Martha Anaya / Crónica de Política
En 1995, el Servicio de Aduanas de Estados Unidos –perteneciente al Departamento del Tesoro, dirigido por Robert Rubin– se metió en un juego peligroso en México.
El organismo se había enterado de que el cártel de Cali, en Colombia, estaba empleando las sucursales de varios bancos mexicanos y venezolanos para lavar ingresos provenientes de las drogas. Decidieron montar una “trampa”, a la que llamaron “Operación Casablanca”, mediante el envío de agentes secretos para que se reunieran con los banqueros y armaran un mecanismo para lavar fondos.
Los agentes secretos comenzaron por organizar una reunión en un restorán con los banqueros que tenían en la mira. Tales personajes –según narra en sus memorias el ex embajador de Estados Unidos– llegaron con agentes de la oficina del Procurador General, a quienes presentaron como “proveedores de seguridad física y política por sus operaciones de lavado de dinero”.
A partir de ahí, la operación la llevaron a cabo de manera unilateral. Tres años les tomó la investigación. El 18 de mayo de 1998 el escándalo producto de la investigación detonó públicamente cuando Rubin y la procuradora Janet Reno, anunciaron sus resultados: el mes previo, doce banqueros mexicanos y venezolanos, así como otros 43 conspiradores, habían sido arrestados en San Diego, Chicago, Nueva York, los Ángeles y Las Vegas, por lavado de dinero.
El problema de esta prolongada operación tomó por sorpresa al gobierno de México. Ernesto Zedillo, la cancillería mexicana y la propia Procuraduría General de la República dijeron no saber nada de tal operativo en tierra mexicana. Hubo carta de protesta diplomática del gobierno de Ernesto Zedillo y se pidió incluso (aunque sólo de palabra) la extradición de los agentes estadounidenses, tanto de Aduanas como de la DEA, que operaron en México tal “trampa”.
Según sostuvo el departamento de Aduanas de EU en aquel entonces, sí se le informó al Procurador General de la República (el panista Antonio Lozano Gracia) de la operación para pedirle su cooperación. Pero como Lozano nunca respondió, “Aduanas tomó su silencio como una aprobación tácita”.
El escándalo y las protestas del lado mexicano se prolongaron durante meses. En una reunión a principios de julio de 1998, en Bronswille, Texas, los procuradores de ambos países –en México, Jorge Madrazo ya había sustituido a Lozano—enviaron un comunicado conjunto a sus presidentes, Clinton y Zedillo, comprometiendo a ambos gobiernos a notificar ampliamente al otro en caso de que alguna de sus organizaciones policiales federales fuera a emprender alguna acción del otro lado de sus respectivas fronteras.
El comunicado de Bronswille se transformó después en un memorando de mutuo entendimiento que los procuradores generales firmaron cuando Bill Clinton visitó Mérida, en febrero de 1999. Y así, las aguas se apaciguaron.
El memorando de Entendimiento de Mérida debía expirar al terminar la administración de Clinton. Cuando esto ocurrió, el 20 de enero de 2001, “el régimen foxista, que no entendía su importancia, mostró poco interés en extender su vigencia –refiere Davidow en “El oso y el puercoespín”–. Las corporaciones policiales en Washington tampoco estaban muy entusiasmadas con el documento, que en realidad nunca les satisfizo”.
Valga señalar que en ese entonces, los agentes de la DEA querían aumentar el número de efectivos en México y permitir que éstos estuvieran armados. Las demandas fueron rechazadas por el gobierno mexicano.
Tal fue el antecedente del operativo estadounidense, unilateral, que hoy vivimos bajo el nombre de “Rápido y Furioso”, que permitió pasar cientos de armas ilegales a México bajo el supuesto de identificar la ruta que éstas tomaban.
En aquel entonces, lavado de dinero. Esta vez –activado el Plan Mérida desde junio de 2008, que irónicamente incluye una partida para interrumpir el tráfico ilegal de armas de fuego–, trasiego de armas.
Juegos cada vez más peligrosos. Peor aún, ante un gobierno mexicano más débil frente a los Estados Unidos.
