Raymundo Riva Palacio / Estrictamente Personal
Carlos Pascual regresará a Washington como una víctima de los humores del presidente Felipe Calderón y de la manera heterodoxa como procesó un conflicto en el gabinete de seguridad por los cables secretos que el embajador de Estados Unidos en México envió a sus jefes en Foggy Bottom. Pascual cometió errores de valoración a partir de una mala calidad de información, no menores ciertamente, pues a partir de ellos la Administración Obama formulaba políticas hacia México. Pero la forma como quedó expuesto, vulnerable y descabezado por el Presidente, que hizo inevitable su renuncia, no va a quedar sin costo para el gobierno mexicano.
Mal hacen algunos funcionarios en Los Pinos en festinar que el Presidente le cortó la cabeza a Pascual. La ignorancia no es buena consejera, y la soberbia menos. Mal hacen quienes elaboran privadamente cálculos para demostrar que el Presidente y su gobierno salen fortalecidos de este episodio, cuando la realidad es el que mayor daño hará a las relaciones bilaterales por la simple razón de que las actuales relaciones eran las mejores, en términos de colaboración, comunicación fluida y voluntad política, que jamás hubieran tenido las dos naciones.
El presidente Calderón no tuvo, empieza a ser claro, ninguna alternativa mejor para apaciguar la ira de las Fuerzas Armadas contra Pascual, que cortarle públicamente la cabeza. Pero a la vista de los resultados, se puede presumir que si Calderón hubiera pedido en privado al presidente Barack Obama el relevo de embajador para salvaguardar esa relación espléndida que llevaban, se la hubiera concedido. No fue así, y el jefe de Estado mexicano arrinconó a Obama, le metió una daga a la diplomacia de la cancillería estadounidense -¿por qué no otras naciones exigen el mismo trato con sus embajadores que el de México?- y lo colocó a rango de tiro de los republicanos. Las cosas no pueden quedarse así.
No se sabe si Obama designará un nuevo embajador en México o si le dará un trato distante al mantener por el resto del sexenio a un encargado de Negocios. Pero para Pascual, a quien en el epílogo de su vida pública mexicana elogiaron en Washington y la propia secretaria de Estado Hillary Clinton reiteró y enfatizó su relación de amiga con él, se está preparando una nueva encomienda a nivel de subsecretario, con lo cual enviarán el mensaje que nada de lo que reportó el embajador a su gobierno, revelado por WikiLeaks, está desautorizado y que la víctima de hoy será un héroe mañana.
Este es el mensaje que no se está entendiendo. Razones prácticas llevaron a Obama a aceptar la renuncia, no por un mal desempeño de Pascual, sino porque el incendio en la pradera mexicana era incontenible. Calderón y México –como medios, diputados y senadores sugieren-, no son vencedores sino todo lo contrario. Calderón será quien paradójicamente tendrá la mayor pérdida, porque Pascual era el mejor aliado que tenía el secretario más vapuleado por la opinión pública y con quien más ha invertido capital político el Presidente, Genaro García Luna de Seguridad Pública.
Pascual era un convencido de la construcción de instituciones civiles, y fue el principal respaldo de García Luna en la edificación de una nueva Policía Federal, apoyándolo en Washington para la obtención de recursos materiales y tecnología que provocaron incluso la envidia de las Fuerzas Armadas y la PGR. Con su salida pierde García Luna –el que más dentro del gabinete-, pero también pierde, a la distancia, el emisario del Presidente ante la Casa Blanca, el embajador Arturo Sarukhán, que trabajó muy cerca de Pascual para persuadir tanto a las diferentes áreas del gobierno estadounidense como en el Capitolio, del respaldo incondicional a México en su guerra contra el narcotráfico.
Sarukhán se quedará solo en sus gestiones en Washington cuando menos por un buen tiempo, y no está claro si el embajador mexicano perderá el enorme acceso que tenía en la Casa Blanca –motivo por cierto de reclamos oficiales de otras embajadas-, y si ese trato privilegiado se convertirá a uno institucional, bueno y fluido, pero no más allá de esa frontera que en momento críticos hace la diferencia entre los resultados.
No son momentos de gloria para el nacionalismo mexicano. No nos equivoquemos. Quizás el presidente Calderón no tuvo mejor forma de resolver el conflicto en el gabinete detonado por los cables de Pascual, pero al final fue un tiro en el pie del propio gobierno mexicano, que es muy prematuro saber cómo podrá curarse, si es que puede sanarse realmente en lo que resta del sexenio.
