Fosas clandestinas en México

Jorge Carrasco Araizaga

Las imágenes son terribles, atroces: cadáveres amontonados, cuerpos mutilados y torturados de cientos de mexicanos abandonados en fosas clandestinas.

Se parecen a las que se descubrieron en Chile, Argentina, Guatemala y demás países centro y sudamericanos al final de las dictaduras militares de los años setenta y ochenta del siglo pasado. Eran las víctimas de la violencia del Estado contra sus disidentes.

Son las mismas imágenes que dejaron la guerra nacionalista en la antigua Yugoslavia y la guerra tribal en Ruanda, en los años noventa.

Ahora, desde San Fernando, Tamaulipas, México da al mundo el mismo espectáculo fiero, inhumano. No es la primera vez, ni será la última, para vergüenza de un país sumido en una irracional guerra contra el narcotráfico.

Aquellos países pasaron del horror y la estupefacción a la indignación y al establecimiento de responsabilidades. Unos hicieron justicia, “en la medida de lo posible”, en sus propios tribunales. En otros casos, los responsables fueron juzgados en tribunales internacionales como criminales de guerra.

En México, los responsables de la barbarie también tendrán que ser procesados, juzgados y sentenciados. Pero la Procuraduría General de la República (PGR) está muy lejos de tal imperativo, pues es parte de esta trama violenta.

Como doble víctima, de la delincuencia organizada y de sus autoridades, a la sociedad mexicana no le queda más que organizarse para superar esa violencia parecida por sus resultados a una guerra civil y buscar que se impongan castigos.

Tarde o temprano tendrá que suceder si es que se quiere que el país salga del círculo vicioso de la violencia. Pero no como ahora se hace, atribuyéndole a una sola persona decenas y decenas de muertes.

Dice la Marina, por ejemplo, que Omar Martín Estrada Luna, El Kilo, supuesto jefe del cartel de Los Zetas en San Fernando, es el “autor intelectual” de por lo menos 200 muertes en ese municipio de triste testimonio.

Lo mismo hizo la PGR en enero de 2009 cuando le atribuyó a Santiago Meza López, El Pozolero, la muerte de unas 300 personas contrarias al cartel de Tijuana. Pero no pasa de esas acusaciones espectaculares. Nadie puede pensar que por sí solas dos personas sean las responsables de medio millar de muertes.

Hasta ahora, el gobierno mexicano no ha realizado, que se conozca, una investigación para dar con las cadenas de mando y protección, lo cual supondría la detención y procesamiento de quienes ordenaron y ejecutaron tales asesinatos, así como de las autoridades civiles, policiales o militares que han protegido a las organizaciones delictivas.

El resultado de esa impunidad es que los ciudadanos sientan cada vez más cerca la violencia. Al principio estaba circunscrita a las áreas tradicionales de producción y tráfico de drogas. Después, se extendió a nuevas “rutas” que prácticamente abarcan a todo el país en búsqueda de caminos para llegar al mayor mercado consumidor del mundo de sustancias ilegales, Estados Unidos.

Exacerbada de por sí esa disputa de rutas, Felipe Calderón quiso apagar el fuego con gasolina. A la violencia enfermiza de los carteles de la droga que rompieron toda regla de confrontación, se respondió con la violencia legal e ilegal del Estado. A la barbarie, le siguió la violencia necia, obstinada.

Hoy la violencia pende sobre cada mexicano. Nadie se salva. A cualquiera le puede pasar. Ya no es estar en el momento y en el lugar inadecuados. Todo México, en cualquier momento, es propicio para la muerte. Ya por un choque entre narcotraficantes, ya por la acción de las fuerzas federales, policiales y militares, ya por la fuerza que hace tiempo dejó de ser monopolio del Estado mexicano.

Por eso las tumbas clandestinas brotan en cualquier punto del territorio. El horror es el signo del tiempo mexicano que ahora dejamos como testimonio al mundo.

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