Pascual resultó ser mosca

Raymundo Riva Palacio / Estrictamente Personal

Increíblemente, Carlos Pascual murió a periodicazos como embajador de Estados Unidos en México. Ningún diplomático había caído antes como mosca. Primero fue el zape en El País de Madrid, al difundir los polémicos cables de WikiLeaks donde criticó a las Fuerzas Armadas y al gabinete de seguridad, y después en entrevistas con El Universal y The Washington Post donde el presidente Felipe Calderón lo llamó ignorante y dejó claro que no quería volver a cruzarse con él en el camino.

El presidente Barack Obama lo respaldó cuando Calderón lo incineró, y el Departamento de Estado lo arropó. Pascual regresó a México con las heridas abiertas por los obuses de Calderón, pero retomó su agenda, programó cenas privadas para este mes y estaba dispuesto a que, aunque en forma incómoda, terminaría su gestión y el sexenio con vida. La semana pasada cambiaron las cosas, quizás cuando el Presidente mexicano le mandó una señal clara de desprecio.

Fue en una conferencia sobre negocios e inversiones que organizó la Cámara Americana en México. El programa establecía que Pascual llegaría a la sesión matutina del martes justo cinco minutos antes del Presidente. Pero el lunes, mientras Pascual viajó a Ciudad Juárez, Calderón modificó la agenda y fue a la Cámara el lunes por la noche para pronunciar un discurso. Ni por cortesía estaría cerca de Pascual, quien aunque mantuvo las puertas abiertas en el gobierno federal para operaciones de rutina, perdió el acceso a sus niveles privilegiados.

Todo el episodio se mueve en la sombra de que algo muy serio sucedió en México y Estados Unidos. No es normal que un Presidente acabe con la carrera de ningún embajador a través de periodicazos, ni tampoco que el país que representa acceda a la presión pública, se vuelva rehén de las pretensiones extranjeras y lo releve. En ambos casos, Calderón y Obama tienen que haber llegado a la conclusión de que el costo político de sus acciones públicas era menos alto que el costo político de haber mantenido a Pascual en México.

En el caso mexicano, Calderón tuvo que invertir capital político por un cable específico, enviado pasadas las ocho de la noche del 17 de diciembre de 2009, donde Pascual escribió que la información de inteligencia gracias a la cual un comando de marinos liquidaron el día anterior a Arturo, el jefe del Cártel de los Beltrán Leyva, se entregó originalmente al Ejército, pero “su aversión al riesgo impidió una gran victoria en la lucha contra el narcotráfico”. Interpretado en la Secretaría de la Defensa como un eufemismo de cobardía, dio pie a un reclamo encendido del general secretario Guillermo Galván, al presidente Calderón.

La relación del Presidente con el Ejército no está en sus mejores términos, y la impresión en el alto mando militar es que hay una predilección hacia la Marina y un maltrato político para el Ejército. Si Pascual tenía acceso a Los Pinos, la suposición del general Galván era que en la Presidencia compartían la idea de “aversión al riesgo” de los soldados. El Presidente no tuvo otra opción para convencer al general que las palabras de Pascual no eran compartidas, que denunciarlo públicamente.

Si lo planteó o no en esos términos a Obama en su reciente plática privada en la Casa Blanca, no se sabe, pero funcionarios del gobierno estadounidense se apresuraron a decir que la sugerencia de cambio de embajador no estaba en los planes de Washington. Por principio, tampoco podía acceder Obama, pues dejaría abierta la posibilidad de que otros gobiernos, molestos también con los embajadores por las revelaciones de WikiLeaks, podrían seguir el ejemplo.

¿Qué sucedió? Como hipótesis de trabajo se puede plantear que en efecto fue iniciativa de Pascual presentar la renuncia, pero la aceptación de Obama refuerza la idea de que la lucha contra el narcotráfico en México, como asunto de seguridad nacional para Estados Unidos, no podía permitirse un embajador que polarizara. De mantenerse en México, Pascual quedaría relegado a un asiento de segunda fila, sin acceso en las áreas estratégicas del gobierno y cada vez más marginado, pues el Presidente le perdió confianza adicional al creer que las conversaciones que tenía con él, por su relación personal con familiares de priístas, se transmitían puntualmente al PRI.

Su salida deja descabezada la misión estadounidense, pero no realmente acéfala. El segundo de abordo, John Feeley, conoce muy bien México –tuvo una asignación previa en este país-, y podría ser un buen encargado de negocios hasta que termine esta administración. No tendría el acceso de un embajador, pero desaparecería el antagonismo que había con Pascual. Estados Unidos mantendría a un observador experimentado del fenómeno del narcotráfico y enviaría un mensaje a Calderón: se cedió, pero hay un costo. En el affaire Pascual los dos gobiernos pierden, pero el beneficio tiene que ser mayor para que enfrenten, juntos, la vergüenza pública.

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