Francisco Garfias
Nunca como hoy ha sido tan certero José Alfredo Jiménez:
“La vida no vale nada, no vale nada la vida…”, cantaba el desaparecido compositor guanajuatense. Y eso que no le tocó vivir la “guerra contra el narco”, esa que nos para los pelos de punta, que cada día nos hace sentir más inseguros.
Oficialmente son ya 40 mil muertos los que ha provocado la cruenta lucha. Hay víctimas inocentes. El gobierno federal los llama, eufemísticamente, “daños colaterales”. ¿Cuántos son? Imposible saberlo.
Las masacres se suceden unas a otras. Compiten en salvajismo. El torneo del horror. La crueldad provocada por ambición desmedida de despiadados criminales. Descabezados, descuartizados, cosidos a balazos.
No hay códigos, no hay límites. Niños, mujeres, jóvenes, viejos, familia. Todos somos un blanco potencial.
La barbarie a todo lo que da, lubricada por la impresionante impunidad. La incapacidad del Estado para garantizar la seguridad de los ciudadanos. Las escenas de dolor repetidas cotidianamente en la televisión. Madres que lloran, ambulancias que chillan, fotos del secuestrado, del desaparecido, del asesinado.
¿Donde nos perdimos?
Ya no se puede circular en las carreteras. El riesgo es mayúsculo. Falsos retenes, autobuses de la muerte. No hay tranquilidad, no hay paz, y sí mucho miedo, mucho dolor.
“¡Estamos hasta la madre!” Grita la sociedad mexicana. Dirijan el “¡Ya basta!” a los criminales, revira el presidente Calderón. Son ellos los responsables de a violencia, y no quienes lo combaten.
Cierto, pero ¿Se le habrá olvidado que el gobierno es responsable de la seguridad de los ciudadanos? El reclamo lo alcanzó. No puede evadirlo.
El macabro hallazgo 455 cuerpos en San Fernando, Tamaulipas, nos proyecta al mundo como un país violento, sin ley, sin autoridad, donde la muerte se pasea muy a gusto, al amparo de la impunidad.
Ya conocemos la historia de ese municipio. Los muertos eran pasajeros de tres autobuses de línea detenidos en medio de la noche. “Les pedían 300 dólares. Los que traían pasaban, los que no, los ejecutaban”, narra el senador Francisco Arroyo Vieyra, originario también de Guanajuato.
Más de 50 pasajeros de los “autobuses de la muerte” eran paisanos suyos.
En ese mismo municipio, hace nueve meses, fueron encontrados cadáveres de 72 migrantes centroamericanos. Fue un escándalo internacional que cimbró al gobierno mexicano, y colocó a Tamaulipas en el mapa del horror.
Cuando se supo de las nuevas fosas clandestinas, el gobierno de ese estado, en voz de Morelos Canseco, secretario de gobierno, se apresuró a aclarar que eran “compatriotas mexicanos…”, como si eso hiciera menos grave el acontecimiento.
Ayer, solo ayer, murieron 11 en Monterrey, 13 cuerpos más fueron encontrados Durango; ocho en Michoacán.
¿Qué nos pasa?
Nunca como hoy ha sido tan certero José Alfredo Jiménez:
“La vida no vale nada, no vale nada la vida…”, cantaba el desaparecido compositor guanajuatense. Y eso que no le tocó vivir la “guerra contra el narco”, esa que nos para los pelos de punta, que cada día nos hace sentir más inseguros.
Oficialmente son ya 40 mil muertos los que ha provocado la cruenta lucha. Hay víctimas inocentes. El gobierno federal los llama, eufemísticamente, “daños colaterales”. ¿Cuántos son? Imposible saberlo.
Las masacres se suceden unas a otras. Compiten en salvajismo. El torneo del horror. La crueldad provocada por ambición desmedida de despiadados criminales. Descabezados, descuartizados, cosidos a balazos.
No hay códigos, no hay límites. Niños, mujeres, jóvenes, viejos, familia. Todos somos un blanco potencial.
La barbarie a todo lo que da, lubricada por la impresionante impunidad. La incapacidad del Estado para garantizar la seguridad de los ciudadanos. Las escenas de dolor repetidas cotidianamente en la televisión. Madres que lloran, ambulancias que chillan, fotos del secuestrado, del desaparecido, del asesinado.
¿Donde nos perdimos?
Ya no se puede circular en las carreteras. El riesgo es mayúsculo. Falsos retenes, autobuses de la muerte. No hay tranquilidad, no hay paz, y sí mucho miedo, mucho dolor.
“¡Estamos hasta la madre!” Grita la sociedad mexicana. Dirijan el “¡Ya basta!” a los criminales, revira el presidente Calderón. Son ellos los responsables de a violencia, y no quienes lo combaten.
Cierto, pero ¿Se le habrá olvidado que el gobierno es responsable de la seguridad de los ciudadanos? El reclamo lo alcanzó. No puede evadirlo.
El macabro hallazgo 455 cuerpos en San Fernando, Tamaulipas, nos proyecta al mundo como un país violento, sin ley, sin autoridad, donde la muerte se pasea muy a gusto, al amparo de la impunidad.
Ya conocemos la historia de ese municipio. Los muertos eran pasajeros de tres autobuses de línea detenidos en medio de la noche. “Les pedían 300 dólares. Los que traían pasaban, los que no, los ejecutaban”, narra el senador Francisco Arroyo Vieyra, originario también de Guanajuato.
Más de 50 pasajeros de los “autobuses de la muerte” eran paisanos suyos.
En ese mismo municipio, hace nueve meses, fueron encontrados cadáveres de 72 migrantes centroamericanos. Fue un escándalo internacional que cimbró al gobierno mexicano, y colocó a Tamaulipas en el mapa del horror.
Cuando se supo de las nuevas fosas clandestinas, el gobierno de ese estado, en voz de Morelos Canseco, secretario de gobierno, se apresuró a aclarar que eran “compatriotas mexicanos…”, como si eso hiciera menos grave el acontecimiento.
Ayer, solo ayer, murieron 11 en Monterrey, 13 cuerpos más fueron encontrados Durango; ocho en Michoacán.
¿Qué nos pasa?
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