Miguel Ángel Granados Chapa
La liturgia católica en torno de la pasión, muerte y resurrección de Cristo ha sido desplazada, cada vez en mayor medida, por montajes escénicos diseñados ex profeso para atraer visitantes. No es el caso de Iztapalapa, donde la reunión de cientos de miles de espectadores es resultado, sí, del interés mediático rutinario, pero también de una tradición centenaria, que no es parangonable en los lugares que quieren ser conocidos por su propia escenificación de la muerte de Jesús.
El acontecimiento más importante de la Semana Santa, sin embargo, no es escenificable por su propia naturaleza. Se trata de la resurrección del Hijo de Dios, que discretamente abandonó la tumba en que lo había depositado su dolorosa madre y desapareció mientras todos creían que como todos los muertos yacía en el espacio reservado a los cadáveres.
Ignoro si en algún lugar se intenta representar la resurrección. Supongo que se consideraría blasfemo que el señor que dos días atrás fue el centro de la escena al ser crucificado abra la gruta en que, conforme a la tradición, fue depositado el cuerpo de Cristo, y que envuelto en su propio sudario se retire con rumbo desconocido. Porque los textos y la tradición lo presentan semanas después en el camino de Emaús con algunos de sus apóstoles, pero nada dicen acerca de dónde se repuso del ajetreo hiriente que padeció luego de ser condenado por romanos y judíos, cargar su propia cruz y ser clavado en ella y rematado por la lanza de Longinos.
Así pues, el elemento central de este drama ocurre en la penumbra, tras bambalinas, podríamos decir. Porque el sentido de la presencia del Hijo de Dios en la Tierra, según la creencia católica, es precisamente la singularidad de su resurrección. Todos morimos, Cristo incluido, pues al encarnarse es como uno de nosotros. Pero sólo él resucitó.
No es mi intención predicar sobre la celebración litúrgica ni, mucho menos, sobre los misterios de la vida, pasión, muerte y resurrección de Cristo, que escapan a mi comprensión y a mi interés. Me refiero a ellos porque este número de Proceso comienza a circular el Domingo de Resurrección, y ese fenómeno, el volver a la vida, contrario a la regla biológica, es aplicable a modo de metáfora a nuestro desgarrado país. El problema es que México no puede resucitar porque no está muerto. Pero que le hace falta una resurrección no hay quien lo dude.
Admitamos, convencionalmente, que se puede resucitar cuando apenas se está medio muerto, o medio vivo. Este es el caso mexicano. No quiere decir que estemos en agonía, en un proceso que inexorablemente nos conduzca a perder la vida. Estamos medio muertos en un sentido metafórico, porque las penas que la sociedad padece merman nuestra energía y nos impiden el desarrollo de nuestras energías vitales. Estamos postrados y al mismo tiempo forzados a seguir viviendo, a ganar el pan nuestro de cada día (quienes tienen la fortuna de ejercer una actividad que los sostenga) y hasta a disfrutar los goces, complejos y sencillos, que nunca faltan por oscuro que sea el horizonte.
En estos días estamos viviendo un intento de resurrección, que significa derrotar a la muerte. Paradójicamente, tristemente, ha sido la muerte misma la que propicia que nos rebelemos frente a ella. No estrictamente en su contra, porque es ineluctable, sino frente a las circunstancias que la hacen posible.
Javier Sicilia no es un poeta desarraigado de la realidad. Su poesía nace de experiencias vitales de lo más profundo de su ser, de su existencia plena. No es un autor contemplativo, menos aun cuando su prosa va dirigida a los medios de comunicación (Proceso entre ellos). Entonces su vínculo con la vida es más evidente, más inmediato, tanto como le ocurre cuando participa en acciones civiles destinadas, si no a mejorar la vida, por lo menos a evitar que empeore, como su lucha contra la conversión del hotel Casino de la Selva en un centro comercial cuyo funcionamiento afecta minuto a minuto el andar de los habitantes de Cuernavaca, su entorno entero.
No ha estado nunca ausente ni lejano de la vida. Pero ahora, en una de esas paradojas trágicas reservadas a los privilegiados, la muerte lo ha lanzado a la vida. El asesinato de su hijo Juan Francisco, muerto cruelmente con seis personas más, en un acontecimiento que acaso jamás comprenderemos por tan irracional que es, lo colocó al frente de una protesta signada por su sensibilidad, por el espíritu que lo singulariza y se percibe en su escritura, en su conversación, en su mera presencia.
Sus llamados han logrado un principio de organización de las varias indignaciones que nos asaltan. Demanda justicia en el caso de su hijo, es decir, que las autoridades establezcan los móviles del crimen, den con los responsables y los sancionen conforme a la ley. Lejos está de pretender una venganza, que sería estéril porque no devolvería la vida a su hijo. Pero busca justicia para todos. Y respeto a la vida. Es inevitable, por eso, que la movilización que encabeza se dirija a las acciones de los funcionarios gubernamentales que, al mismo tiempo, no son capaces de frenar la violencia y se irritan porque se les enrostra esa impasibilidad, esa imposibilidad.
Su palabra, su ejemplo, su presencia han vuelto a la vida a la plaza principal de Cuernavaca, vacía durante tanto tiempo por la inacción ciudadana. Hoy Domingo de Resurrección puede verse en ella la ofrenda a sus víctimas, a las víctimas de todos. Y el 5 de mayo, de esa ciudad donde a pesar de todo alienta aún el espíritu de don Sergio Méndez Arceo, partirá una marcha que, concluida en la Plaza de la Constitución de la Ciudad de México el 8 de mayo, ha de ser la primera señal de nuestra resurrección, de nuestro nuevo andar por la vida.