Carlos Pascual regresará a Washington como una víctima de los humores del presidente Felipe Calderón y de la manera heterodoxa como procesó un conflicto en el gabinete de seguridad por los cables secretos que el embajador de Estados Unidos en México envió a sus jefes en Foggy Bottom. Pascual cometió errores de valoración a partir de una mala calidad de información, no menores ciertamente, pues a partir de ellos la Administración Obama formulaba políticas hacia México. Pero la forma como quedó expuesto, vulnerable y descabezado por el Presidente, que hizo inevitable su renuncia, no va a quedar sin costo para el gobierno mexicano.
Mal hacen algunos funcionarios en Los Pinos en festinar que el Presidente le cortó la cabeza a Pascual. La ignorancia no es buena consejera, y la soberbia menos. Mal hacen quienes elaboran privadamente cálculos para demostrar que el Presidente y su gobierno salen fortalecidos de este episodio, cuando la realidad es el que mayor daño hará a las relaciones bilaterales por la simple razón de que las actuales relaciones eran las mejores, en términos de colaboración, comunicación fluida y voluntad política, que jamás hubieran tenido las dos naciones.
El presidente Calderón no tuvo, empieza a ser claro, ninguna alternativa mejor para apaciguar la ira de las Fuerzas Armadas contra Pascual, que cortarle públicamente la cabeza. Pero a la vista de los resultados, se puede presumir que si Calderón hubiera pedido en privado al presidente Barack Obama el relevo de embajador para salvaguardar esa relación espléndida que llevaban, se la hubiera concedido. No fue así, y el jefe de Estado mexicano arrinconó a Obama, le metió una daga a la diplomacia de la cancillería estadounidense -¿por qué no otras naciones exigen el mismo trato con sus embajadores que el de México?- y lo colocó a rango de tiro de los republicanos. Las cosas no pueden quedarse así.
No se sabe si Obama designará un nuevo embajador en México o si le dará un trato distante al mantener por el resto del sexenio a un encargado de Negocios. Pero para Pascual, a quien en el epílogo de su vida pública mexicana elogiaron en Washington y la propia secretaria de Estado Hillary Clinton reiteró y enfatizó su relación de amiga con él, se está preparando una nueva encomienda a nivel de subsecretario, con lo cual enviarán el mensaje que nada de lo que reportó el embajador a su gobierno, revelado por WikiLeaks, está desautorizado y que la víctima de hoy será un héroe mañana.
Este es el mensaje que no se está entendiendo. Razones prácticas llevaron a Obama a aceptar la renuncia, no por un mal desempeño de Pascual, sino porque el incendio en la pradera mexicana era incontenible. Calderón y México –como medios, diputados y senadores sugieren-, no son vencedores sino todo lo contrario. Calderón será quien paradójicamente tendrá la mayor pérdida, porque Pascual era el mejor aliado que tenía el secretario más vapuleado por la opinión pública y con quien más ha invertido capital político el Presidente, Genaro García Luna de Seguridad Pública.
Pascual era un convencido de la construcción de instituciones civiles, y fue el principal respaldo de García Luna en la edificación de una nueva Policía Federal, apoyándolo en Washington para la obtención de recursos materiales y tecnología que provocaron incluso la envidia de las Fuerzas Armadas y la PGR. Con su salida pierde García Luna –el que más dentro del gabinete-, pero también pierde, a la distancia, el emisario del Presidente ante la Casa Blanca, el embajador Arturo Sarukhán, que trabajó muy cerca de Pascual para persuadir tanto a las diferentes áreas del gobierno estadounidense como en el Capitolio, del respaldo incondicional a México en su guerra contra el narcotráfico.
Sarukhán se quedará solo en sus gestiones en Washington cuando menos por un buen tiempo, y no está claro si el embajador mexicano perderá el enorme acceso que tenía en la Casa Blanca –motivo por cierto de reclamos oficiales de otras embajadas-, y si ese trato privilegiado se convertirá a uno institucional, bueno y fluido, pero no más allá de esa frontera que en momento críticos hace la diferencia entre los resultados.
No son momentos de gloria para el nacionalismo mexicano. No nos equivoquemos. Quizás el presidente Calderón no tuvo mejor forma de resolver el conflicto en el gabinete detonado por los cables de Pascual, pero al final fue un tiro en el pie del propio gobierno mexicano, que es muy prematuro saber cómo podrá curarse, si es que puede sanarse realmente en lo que resta del sexenio.
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