Raúl Trejo Delarbre / Sociedad y poder
No estoy de acuerdo con Javier Sicilia. Se ha equivocado de interlocutores y de adversarios. El movimiento que promueve no ataca la raíz de la violencia y se ha distorsionado en una difusa colección de causas muy diversas. El culpable de la violencia en el país no es el gobierno sino el crimen organizado. Al concentrar su energía personal y la de ese movimiento en contra del gobierno y otros poderes, pero no en contra del narcotráfico, corre el riesgo de beneficiar a los auténticamente culpables de los crímenes que todos lamentamos.
Alcanzo a entender, sin compartir, el dolor inconmensurable de don Javier. No pretendo comprenderlo del todo porque sería demagogia. Nadie puede entender un sufrimiento de esa magnitud salvo que lo hubiera padecido. Si de algo sirviera, les expreso a Sicilia y a quienes han sufrido agravios como el suyo mi más sincera solidaridad. Pero las palabras, como el poeta bien sabe, tienen límites. Sicilia decidió que para él es tiempo de la acción. Su enjundia cívica es admirable. La entereza que manifiesta no cualquiera la podría tener. A la luz de esa valentía, surgida de la aflicción y las convicciones, cuesta trabajo discrepar con él. Pero justamente por respeto a las ideas –es decir, para tomar en serio las propuestas que Sicilia enarbola– es preciso ponerlas a discusión.
Como es hombre que expresa sus razones con palabras, Sicilia deja testimonio de ellas en cada alocución o entrevista que ofrece. La cólera que manifiesta es mucha y no es para menos. Le mataron a un hijo y en el crimen de ese muchacho el escritor ha reconocido la infamia que cruza por todo el país. Cuando considero que se equivoca, es porque parte de un diagnóstico erróneo. Para Sicilia, la causa de la oleada criminal que recorre México se encuentra en el gobierno. El 6 de abril, en un mensaje dirigido a las fuerzas armadas, les reprocha: “Los han sacado a la calle para combatir lo que a las policías pertenece. No los queríamos allí, pero allí los han puesto, provocando con ello una escalada en la violencia al incitar al crimen organizado a enfrentarse a ustedes con armas más poderosas”. A nadie le gusta que el Ejército ande en la calle. Pero ¿había otra solución a los desafíos del crimen organizado? La opción hubiera sido dejar que las pandillas criminales siguieran expandiéndose. Habrá quienes consideren que de todos modos así ha ocurrido en los años recientes, pero de la misma manera podremos suponer que de no haber intervenido el gobierno el crecimiento de los grupos delincuenciales habría resultado peor.
La estrategia del presidente Felipe Calderón contra el crimen es muy discutible, sobre todo porque no ha tenido los resultados que prometió. En lo personal, no sé cuál tendría que haber sido la alternativa. Al parecer han sido escasas las medidas complementarias a la acción de la fuerza pública: candados y sanciones al lavado de dinero, decomisos y castigos mayores a los negocios paralelos al narcotráfico, obstáculos eficaces a la importación de armas, etcétera. Sobre todo, nos ha faltado una intensa promoción de la cultura de la legalidad para que a los delincuentes la sociedad los vea como lo que son y no como mero accidente con el que no tenemos más remedio que convivir. La fragilidad de la ley es causa del deterioro de las instituciones policiacas, de la extendida corrupción que se experimenta en muy diversos niveles de los gobiernos y de los cuerpos de seguridad. Incluso, esa inconsistencia en el respeto a la ley conduce a muchos –me temo que también a don Javier Sicilia– a considerar que es hora de pactar con los delincuentes.
Todos los días, en decisiones de toda índole, contemporizamos con la idea del mal menor. Pero hacerlo tratándose de los criminales puede significar el suicidio de la sociedad. Cuando don Javier Sicilia les dice a los narcotraficantes, el pasado 9 de abril, “si realmente quieren dejarnos en paz; nosotros no somos la gente, la ciudadanía, que tiene broncas con ellos”, está expresando una desesperación que crece en la sociedad mexicana. Se trata de una equivocada consternación. El mal que hoy parece menor, en poco tiempo podría ser el auténticamente peor.