La liturgia católica en torno de la pasión, muerte y resurrección de Cristo ha sido desplazada, cada vez en mayor medida, por montajes escénicos diseñados ex profeso para atraer visitantes. No es el caso de Iztapalapa, donde la reunión de cientos de miles de espectadores es resultado, sí, del interés mediático rutinario, pero también de una tradición centenaria, que no es parangonable en los lugares que quieren ser conocidos por su propia escenificación de la muerte de Jesús.
El acontecimiento más importante de la Semana Santa, sin embargo, no es escenificable por su propia naturaleza. Se trata de la resurrección del Hijo de Dios, que discretamente abandonó la tumba en que lo había depositado su dolorosa madre y desapareció mientras todos creían que como todos los muertos yacía en el espacio reservado a los cadáveres.
Ignoro si en algún lugar se intenta representar la resurrección. Supongo que se consideraría blasfemo que el señor que dos días atrás fue el centro de la escena al ser crucificado abra la gruta en que, conforme a la tradición, fue depositado el cuerpo de Cristo, y que envuelto en su propio sudario se retire con rumbo desconocido. Porque los textos y la tradición lo presentan semanas después en el camino de Emaús con algunos de sus apóstoles, pero nada dicen acerca de dónde se repuso del ajetreo hiriente que padeció luego de ser condenado por romanos y judíos, cargar su propia cruz y ser clavado en ella y rematado por la lanza de Longinos.
Así pues, el elemento central de este drama ocurre en la penumbra, tras bambalinas, podríamos decir. Porque el sentido de la presencia del Hijo de Dios en la Tierra, según la creencia católica, es precisamente la singularidad de su resurrección. Todos morimos, Cristo incluido, pues al encarnarse es como uno de nosotros. Pero sólo él resucitó.
No es mi intención predicar sobre la celebración litúrgica ni, mucho menos, sobre los misterios de la vida, pasión, muerte y resurrección de Cristo, que escapan a mi comprensión y a mi interés. Me refiero a ellos porque este número de Proceso comienza a circular el Domingo de Resurrección, y ese fenómeno, el volver a la vida, contrario a la regla biológica, es aplicable a modo de metáfora a nuestro desgarrado país. El problema es que México no puede resucitar porque no está muerto. Pero que le hace falta una resurrección no hay quien lo dude.
Admitamos, convencionalmente, que se puede resucitar cuando apenas se está medio muerto, o medio vivo. Este es el caso mexicano. No quiere decir que estemos en agonía, en un proceso que inexorablemente nos conduzca a perder la vida. Estamos medio muertos en un sentido metafórico, porque las penas que la sociedad padece merman nuestra energía y nos impiden el desarrollo de nuestras energías vitales. Estamos postrados y al mismo tiempo forzados a seguir viviendo, a ganar el pan nuestro de cada día (quienes tienen la fortuna de ejercer una actividad que los sostenga) y hasta a disfrutar los goces, complejos y sencillos, que nunca faltan por oscuro que sea el horizonte.
En estos días estamos viviendo un intento de resurrección, que significa derrotar a la muerte. Paradójicamente, tristemente, ha sido la muerte misma la que propicia que nos rebelemos frente a ella. No estrictamente en su contra, porque es ineluctable, sino frente a las circunstancias que la hacen posible.
Javier Sicilia no es un poeta desarraigado de la realidad. Su poesía nace de experiencias vitales de lo más profundo de su ser, de su existencia plena. No es un autor contemplativo, menos aun cuando su prosa va dirigida a los medios de comunicación (Proceso entre ellos). Entonces su vínculo con la vida es más evidente, más inmediato, tanto como le ocurre cuando participa en acciones civiles destinadas, si no a mejorar la vida, por lo menos a evitar que empeore, como su lucha contra la conversión del hotel Casino de la Selva en un centro comercial cuyo funcionamiento afecta minuto a minuto el andar de los habitantes de Cuernavaca, su entorno entero.
No ha estado nunca ausente ni lejano de la vida. Pero ahora, en una de esas paradojas trágicas reservadas a los privilegiados, la muerte lo ha lanzado a la vida. El asesinato de su hijo Juan Francisco, muerto cruelmente con seis personas más, en un acontecimiento que acaso jamás comprenderemos por tan irracional que es, lo colocó al frente de una protesta signada por su sensibilidad, por el espíritu que lo singulariza y se percibe en su escritura, en su conversación, en su mera presencia.
Sus llamados han logrado un principio de organización de las varias indignaciones que nos asaltan. Demanda justicia en el caso de su hijo, es decir, que las autoridades establezcan los móviles del crimen, den con los responsables y los sancionen conforme a la ley. Lejos está de pretender una venganza, que sería estéril porque no devolvería la vida a su hijo. Pero busca justicia para todos. Y respeto a la vida. Es inevitable, por eso, que la movilización que encabeza se dirija a las acciones de los funcionarios gubernamentales que, al mismo tiempo, no son capaces de frenar la violencia y se irritan porque se les enrostra esa impasibilidad, esa imposibilidad.
Su palabra, su ejemplo, su presencia han vuelto a la vida a la plaza principal de Cuernavaca, vacía durante tanto tiempo por la inacción ciudadana. Hoy Domingo de Resurrección puede verse en ella la ofrenda a sus víctimas, a las víctimas de todos. Y el 5 de mayo, de esa ciudad donde a pesar de todo alienta aún el espíritu de don Sergio Méndez Arceo, partirá una marcha que, concluida en la Plaza de la Constitución de la Ciudad de México el 8 de mayo, ha de ser la primera señal de nuestra resurrección, de nuestro nuevo andar por la vida.
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