En 1995, el Servicio de Aduanas de Estados Unidos –perteneciente al Departamento del Tesoro, dirigido por Robert Rubin– se metió en un juego peligroso en México.
El organismo se había enterado de que el cártel de Cali, en Colombia, estaba empleando las sucursales de varios bancos mexicanos y venezolanos para lavar ingresos provenientes de las drogas. Decidieron montar una “trampa”, a la que llamaron “Operación Casablanca”, mediante el envío de agentes secretos para que se reunieran con los banqueros y armaran un mecanismo para lavar fondos.
Los agentes secretos comenzaron por organizar una reunión en un restorán con los banqueros que tenían en la mira. Tales personajes –según narra en sus memorias el ex embajador de Estados Unidos– llegaron con agentes de la oficina del Procurador General, a quienes presentaron como “proveedores de seguridad física y política por sus operaciones de lavado de dinero”.
A partir de ahí, la operación la llevaron a cabo de manera unilateral. Tres años les tomó la investigación. El 18 de mayo de 1998 el escándalo producto de la investigación detonó públicamente cuando Rubin y la procuradora Janet Reno, anunciaron sus resultados: el mes previo, doce banqueros mexicanos y venezolanos, así como otros 43 conspiradores, habían sido arrestados en San Diego, Chicago, Nueva York, los Ángeles y Las Vegas, por lavado de dinero.
El problema de esta prolongada operación tomó por sorpresa al gobierno de México. Ernesto Zedillo, la cancillería mexicana y la propia Procuraduría General de la República dijeron no saber nada de tal operativo en tierra mexicana. Hubo carta de protesta diplomática del gobierno de Ernesto Zedillo y se pidió incluso (aunque sólo de palabra) la extradición de los agentes estadounidenses, tanto de Aduanas como de la DEA, que operaron en México tal “trampa”.
Según sostuvo el departamento de Aduanas de EU en aquel entonces, sí se le informó al Procurador General de la República (el panista Antonio Lozano Gracia) de la operación para pedirle su cooperación. Pero como Lozano nunca respondió, “Aduanas tomó su silencio como una aprobación tácita”.
El escándalo y las protestas del lado mexicano se prolongaron durante meses. En una reunión a principios de julio de 1998, en Bronswille, Texas, los procuradores de ambos países –en México, Jorge Madrazo ya había sustituido a Lozano—enviaron un comunicado conjunto a sus presidentes, Clinton y Zedillo, comprometiendo a ambos gobiernos a notificar ampliamente al otro en caso de que alguna de sus organizaciones policiales federales fuera a emprender alguna acción del otro lado de sus respectivas fronteras.
El comunicado de Bronswille se transformó después en un memorando de mutuo entendimiento que los procuradores generales firmaron cuando Bill Clinton visitó Mérida, en febrero de 1999. Y así, las aguas se apaciguaron.
El memorando de Entendimiento de Mérida debía expirar al terminar la administración de Clinton. Cuando esto ocurrió, el 20 de enero de 2001, “el régimen foxista, que no entendía su importancia, mostró poco interés en extender su vigencia –refiere Davidow en “El oso y el puercoespín”–. Las corporaciones policiales en Washington tampoco estaban muy entusiasmadas con el documento, que en realidad nunca les satisfizo”.
Valga señalar que en ese entonces, los agentes de la DEA querían aumentar el número de efectivos en México y permitir que éstos estuvieran armados. Las demandas fueron rechazadas por el gobierno mexicano.
Tal fue el antecedente del operativo estadounidense, unilateral, que hoy vivimos bajo el nombre de “Rápido y Furioso”, que permitió pasar cientos de armas ilegales a México bajo el supuesto de identificar la ruta que éstas tomaban.
En aquel entonces, lavado de dinero. Esta vez –activado el Plan Mérida desde junio de 2008, que irónicamente incluye una partida para interrumpir el tráfico ilegal de armas de fuego–, trasiego de armas.
Juegos cada vez más peligrosos. Peor aún, ante un gobierno mexicano más débil frente a los Estados Unidos.
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