Tendríamos que afirmar, al contrario, que la sociedad, que todos nosotros, sí tenemos broncas con los delincuentes. Que exigimos que los criminales dejen en paz al resto de los mexicanos, pero esa interpelación hay que levantarla delante del gobierno y los poderes públicos. No podemos no tener broncas con quienes trafican, amedrentan, asesinan e imponen su fuerza en perjuicio de muchos mexicanos.
Sin embargo el reclamo de don Javier y quienes siguen su movimiento está orientado en contra del gobierno. Los mexicanos tenemos abundantes motivos para discrepar con la administración del presidente Felipe Calderón: su inhabilidad para entender y enfrentar a los grupos criminales, la bravuconería inútil que ha mostrado en distintas ocasiones, la subordinación de otros asuntos nacionales a ese tema, la acumulación de privilegios durante el actual gobierno por parte de quienes ya disfrutaban condiciones de preeminencia sobre todo económica, la dependencia que ha mantenido respecto de poderes informales como las televisoras y el sindicato de maestros, la impericia con que conduce sus relaciones con otras fuerzas políticas… Tenemos abundantes causas para cuestionar al gobierno de Calderón y para considerar indeseable la permanencia de su partido en la presidencia de la República. Pero la preocupación que ocasiona esa mala gestión no debiera llevarnos a equiparar los perjuicios que ocasiona el crimen organizado con el fracaso en su persecución.
Lo que hace falta, y no tenemos, es una estrategia nacional contra el crimen organizado. Esa estrategia tendría que reivindicar el imperio de la legalidad (un concepto tan lejano que incluso parece candoroso hablar de él), el castigo eficaz a la corrupción, la reivindicación de la moral pública. Un gobernante tan desgastado como el presidente Calderón pareciera incapaz de promover una cruzada de esas dimensiones. Tampoco los líderes partidarios, por lo general enfrascados en pleitecillos vistosos pero finalmente frívolos.
Una causa como esa la podrían impulsar hombres y mujeres con autoridad ética y respetabilidad social como don Javier Sicilia. Sin embargo el pacto que emplaza para que firmen todos los grupos e intereses posibles –gobiernos, legisladores, partidos, empresarios, obispos, etcétera– carece, al menos todavía, de las medidas específicas que pudieran hacerlo algo más que una notoria pero infecunda declaración.
No estoy de acuerdo con Javier Sicilia. Se ha equivocado de interlocutores y de adversarios. El movimiento que promueve no ataca la raíz de la violencia y se ha distorsionado en una difusa colección de causas muy diversas. El culpable de la violencia en el país no es el gobierno sino el crimen organizado. Al concentrar su energía personal y la de ese movimiento en contra del gobierno y otros poderes, pero no en contra del narcotráfico, corre el riesgo de beneficiar a los auténticamente culpables de los crímenes que todos lamentamos.
Alcanzo a entender, sin compartir, el dolor inconmensurable de don Javier. No pretendo comprenderlo del todo porque sería demagogia. Nadie puede entender un sufrimiento de esa magnitud salvo que lo hubiera padecido. Si de algo sirviera, les expreso a Sicilia y a quienes han sufrido agravios como el suyo mi más sincera solidaridad. Pero las palabras, como el poeta bien sabe, tienen límites. Sicilia decidió que para él es tiempo de la acción. Su enjundia cívica es admirable. La entereza que manifiesta no cualquiera la podría tener. A la luz de esa valentía, surgida de la aflicción y las convicciones, cuesta trabajo discrepar con él. Pero justamente por respeto a las ideas –es decir, para tomar en serio las propuestas que Sicilia enarbola– es preciso ponerlas a discusión.
Como es hombre que expresa sus razones con palabras, Sicilia deja testimonio de ellas en cada alocución o entrevista que ofrece. La cólera que manifiesta es mucha y no es para menos. Le mataron a un hijo y en el crimen de ese muchacho el escritor ha reconocido la infamia que cruza por todo el país. Cuando considero que se equivoca, es porque parte de un diagnóstico erróneo. Para Sicilia, la causa de la oleada criminal que recorre México se encuentra en el gobierno. El 6 de abril, en un mensaje dirigido a las fuerzas armadas, les reprocha: “Los han sacado a la calle para combatir lo que a las policías pertenece. No los queríamos allí, pero allí los han puesto, provocando con ello una escalada en la violencia al incitar al crimen organizado a enfrentarse a ustedes con armas más poderosas”. A nadie le gusta que el Ejército ande en la calle. Pero ¿había otra solución a los desafíos del crimen organizado? La opción hubiera sido dejar que las pandillas criminales siguieran expandiéndose. Habrá quienes consideren que de todos modos así ha ocurrido en los años recientes, pero de la misma manera podremos suponer que de no haber intervenido el gobierno el crecimiento de los grupos delincuenciales habría resultado peor.
