pero triunfa en muchas sociedades dependientes. Es la exhortación a la integración comunitaria moral y religiosa”.
El diagnóstico que permitiría tomar decisiones y orientar, ya, el perfil que debe tener una profunda reforma de Estado, quedó establecido por nuestro autor: “Entre la unificación económica del mundo y su fragmentación cultural, el espacio que era el de la vida social (y sobre todo política) se hunde, y los dirigentes o los partidos políticos pierden tan brutalmente su función representativa, que se sumergen o son acusados de sumergirse en la corrupción o el cinismo. Los partidos no son ya otra cosa que empresas políticas puestas al servicio de un candidato más que de un programa o de los intereses sociales de sus mandantes”.
Constatamos, entonces, que la reforma del Estado pasa por la de los partidos, y ésta se inicia al concebir primero el proyecto de nación para evitar que se transforme en un Estado fallido, y después en la búsqueda del candidato idóneo para articularlo. Lo otro, lo demás, será profundizar en el autoritarismo que nos impuso la guerra contra la delincuencia organizada.
Comentarios