La estrategia del presidente Felipe Calderón contra el crimen es muy discutible, sobre todo porque no ha tenido los resultados que prometió. En lo personal, no sé cuál tendría que haber sido la alternativa. Al parecer han sido escasas las medidas complementarias a la acción de la fuerza pública: candados y sanciones al lavado de dinero, decomisos y castigos mayores a los negocios paralelos al narcotráfico, obstáculos eficaces a la importación de armas, etcétera. Sobre todo, nos ha faltado una intensa promoción de la cultura de la legalidad para que a los delincuentes la sociedad los vea como lo que son y no como mero accidente con el que no tenemos más remedio que convivir. La fragilidad de la ley es causa del deterioro de las instituciones policiacas, de la extendida corrupción que se experimenta en muy diversos niveles de los gobiernos y de los cuerpos de seguridad. Incluso, esa inconsistencia en el respeto a la ley conduce a muchos –me temo que también a don Javier Sicilia– a considerar que es hora de pactar con los delincuentes.
Todos los días, en decisiones de toda índole, contemporizamos con la idea del mal menor. Pero hacerlo tratándose de los criminales puede significar el suicidio de la sociedad. Cuando don Javier Sicilia les dice a los narcotraficantes, el pasado 9 de abril, “si realmente quieren dejarnos en paz; nosotros no somos la gente, la ciudadanía, que tiene broncas con ellos”, está expresando una desesperación que crece en la sociedad mexicana. Se trata de una equivocada consternación. El mal que hoy parece menor, en poco tiempo podría ser el auténticamente peor.
Tendríamos que afirmar, al contrario, que la sociedad, que todos nosotros, sí tenemos broncas con los delincuentes. Que exigimos que los criminales dejen en paz al resto de los mexicanos, pero esa interpelación hay que levantarla delante del gobierno y los poderes públicos. No podemos no tener broncas con quienes trafican, amedrentan, asesinan e imponen su fuerza en perjuicio de muchos mexicanos.
Sin embargo el reclamo de don Javier y quienes siguen su movimiento está orientado en contra del gobierno. Los mexicanos tenemos abundantes motivos para discrepar con la administración del presidente Felipe Calderón: su inhabilidad para entender y enfrentar a los grupos criminales, la bravuconería inútil que ha mostrado en distintas ocasiones, la subordinación de otros asuntos nacionales a ese tema, la acumulación de privilegios durante el actual gobierno por parte de quienes ya disfrutaban condiciones de preeminencia sobre todo económica, la dependencia que ha mantenido respecto de poderes informales como las televisoras y el sindicato de maestros, la impericia con que conduce sus relaciones con otras fuerzas políticas… Tenemos abundantes causas para cuestionar al gobierno de Calderón y para considerar indeseable la permanencia de su partido en la presidencia de la República. Pero la preocupación que ocasiona esa mala gestión no debiera llevarnos a equiparar los perjuicios que ocasiona el crimen organizado con el fracaso en su persecución.
Lo que hace falta, y no tenemos, es una estrategia nacional contra el crimen organizado. Esa estrategia tendría que reivindicar el imperio de la legalidad (un concepto tan lejano que incluso parece candoroso hablar de él), el castigo eficaz a la corrupción, la reivindicación de la moral pública. Un gobernante tan desgastado como el presidente Calderón pareciera incapaz de promover una cruzada de esas dimensiones. Tampoco los líderes partidarios, por lo general enfrascados en pleitecillos vistosos pero finalmente frívolos.
Una causa como esa la podrían impulsar hombres y mujeres con autoridad ética y respetabilidad social como don Javier Sicilia. Sin embargo el pacto que emplaza para que firmen todos los grupos e intereses posibles –gobiernos, legisladores, partidos, empresarios, obispos, etcétera– carece, al menos todavía, de las medidas específicas que pudieran hacerlo algo más que una notoria pero infecunda declaración.
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